VIAJARÁS A JAPÓN

 


Fotografía: Constanza Viarenghi

VIAJARÁS A JAPÓN

Viajarás a Japón, invitada por una familia que la tuya desconoce. Tan joven, tan soñadora, tan avispada: creerás que estás lista para cruzar hacia la tierra del sol naciente. Aprendiste el idioma que siempre te gustó y el intercambio será un deseo cumplido. Pero te sentirás como Pulgarcita viajando en avión, no más larga que un dedo, acurrucada en la cáscara de nuez vibrando con cada turbina.

Serás una argentina en Shonandai, suburbio prolijo de Yokohama, donde los trenes respiran puntualidad y el volcán Fuji es un coloso que asoma en el horizonte. Allí, la cultura japonesa se te hará carne: en el arroz, los fideos y el pescado; en la pulcritud de las calles; en los departamentos estrechos que parecen cajas de cartón. En los parques con árboles tan simétricos que te inquietan, salvo los cerezos: esos sí parecen recordarte algo de vos.

En ese país todo estará previsto, incluso tu manera de extrañar. Después de veintiséis horas de viaje, doce a Sydney, cuatro de espera, diez hasta Tokio, llegarás al metro que te llevará a Shonandai, como si el camino fuera una madriguera y vos el personaje diminuto que no sabe dónde termina.

Te asombrará que todos usen barbijo. ¿Hay tantos enfermos?, preguntarás. Te responderán: prevención e higiene. Verás cómo separan la basura en plásticos, vidrios, alimentos y papel. Te hablarán de plantas de reciclaje, rampas en las veredas, semáforos que cantan para los ciegos. Te maravillará el orden, y a la vez te inquietarás con él.

En un paseo, descubrirás un jardín secreto donde desearás esconderte. Sentirás que ese es el lugar que no sabías que buscabas. Querrás refugiarte en él.

Vivirás en un departamento pequeño, de paredes delgadas por prevención sísmica. Y ahí, el símbolo florecerá: la cáscara de nuez como casa, como refugio, como piel que vibra y escucha.

Te sentirás como Pulgarcita en el bosque encantado de edificios gigantescos y costumbres regladas. Llegarán el sapo, el abejorro y el topo. El sapo será el aburrimiento ante la ausencia de una actividad intensa. El abejorro, un instante de ternura pasajera, en el encuentro con tus compañeros de intercambio. El topo, ese joven que querrá conquistarte sin saber si tu flor desea abrirse.  

El topo parecerá perfecto, pero no sabrá cómo hacer sentir a tu corazón. Te querrán casar con él. Pero vos dormirás en tu cáscara de nuez, temblando junto al tatami[1], y aprenderás a flotar sin hundirte.

Extrañarás el amor de tus padres; el tango que no se baila en los parques; la tenacidad de tus hermanas en el trabajo. Todo estará resuelto, pero nadie preguntará si querrás llorar en voz alta.

Entonces huirás. No por desprecio a la cultura japonesa. Sino porque en ella tu alma se ahoga. Concluirás que la convivencia perfecta es posible, pero te faltará el desorden donde la vida late.

Te escaparás como Pulgarcita: con la flor en la mano, cruzando las fronteras del país perfecto. Para volver al sur. A tu tierra. A tu gente.

 

© Diana Durán, 28 de julio de 2025

 



[1] Estera tradicional japonesa, típicamente hecha de paja de arroz tejida, que se utiliza como piso en casas y edificios japoneses, así como en la práctica de artes marciales como el judo y el karate. 

LA PELOTA SIEMPRE AL PIE

 


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LA PELOTA SIEMPRE AL PIE

De María Constanza Viarenghi

 

Cinco de la tarde en punto. Momento de guardar las hojas rayadas y la cartuchera en la mochila; levantar las migajas de aquella merienda nutritiva de chocolatada y dos tostados de jamón y queso. Luego, salir más rápido que las agujas del reloj con un destino fijo: el Parque Centenario.

