QUIERO TODO

 


QUIERO TODO

Josefina estaba obsesionada por comprar y comprar. Le gustaba especialmente decorar el departamento donde residía con su esposo e hijo. Su última adquisición había sido un conjunto de tres elefantitos de madera de sándalo que completarían el estante donde se situaba la emperatriz de marfil entre dos estatuillas de piedra dura, un buda y un dragón. La disposición era estética, armoniosa y equilibrada. Josefina decía poseer algún antepasado coleccionista ya que, a diferencia de ella, su mamá había sido sumamente sobria, tal es así que en el living materno solo se destacaban un antiguo reloj de madera y dos piezas de cristal de Bacará, una bermellón y otra azul que con el tiempo formaron parte del acervo de su hija. En cambio, Josefina seguía acomodando objetos en la vitrina de marco dorado a la hoja, tallado y repujado con un espejo en la parte trasera y laterales de terciopelo bordó. Siempre había querido tener una así y finalmente la consiguió en el remate que hizo una amiga al mudarse a un departamento más chico. Fue una bicoca el precio, pensó Josefina, pero le pidió a la amiga pagarlo en dos o tres meses, que finalmente se convirtieron en seis.

Cuando era una niña Josefina iba con sus padres a la residencia de la tía Eugenia donde se detenía maravillada frente a dos esculturas chinas colocadas sobre pedestales de mármol de Carrara en la entrada pasando la puerta cancel. Luego se quedaba extasiada frente a un cristalero de pie donde lucían los juegos de comedor de porcelana en miniatura; docenas de copas de cristal de múltiples colores; estatuillas de pájaros, leones, tortugas y demás animalejos en cuarzo blanco, pasta blanda y hueso; entre otros múltiples adornos. Las paredes estaban totalmente cubiertas de platos ingleses de cacería y franceses de doncellas y flores. En el gran comedor separado del living había una mesa de roble tallada para veinte personas y en la pared, un estante de madera que rodeaba todo el ambiente situado a gran altura repleto de jarrones de porcelana. Josefina los miraba con admiración mientras transcurría el almuerzo dominical. Había observado con tanto detalle esa residencia fabulosa que cuando se casó la usó como modelo para decorar la suya. Pero claro, sus tíos eran ricos, situación nada comparable con la suya, esposa de un visitante médico de relativa capacidad económica. Igualmente, ella pensaba que su departamento estaba muy bien engalanado y le gustaba hacer reuniones en las que desplegaba la vajilla y la cristalería que le habían regalado para su casamiento a la que sumaba nuevas adquisiciones de fuentes, posa cubiertos y candelabros, entre otros enseres. Así se sentía feliz.

Usualmente salía con su vecina Sarita a pasear por la calle Cuenca. Siempre encontraban adornos para comprar. La amiga, esposa de un comerciante de muy buen pasar no tenía problemas de dinero. En cambio, Josefina engañaba a su esposo con las compras pues extraía los fondos de las cuentas e impuestos a pagar que él le encargaba. No tenía ningún remordimiento por esas trampas, sino que disfrutaba de sus adquisiciones. Se tiraba en el sofá y miraba en detalle cada objeto nuevo pensando donde ubicarlo o cuál de ellos reemplazar. En varias ocasiones habían quedado cuentas impagas, pero la mujer no cesaba de mentir a su marido en un ajedrez delirante de préstamos y ahorros para poder pagarlos. Pensaba que ella podía hacer lo mismo que Sarita. Tenía la rara cualidad de ubicar sus novedades sin que fueran muy notorias o esconderlas e ir cambiándolas por otras que ya se había cansado de ver a sabiendas de que ni su esposo ni su hijo repararían en sus acciones. Este último, sin embargo, ya le había dicho que su casa parecía un museo, pero ella ni se inmutaba. Continuaba pensando en más tesoros que obtener.

Lo que más anhelaba era una porcelana de Lladró. Había visto una estatuilla de una mujer con un cántaro en la galería Santa Fe. Quedó extasiada, pero era imposible acceder a la compra. Obnubilada había entrado al negocio dejando una seña que nunca recuperó. El sueño de Josefina era ir a Europa y además de visitar París, Londres y Roma, comprar unas piezas de Sevres y Limoge con sello, auténticas, aunque sabía que en Bavaria estaban las mejores, por lo que también quería viajar a Alemania. Hasta soñaba con traerse algún plato alusivo a la reina Isabel del palacio de Windsor.