 

Eran exactamente cuatrocientos veinte metros los que separaban a Martina y Rodrigo, su vecino y mejor amigo, de los árboles que simulaban, bajo su imaginación, ser el mejor arco de fútbol para un apasionante duelo barrial que podía durar hasta las siete u ocho de la noche, momento en el que Nora, hermana mayor de “Rodri”, se acercaba al parque a buscarlos porque ya era hora de volver a sus casas.

 

Tenían doce años y las mayores preocupaciones eran cumplir con las insufribles tareas de la profesora de plástica -no tenían ningún tipo de habilidad con las manualidades-; superar el análisis sintáctico de la profe Liliana; y armar los mejores equipos de fútbol para que Almagro le ganara a Caballito por goleada. Era el clásico barrial de los noventa que apasionaba a cada vecino que elegía el parque como opción para pasar la tarde.

 

Mientras el sol caía, se escuchaban comentarios de asombro como: “le pega con los dos pies”, “no erró ningún pase”, “sabe hasta cabecear”. Padres y niños se agarraban la cabeza confundidos por lo que estaban viendo. No era para menos. Martina era la primera niña del barrio que jugaba al fútbol, pero no sólo lo jugaba, sino que lo estudiaba, lo analizaba… Era su pasión.

 

Cada domingo escuchaba junto a Rodrigo el inconfundible relato de Víctor Hugo Morales en la radio que le prestaba su abuela. Anotaba en un cuaderno las formaciones, las amarillas y las infracciones que sucedían en cada partido.

 

En el recreo del Normal1, mientras sus compañeras jugaban al tutti frutti e intercambiaban figuritas de la Sirenita, Martina armaba con varias hojas de papel y cinta scotch la mejor pelota del mundo para jugar un partidito con los chicos de séptimo.

 

“La pelota siempre al pie”, le reclamaba a Guido que ponía todo su empeño en hacer un pase bien, pero no había caso. Cada página de la historia de Martina estaba asociada a un hito en el fútbol. Su finalización del primario con aquel campeonato del noventa y dos de Boca; el viaje de egresados a Bariloche con el último partido que Maradona jugó como profesional. Su título de Comunicadora con el fracaso del Mundial 2002 de la Argentina. El nacimiento de su hijo Gabriel con el gol maradoniano de Messi en el Barcelona.

 

Hoy, “La pelota siempre al pie” no es más aquel reclamo a Guido de que el pase sea correcto sino su primer programa periodístico que junto a Rodrigo conducen en un popular canal de cable.

 

La lucha por la igualdad es de pie, porque la pelota siempre tiene que ir al pie.


María Constanza Viarenghi,  21 de julio de 2025


EN BICICLETA CON EL ABUELO

 


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EN BICICLETA CON EL ABUELO

La abuela preparaba unos sándwiches de pan francés con sus deliciosas milanesas que olían a domingo y afecto. Alistaba, junto al abuelo, las dos Bianchi negras rodado veintinueve. Yo, pequeña, como una equilibrista sobre un caballo metálico. Me ponía el gorro blanco con visera y partíamos rumbo a nuestra excursión desde Soldado de la Independencia hacia el golf.

No había mucho tránsito. El abuelo sabía encontrar rutas que parecían dibujadas por él mismo en su mapa mental. Yo lo admiraba profundamente. Su andar era tan preciso que parecía que la bicicleta obedecía a su pensamiento. Mientras pedaleábamos, entonábamos una canción escolar en griego, que aún resuena como un eco en mi memoria.

Pasábamos por la plaza, esa que hoy está enrejada, estridente, pero que entonces tenía juegos que crujían de alegría, árboles como centinelas verdes, y un tapiz vegetal que parecía hilvanar la sombra. Allí hacíamos una posta breve, como si el césped nos invitara a descansar.