El anhelo y la acción de adquirir objetos a partir de los ingresos de su esposo no tenían límites. Llegó un momento en que el síndrome de la compra compulsiva abarcó no solo adornos sino también ropa, maquillaje, libros de colección y cualquier otro elemento atractivo para su insaciable ansiedad consumidora.

Todos los objetos se iban acumulando en el departamento y Josefina llegó a padecer de irritabilidad cuando no podía salir de compras y, a su vez, tenía que canjear pagos imprescindibles como la luz, el gas o el teléfono por elementos que se acumulaban en los placares sin ton ni son. Ello implicaba nuevos préstamos y prestamistas.

Cuando conoció la existencia de Mercado Libre, Josefina ya no tuvo límites. Se pasaba horas revisando múltiples publicidades. No paraba de conseguir chucherías a bajo costo sin ni siquiera salir de su casa. Con solo poner el rubro deseado en la lupa de la página, elegía y llenaba el carrito virtual con todo tipo de trastos inservibles que cargaba a las extensiones de las tarjetas que le había proporcionado su esposo hacía unos años.

Josefina alcanzó el máximo desequilibrio cuando ocultó la compra de una mesa para veinte personas como la de la casa de su tía rica. El día en que se la trajeron estaban su esposo y su hijo. Los repartidores no tenían donde disponerla por lo que fue devuelta inmediatamente. Josefina quedó en estado de estupor cuando su marido le canceló todas las tarjetas y se fue de la casa con su hijo dejándola en medio de un mar de porcelanas y adornos inservibles.


© Diana Durán, 7 de noviembre de 2022

 

SEGUNDO LIBRO DE CUENTOS TERRITORIALES

 




En poco tiempo presentaremos el segundo libro de ficción titulado: " Mujer en las yungas y otros cuentos territoriales". 

El prólogo fue escrito por Yima Santa Cruz.

Esta vez los cuentos se reunieron en los siguientes capítulos:

- Estampas territoriales

- Urbanos y suburbanos

- Impresiones vitales

- La guerra


Estos son los cuentos:


Estampas territoriales

El otro país

Un relato pampeano. Sequías e inundaciones.

Senderos quebrados


Soledades patagónicas


Amores de frontera

Espejos de agua

Un camino hacia la libertad en la Quebrada de Humahuaca

Mujer en las yungas

Tras la mesa de un café

El puma y los niños

Encuentro en el Delta

Crónica de un secuestro

 

Urbanos y suburbanos

Miedo en Mataderos

Dos niños en la Isla Maciel

La Reja

Contrastes vitales


De Buenos Aires a Yokohama


Enfermo de virtualidad

Distancia en el encuentro

Reflexiones de una madre pobre


Impresiones vitales

Infancia compartida

La abuela Francisca

El abuelo griego


Juego de niños

La espera

Fin de siglo


Misterio fotográfico


Secretos indeseados

Reloj testigo

Espejismos


Madre e hija


Amigos siempre


Noches blancas


Noche helada


Viaje al futuro


La pelota y yo

 

La guerra

Dimitri, el griego

Ucrania. La decisión de Kalina

Kalina y el niño de la guerra


El libro también será publicado vía la publicación de Profes Geo Revista ProfesGeo en el mes de febrero de 2023.


Espero les guste, Diana Durán

                  





CRÓNICA DE UN SECUESTRO

 




Río Segundo en Anisacate. Córdoba.

Crónica de un secuestro

Es mi otro yo, es mi luz, si la pierdo me muero. Puede estar en cualquier lado, en un motel, en una hostería, en una casa, en el fondo de un depósito. Mi niña en la oscuridad absoluta. Oculta, secuestrada, lastimada, herida, muerta sin que alguien la haya visto. Es mi culpa por no buscarla bien. Una semana de incertidumbre. Tengo que seguir indagando.

La primera pista fue en Anisacate cuando la vieron cruzar el puente del río Segundo y después haciendo dedo camino a Alta Gracia. Allí se perdió el rastro. Nadie más la vio. Desde que Martina desapareció el 20 de octubre del 2018 su madre no cesaba de buscarla. Había denunciado el hecho a la policía, pero desconfiaba de la justicia, la política y las fuerzas del orden frente a cualquier acontecimiento vinculado con la violencia, de todo tipo, pero en especial, de género. Sabía que pocos casos terminaban bien. Había participado en marchas como la de “Ni una menos” en Córdoba. No era especialmente feminista, pero su condición de madre soltera la impulsaba a manifestarse. La abrumaban las cifras de femicidios. Pero en este caso la horrorizaba, no se trataría de un dato más, sería su hija. Arrancó de su mente tamaña idea y se dispuso a la acción.

Julia había trabajado duro desde que tuvo a Martina a los veinte años. Ya habían pasado otros veinte. No había vuelto a ver al papá de la niña, alejado antes de que naciera. Un padre ausente que se había mudado quién sabe adónde. El sector turístico ofrecía buenos trabajos. Había sido camarera de hotel, moza, vendedora, los oficios más diversos hasta conseguir estabilizarse como administradora de varias cabañas en el valle de Calamuchita. Se sentía satisfecha con sus logros. El sacrificio le había permitido comprar una casa pequeña pero digna en la localidad de Anisacate. Allí residía con su hija, su mundo, con la que compartía la vida. No tenía una buena relación con sus padres que habitaban en Córdoba Capital. Pasado tanto tiempo aún la juzgaban por haber sido madre soltera. No le importaba, bastaba con Martina y sus amistades lugareñas.

Durante esos días sombríos Julia sufrió pensando que Martina era bonita, inocente y atractiva, bien podía ser una víctima. Presa fácil, concluyó, al salir de la subcomisaría local. Tan sólo por la edad deberían haberla buscado en el acto. Martina no tenía novio ni nadie que la acechara, razonaba Julia. Era una joven amante del arte, del teatro callejero, del stand up. Tocaba varios instrumentos musicales, contaba cuentos para grandes y chicos y bailaba muy bien cualquier ritmo. Había hecho el profesorado de educación inicial en Alta Gracia. Pero no quería enseñar a los pequeños. Tenía otras pretensiones. Martina actuaba en distintos pueblos turísticos de Córdoba. Casi siempre a la gorra, no había logrado un sueldo seguro, pero Julia confiaba en su futuro. Desde niña se había destacado por sus dotes de bailarina, lucía en los actos escolares y, después, en pequeños teatros y escenarios de la comarca. Su madre esperaba otra cosa de ella, una profesión segura, un trabajo formal, la docencia, por ejemplo, pero prefería no condicionarla. Sabía que Martina poco a poco se encausaría. Más aún, la acompañaba cuando podía dejar sus actividades en sus itinerarios artísticos por los valles de Punilla, Calamuchita y Traslasierra. Una pléyade de pequeñas localidades marcadas por el ritmo del turismo.

En los días subsiguientes a la desaparición, más allá de lo que hicieran las autoridades, Julia comenzó a recorrer con la ayuda de amigos y vecinos, las localidades más cercanas a Anisacate. Empezaron por Alta Gracia, distante a quince kilómetros; siguieron por Villa Serranita, a solo diez. Ampliaron la recorrida a la zona del dique Los Molinos, que quedaba cerca, pero era más difícil de abarcar. Esos lugares la desesperaban. Había miles de cabañas, hoteles, negocios de todo tipo diseminados en un amplio territorio. Una aguja en un pajar. Repartieron la fotografía de Martina por todos lados y también a través de las redes, pero sabían que la búsqueda podría resultar infinita. Otra opción era la capital de Córdoba que los abrumaba por su dimensión urbana. Julia se había comunicado para ampliar la pesquisa con mujeres militantes de toda la provincia que habían sufrido historias parecidas. Además, tenía que descubrir un móvil. ¿Quién querría llevarse a Martina?, ¿por qué razón?, ¿la habrían engañado?, ¿se habría ido por su propia decisión? Esto último estaba descartado porque la relación entre ambas era armoniosa.

El nefasto día en que su hija no volvió, Julia comenzó a contemplar la posibilidad de la trata, ya fuera para el trabajo forzado, delitos o lo que era peor, la explotación sexual. Razonaba que este tipo de crimen era predominante en las provincias norteñas y del litoral, pero en el fondo sabía que podía suceder en cualquier lugar del país. No quería imaginar una tragedia, pero tampoco podía evitar hacerlo.