La estación Lisandro de la Torre, antes pequeña y amigable, ahora es un coloso de cemento. Ya no se ve desde allí el “Buenos Aires Lawn Tennis Club”. Desde la plaza, el contraste con las canchas naranjas era una paleta que hoy el cemento borró sin permiso. Donde había juego y sombra, hoy queda ruido y geometría.

Volvíamos a montar las bicis, doblábamos por Olleros hacia la avenida Valentín Alsina, y bordeábamos el Golf de Palermo. Nunca accedíamos. Ese juego de palos brillosos y caddies esclavizados, como decía el abuelo, pertenecía a otra historia, una que no era la nuestra. Observábamos desde afuera, bajo los eucaliptos, buscando entre el pasto alguna pelotita fugitiva. Las encontradas eran guardadas con sigilo, como quien protege un tesoro.

Seguíamos hasta el lago de Palermo, pulmón vivo entre avenidas. La isla del centro me parecía inmensa; imaginaba que Robinson Crusoe se había instalado ahí, rodeado de jacarandás que explotaban en lavanda, y ceibos que ofrecían su rojo en flor. La abuela nos pedía recolectar cápsulas del eucaliptus: pequeños conos leñosos que aromatizaban los inviernos. Los árboles, comprendo ahora, fueron testigo y abrigo de mi infancia.

Nos sentábamos en el césped, extendíamos el mantelito a cuadros que la abuela había preparado en la canasta, y comenzaba el ritual del picnic. Mientras saboreábamos los sándwiches, yo también saboreaba las anécdotas del abuelo, narradas con ese ritmo que hacía del pasado un teatro vivo. Yo tenía unos diez años. Me enseñó el alfabeto griego como si fuera un conjuro: alfa, beta, gama… hasta llegar a omega, la letra final, no sin antes pasar por las graciosas phi, chi, psi, mientras asomaba mi risa.

El abuelo contaba historias. Su infancia en Lesbos, su madre hilando seda a orillas del Mediterráneo, la guerra en Egipto, el barco hacia la Argentina, su encuentro con la abuela en la plaza Garibaldi frente a la Rural. Yo lo escuchaba como quien guarda un mapa, repitiendo cada coordenada de sus memorias. En esa estación Lisandro de la Torre lo imaginaba partir hacia tierras lejanas, y fusionaba mis juegos con sus recuerdos.

El abuelo me acompañaba en los actos escolares, paseábamos por la calle Florida, me compraba vestidos y zapatos. Su traje gris parecía tener memoria propia. Reía fuerte cuando le narraba mis aventuras escolares, y yo pensaba que sus carcajadas podían retumbar en toda la casa.

El abuelo contaba, el abuelo reía, el abuelo me llevaba de la mano.

 

Hoy, mientras escribo, el nudo en la garganta se transforma en un lazo invisible. Belgrano no es solo un barrio; es el mapa emocional de nuestros vagabundeos. Cada rincón conserva algo de su voz, algo de su risa. Algo de mí.


Diana Durán, 21 de julio de 2025

 

 

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

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UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

Mateo fue siempre para su familia, la piel de Judas. Cuando menos uno se lo esperaba se le ocurría alguna travesura. Con sus ocho años era movedizo e inteligente; además de flaquito, pero fuerte. Con esas cualidades se atrevía a encarar las aventuras más insólitas que tenían a sus padres pendientes siempre de lo que podía suceder con él. El otro hermano, Enzo, dos años mayor, no daba demasiados problemas, ni en la escuela ni en el transcurrir de la vida familiar.