Repasaba las fotografías que Martina había publicado en Facebook e Instagram vestida de payaso, odalisca o tanguera debidas a sus distintas actuaciones y pensaba con pavura que atrajeran a algún loco o pervertido. Había revisado uno por uno los perfiles de las amistades de su hija con el fin de encontrar alguna pista. Nada. También contemplaba su necesidad de trabajo formal lo que la podía haber llevado a engañarse con alguna falsa propuesta. Martina quería seguir estudiando el profesorado de danzas en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba. Tendría que residir en esa ciudad y contar con el dinero para hacerlo, aunque la joven no le había dicho nada sobre algún interés o decisión repentina de irse de Anisacate. En ese caso, ella la habría ayudado a orientar su destino. Martina lo sabía.

Pasaron tres meses y la desaparición de la joven había alcanzado dimensión nacional con todo lo que ello significaba. Entrevistas en los medios. Recorrida por juzgados. Cambios de abogados. La vida de Julia se había transformado en un tormento. No tenía otro objetivo que localizar a su hija.

Mamita, mamá, buscame por favor. No puede ser que no me encuentres. ¿Cómo no te conté que me estaba persiguiendo? Yo sé que no te imaginaste que se me acercaría, tampoco que me acosaba. No podías advertirlo.

Así rogaba Martina encerrada en un galpón de las afueras de Córdoba pensando en su mamá. Allí la encontraron sana y salva a través de una pista que brindó una vecina del lugar al reconocerla. Era el padre quien la había recluido y estaba a punto de venderla a una organización de trata de blancas. Un desgraciado, un monstruo. La crónica de un secuestro no anunciado que nadie y menos Julia, podía imaginar.


© Diana Durán, 31 de octubre de 2022

AL ACECHO

 


Delta del Paraná. Street View


Al acecho

 

Mara escuchó los ladridos del perro. Se asomó por la ventana e instantáneamente sintió miedo. Estaba sola en la quinta y atardecía. Sus padres se habían ido temprano de compras al Tigre. La lancha habitual no los abastecía de los materiales que requerían para resolver el tema de la filtración de los techos. Ya tendrían que haber vuelto. La muchacha pensó que, si fueran ellos, Igor hubiera ladrado distinto, con el entusiasmo de siempre. Pero esta vez sonaban gruñidos de alerta. No podían ser por su gata Zaira ni por cualquier otro animalito silvestre. En ese caso el ladrido lo hubiera delatado. Esta que escuchaba era una manifestación de peligro. Conocía bien los diferentes sonidos que emitía su querido perro. De allí su temor.

No distinguió nada, ningún movimiento, pero los ladridos continuaban cada vez más fuertes hasta que alcanzaron la dimensión de aullidos. El corazón le comenzó a latir fuerte y sintió que transpiraba frío. No sabía si esconderse o salir a ver qué le pasaba a Igor. Apagó las luces del comedor y se encerró en su habitación para tranquilizarse. No encendió el televisor, no quería que nadie supiera que estaba en su casa. Le quedaba el celular para comunicarse, pero la señal de Internet estaba muy baja. Siempre pasaba lo mismo a esta hora en las islas. Transcurridos diez minutos logró mandar un wsp a sus padres, pero no obtuvo respuesta. Maldijo la única rayita que indicaba que su mensaje no había salido, ergo tampoco leído. Finalmente, los ladridos se acallaron luego de los últimos que la habían aterrado. Pensó que algo le había sucedido a su perro. Tenía que ver qué había pasado. Por eso decidió salir.

Mara tomó coraje, agarró una pala de hierro que se usaba en la chimenea y se acercó a la puerta. Había pasado una hora entre el primer ladrido y el momento en que atravesó la entrada. Ya eran las siete de la tarde. Se habían encendido las luces del parque. Se asomó apenas por la mirilla y nada. No se veía nada. El perro había cesado de ladrar y tampoco se lo divisaba.

Estoy a la buena de dios, se dijo. Pensó que sus padres podrían haber sido ser atacados en el muelle por ladrones. Entonces no dudó, saldría para ayudarlos de la manera que fuera.