Corría el año mil nueve sesenta y cinco cuando decidieron disfrutar de unas vacaciones junto a otras dos familias amigas, los Guerrero y los San Martín. Alquilaron entre todos un chalet bastante grande en San Clemente del Tuyú. En esas épocas no era tan difícil veranear para la clase media y, entonces, sin pretender demasiados lujos, rentaron un lugar amplio que tenía varias particularidades. Una de ellas era que distaba de la playa solo tres cuadras. Otra característica era la distribución del chalet. Una construcción principal con tres grandes habitaciones, dos baños y el living comedor donde las tres parejas y sus hijos compartirían las comidas. En un sector más alejado, galería y jardín de por medio, había un departamento más chico, pero igualmente cómodo que ocupó la familia de Mateo y Enzo. El lugar tenía dos habitaciones, un baño y el acceso por la galería al chalet principal. Las familias repartieron proporcionalmente los gastos del alquiler y partieron en caravana desde Buenos Aires para llegar con pocos minutos de diferencia a la villa balnearia. Por aquellos tiempos la ruta dos no era una autopista y a la once recién la estaban pavimentando. Les tomó ocho horas a las tres familias llegar a San Clemente, luego de haber parado para apreciar la extensa Bahía de Samborombón, donde los chicos corretearon un rato en las playas atraídos por las aves migratorias de Punta Rasa. Es la estación de descanso y alimentación de sus largos viajes, explicó uno de los padres más interesado por el tema.

El balneario ofrecía un paisaje ideal para disfrutar vacaciones sin apuros con sus calles de arena, casas bajas y aroma a verano. Era un territorio donde los límites se medían en cuadras y los desafíos infantiles podían incluir desde perseguir gaviotas o jugar sin peligros en las alturas arenosas. Todavía no existía el oceanario, ni el partido de la Costa. San Clemente pertenecía al partido rural de General Lavalle, y era conocido por sus playas de amplias dunas que llegaban a medir diez metros.

Una vez llegados al chalet, cada familia se instaló en el lugar previamente acordado. Luego de comer unos ricos sándwiches de milanesa preparados por las madres, los mayores se pusieron a acomodar los petates, mientras los chicos jugaban en el jardín. Más tarde habría tiempo para pasear por San Clemente, el faro y demás atractivos turísticos. La mamá le recalcó a Enzo, no le saques los ojos de encima a tu hermano.

Los chicos, siete en total, jugaban divertidos al tinenti con pequeñas piedras regulares que habían encontrado en el jardín. Cuando se cansaron de la quietud decidieron continuar más activos, encantados del espacio que tenían a su merced. Todo marchaba de maravillas: los padres luego de ocuparse de organizar la casa habían decidido descansar un rato, mientras dejaron a los mayores a cargo de los más chicos, cuyas edades variaban entre ocho y diez.

Bastó un minuto de distracción de Enzo para que Mateo se escapara de la residencia para recorrer el entorno del chalet. Su ánimo de aventura era superior al miedo que podría generarle vagar en soledad. En realidad, no tenía ningún resquemor. Lo hizo seguido durante unos metros por el gato de la casa que, tras acompañarlo durante un corto tramo, volvió al predio. El niño caminó por las calles de arena que crujían bajo sus zapatillas de lona. El sol abrasaba su cabeza, pero él seguía divertido por su aventura cuando, por alguna razón, dobló en una esquina y se perdió. Siguió su derrotero sin gran preocupación interesado por lo que veía a su alrededor. El balneario era en ese entonces un villorrio con pocas casas, que estaba colmado de turistas.

Primero voy a contar yo, dijo Enzo, al iniciar las escondidas, cuando advirtió que eran seis jugadores en total y, en consecuencia, faltaba uno. ¿Dónde está Mateo?, preguntó al resto. No sabemos, dijo uno de los niños. Hace poco estaba persiguiendo al gato, aclaró la niña mayor de la familia Guerrero. Como conocían al pequeño y luego de revisar el predio Enzo empezó a gritar, mamá, papá, Mateo no está. No sabemos dónde se metió.