Apenas atravesó la puerta, escuchó maullidos suaves. No dudó en acercarse hacia los ligustros que rodeaban la casa. Allí estaba Igor tendido al lado de la gata Zaira que había tenido seis primorosos gatitos. Si serás escandaloso, Igor, dijo Mara, tranquilizándose. No pude ver el nacimiento de los gatitos con tus tremendos ladridos. Me asustaste mucho. Le extrañó la inmovilidad de su perro, pero se arrimó feliz a ver el tierno espectáculo. Fue entonces cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó desmayada.

 

REFLEXIONES DE UNA MADRE POBRE

 


Calle Bartolomé Mitre, Once. Street View.


Reflexiones de una madre pobre

 

Esta noche no sé qué les voy a dar de comer. Al mediodía se acabó el último paquete de fideos de la bolsa que recibo del movimiento. Estoy desesperada. Ya no puedo pedir más fiado en el almacén. No volví por la vergüenza de no poder pagar lo que debo. Mis padres están peor que yo. Con la mínima los dos, no me pueden ayudar, tapados de deudas. Me pregunto para qué se jubilaron, pero, aunque sea tienen para comer de la huerta y el gallinero. Extraño mis pagos. Mi Corrientes. Mi Empedrado. Mi yvy[1].

Los chicos me miran con ojos tristes porque saben lo que pasa. Esa pena me pide comida. A Romancito le di la teta hasta hace poco. Va a cumplir cuatro. Lo vengo engañando para que tenga algo en la pancita. Pero se da cuenta. Lo mismo pasa con Diego. A veces como cena les doy mate cocido con el pan de sobra que me regalan en la panadería de la vuelta. Hacemos cola para conseguirlo. Mi hijo mayor aguanta más porque tiene ocho, hasta se las arregla solo. Va al bar de la otra cuadra y pide, aunque sea una porción de pizza, a veces lo sacan cagando. No sé cómo pueden ser tan desgraciados. También pasa por el Mac Donald’s de Rivadavia y revisa las sobras, encuentra algunas papas o el resto de una hamburguesa. Lo que tiran. Después le duele la panza, muchas veces sufre por lo que come. Se le hincha el estómago y a mí me lastima como a él, pero es la tristeza que me duele.

En el colegio recibe el almuerzo, de lunes a viernes. El fin de semana es de terror. No me gusta mandarlo al colegio sin las fotocopias del libro y que se atrase porque no tengo plata. A veces tenemos que copiar del cuaderno de otro chico. Debo dos meses de alquiler. Si no consigo un trabajo mejor nos van a echar. Le dije a la asistente que con la asignación que tengo me alcanza para pagar el alquiler de este cuarto de pensión roñosa. Baño y cocina compartidos. Olor rancio. Se escuchan peleas. Mantengo limpio nuestro cuarto, aunque el resto sea un asco y las cucarachas entren por debajo de la puerta. Fue lo único que encontré. No me hallo en este barrio, me pongo triste cuando paso por Cromañón, pobres pibes. Pero está a un paso de la estación de Once cerca de todos lados. A veces voy al merendero de la otra cuadra. Se llama “Luz y Esperanza”, como si la hubiera. Es de la Rama Cartonera del movimiento Evita. Muchos van.

El padre, bien gracias, desaparecido en acción. Pensar que era buen hombre. Trabajador. Lo echaron de la curtiembre y empezó a tomar. Yo me fui con mis hijos de la casita donde vivíamos en Mataderos apenas se puso violento. Ya vi mucha violencia en mis pagos. No me iba a agarrar a mí, me la vi venir y al primer cachetazo me fui con los críos.

No me queda otra que ir a los cortes, aunque no soy piquetera. Ellas sí que se organizan, arman trueques y cocinan en los comedores. Algunas van contentas. A mí no me gusta porque tengo que llevar a Román a cuestas mientras Diego está en el colegio y después lo tengo que ir a buscar. La AUH me sirve solo para el alquiler de este cuarto. No quiero volver con mi marido. Ni sé en qué andará. Aquí por lo menos trabajo por hora. Junto mil, mil quinientos por día. No puedo laburar mucho porque me tengo que ocupar de mis hijos. No quiero que se queden solos porque me da miedo. ¿Y si se los llevan? Ha pasado.