Las tres parejas salieron de sus habitaciones alarmadas por los gritos de los chicos y buscaron por todo el predio. El padre de Mateo vio la tranquera entornada y dijo, por aquí salió, vamos a buscarlo, nadie se separe, vamos todos juntos. La madre se quedó en la casa por si el fugitivo volvía. El padre recordó aquella vez en que Mateo intentó trepar al tanque de agua en pleno invierno. De este chico se puede esperar cualquier cosa, murmuró, a la vez que daba las instrucciones del caso con la boca seca por la ansiedad.

La columna de búsqueda partió. Recorrió las manzanas aledañas. Preguntaron a los vecinos. Nadie había visto al pequeño. Comenzaron a alarmarse. Estaban cerca de la playa: ¿y si se había encaminado al mar? Recorrieron algunas dunas costeras. No puede ser que se haya animado a venir por estos lados, indicó preocupado el padre. De Mateo se puede esperar cualquier cosa, contestó el hermano. No hables, vos no tendrías que haberle sacado los ojos de encima, le respondió enojado el papá.

Así fue como el grupo recorrió diez cuadras a la redonda, subió y bajó las dunas de la playa aledaña, en una tarde cuya temperatura había trepado a los treinta grados. Ante lo infructuoso de la búsqueda, los mayores decidieron volver a la casa para dar parte a la policía.

Al llegar al chalet encontraron a la madre en la galería con el gesto desencajado y Mateo al rojo vivo, la piel enrojecida y seca. Lo llevaron a la cocina para ponerle paños fríos en la cabeza y bajarle la temperatura. ¿Qué pasó, cuándo, cómo volvió?, preguntó el padre mientras lo abrazaba, acariciándolo como si así pudiera bajarle el fuego de su piel, pero, a la vez, feliz del reencuentro. Querido, lo trajeron unos vecinos. Me dijeron que Mateo les contó que vivía en una casa donde había un gato negro. No sé cómo la encontraron, o quizás fue por esa insólita descripción.

Así comenzaron las tranquilas vacaciones de las tres familias que, de allí en más, no dejaron de vigilar al travieso que se pasó varios días recuperándose de la insolación sufrida.

 

 

Mientras Mateo leía las aventuras de Tom Sawyer bajo la sombra fresca de la galería, el gato negro no se separaba de él, como si supiera que no hubiera habido aventura sin su especial protagonismo.

 

© Diana Durán, 14 de julio de 2025

SOBREVIVIENTE

 


Imagen generada por IA. 8 de julio

SOBREVIVIENTE

Era la noche previa a la operación. Alguien a quien alguna vez quise vino a visitarme. Me miró con la ternura que yo también había sentido por él, aunque ahora se había disuelto en un mar de dudas y oscuridad.

Esperar fue largo. Cuando logré dormirme, cerca de las cuatro de la mañana, lo hice inquieta y sobresaltada. A las seis irrumpió un ejército de enfermeras, lanzando órdenes a diestra y siniestra. Desvístase. Vaya al baño. Aséese. Póngase este camisolín. Le vamos a rasurar las axilas.

Entre tantos mandatos, me sentí confundida. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué me iba a suceder? Tenía hambre y sed. Alargué la mano hacia el vaso de agua, pero una voz severa me detuvo: no, no debe tomar nada. Cumpla las órdenes. Nada más.

Me subieron a una camilla fría, casi desnuda, con solo el camisolín. Me pusieron una cofia en la cabeza y me cubrieron con una frazada típica de hospital. Surcamos los pasillos a toda velocidad hasta llegar a una sala amplia y gris. Allí, recuerdo una voz cálida que me susurró: hasta con la cabeza cubierta sos hermosa. Supe quién era y esbocé una leve sonrisa.

Crucé la puerta de la sala preoperatoria. Me esperaba un médico amigo. Me dejaron a su lado, junto a una ventana desde la cual podía ver el cielo; nubes blancas flotaban sobre un telón celeste. El hombre, casi un anciano, comenzó a hablarme con voz tranquila y parsimoniosa. Tan apacible era que terminé adormilada, hasta que escuché: llévenla a la sala de operaciones. En ese momento no sentí miedo. Solo un deseo imperioso: que todo terminara.

En el quirófano me ataron a una cama helada de metal. Ahora la vamos a anestesiar. No va a sentir nada más. Todo va a salir bien, dijo el cirujano con una frialdad semejante al acero. Un ejército de personas de blanco me rodeaba. Fue lo último que vi antes de dormirme profundamente.

Cuando desperté, estaba de nuevo en la habitación. Mis pechos y un brazo envueltos en vendas. No sentía dolor, solo un aturdimiento indefinido. El sufrimiento vendría después.

La vi junto a la cama. Me dijo que todo había salido muy bien y que ahora todo dependía de mí. ¿Qué quería decir con eso? No podía salir de mi confusión cuando empecé a sentir un dolor agudo y punzante en el pecho derecho que se extendía por todo el brazo. Era tan intenso que empecé a gritar. Ella llamó a las enfermeras. Por favor, denle algo para calmarla, dijo alterada. Se ve que aumentaron los calmantes del suero que colgaba de un barral metálico, porque volví a dormirme. Dormir era no pensar. No sentir.

Llegaron familiares y amigos a visitarme. Yo, en realidad, no quería ver a nadie. Solo esperaba que se disipara ese sufrimiento terrible que me perturbaba hasta lo indecible.

Pasó otra noche. Pude dormitar gracias a los calmantes. Recuerdo que alguien se quedó a mi lado y me hablaba dulcemente. Era una persona muy querida, pero entre sueños no podía reconocerla. También sé que durante la tarde se había cruzado con otro a quien no quería ver, pero que era muy importante en mi vida. Había llegado con mis dos pequeños. No pude sostenerlos ni abrazarlos. Solo les sonreí, para que no se asustaran. Pensé que no debía haberlos traído.

A la tarde siguiente, ella volvió. Me obligó a poner un camisón de organza ridículo para mi situación. Me lavó el cabello y me exigió maquillarme. En ese estado, era absurdo. Pero tenía que hacerlo: llegarían visitas.

Cuando logré incorporarme, caminé por los pasillos del hospital junto a quien me había hablado la noche anterior. Su voz me había serenado. Evidentemente, era la persona a quien amaba. Lo sentía en el alma. Pero tenía que irse: me visitaría aquel otro, a quien no quería ver.

No quería pensar. Desde una ventana del pasillo, divisé la plaza de Almagro. Allí estaba, intacta, como si nada hubiera cambiado. Los árboles altos, las hojas otoñales en el césped, los niños corriendo alrededor de la laguna. Los artesanos desplegaban sus mantas de colores, sus obras de arcilla, sus tallas de madera, sus tejidos. Y, sobre todo, estaban los stands de libros que tanto me gustaban. Una mujer reía mientras un niño le ofrecía una flor arrancada del césped. La vida seguía. Y yo, desde este lado del vidrio, era apenas una sombra. Me quedé mirando esa escena como si fuera un recuerdo prestado. Como si no me perteneciera. Yo estaba en pausa. En un paréntesis que recién comenzaba.

Los días que siguieron a mi salida del hospital fueron una tortura. Más de ocho meses de dolor, mareos, vómitos a causa del tratamiento. Me convertí en una mujer expectante, que solo veía pasar a quienes vivían. Yo solo resistía. Recuerdo cuánto intentaba recuperarme del infierno vivido. No sé de dónde saqué la fuerza interna para hacerlo.

 

 

Muchos años después, rememoro esos días muy pocas veces. Como si hubieran sido una pesadilla. Como si, en realidad, no los hubiera vivido. A veces me pregunto si todo ocurrió como lo recuerdo. Si mi amado estuvo, o si fue parte de un sueño, de una sombra que me atravesó y se fue. Me siento una sobreviviente. O tal vez solo alguien que aprendió a narrarse para no desaparecer.


Diana Durán, 8 de julio de 2025

 

UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

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