Es domingo. Son las once de la mañana. A pesar del frío y la llovizna, hacemos fila en la puerta del comedor. Hoy hay guiso de lentejas. Al menos van a comer al mediodía. Después se verá.

Pienso en esta vida desgraciada, en morir. A veces imagino dejar a los chicos en algún lugar. Después miro esas caritas y me arrepiento. Me abrazo a ellos de noche y sueño con otra historia.

        Hoy me desperté con una idea. Regresar a donde nací, a la casa de mis padres, a mis pagos. Salir de esta mugre, de la tristeza, de la calle de Cromañón. Que mis hijos conozcan el verde y el cielo. Volver a los esteros claros, a las costas coloridas del río Paraná, a oler el aroma de los pinos y eucaliptos, a trabajar la tierra. No importa lo duro que sea. Se que allá también hay pobreza. Pero es distinto. Tengo que ahorrar para los pasajes. ¿Podré? Ahora tengo un sueño, una esperanza.


Allí va el futuro, emergiendo con muletas del exilio.



[1] Yvy: tierra en guaraní


© Diana Durán, 24 de octubre de 2022

LA PELOTA Y YO

 


Benja



La pelota y yo

Pienso. A los seis años ya se puede entrenar en el club. Los cumplo en julio. Mi mamá seguro me lleva. Tengo que pedirle. Por eso hago los deberes bien. Para que se acuerde y me anote en Rosario. Rosario es el más grande de Punta Alta. El mejor club para mí. Sporting también, pero me gusta más la camiseta de Rosario. Además, mi mamá es de Rosario y mi abuelo también.

Hoy empiezo. Volví del colegio y ya hice los deberes. Ahora, me toca ir al club. Me dijeron mis amigos de segundo que el profesor de la 2010 es lo más. Se juega por el año en que naciste. Se anotaron Milton, Bruno, León, Santi de mi escuela y no sé quiénes más. Ramiro, mi vecino de la cuadra, también. Vamos a ser un equipo tan bueno como Boca o como Argentina. Capaz puedo ganarme una copa.

Me doy cuenta de que me gusta más el fútbol que el colegio, pero no puedo dejar de ir porque sin colegio no hay fútbol, me dijo mamá.

El otro día mi mamá me quiso poner unos dibujitos para que me durmiera rápido a la noche. Daba vueltas y no me podía dormir. No me gustaban los dibujitos. Entonces cuando mamá se fue a la cama, cambié de canal y puse Sportcenter. Mi mamá me dijo que a veces hablo de noche dormido. Debe ser porque se me ocurre una jugada. Soy un campeón haciendo eso. Me gustaría ser periodista deportivo como mi mamá. Mi mamá es la mejor de todas las mamás porque nadie sabe de deportes como ella.

Me sigue gustando más el fútbol que el colegio, pero no se lo digo a mi mamá. A mi abuela tampoco porque ella me va a decir lo mismo. Sin colegio, no hay fútbol. Eso quiere decir que me tengo que sacar buenas notas.

Los viernes mi abuela me va a buscar al colegio para ir a su casa. Cuando llego almorzamos algo que me gusta. Siempre me hace cosas ricas, empanadas, milanesas, fideos con crema y mucho queso. Yo llego, me saco las zapas y voy a buscar pelotitas. Comemos y jugamos con esas pelotitas chiquitas de colores. Hay por todos lados, debajo de los sillones, detrás del escritorio, debajo de la mesa. Yo solo sé dónde están. Mi abuela se sienta en la silla y yo hago un arco que son las baldosas del horno y empezamos. La tiro y me la devuelve. La tiro y me la devuelve. Siempre le gano. Todas las veces juega conmigo. Mi abuela es una genia. También ella mira mis cuadernos, me felicita y repite: sin colegio no hay fútbol.

Hoy estoy muy enojado. La señorita dijo que no podíamos jugar más a la pelota en la escuela. Nos aburrimos sin fútbol en los recreos. Por eso inventamos “la pelota invisible” y jugamos igual. Hacemos las jugadas de los genios. Todos vimos videos de los mejores. Maradona, Messi, Ronaldo. Las imitamos sin pelota. Di María corre y corre, se la pasa a Lavezzi, él a Messi. La Pulga gambetea a todos y gooool de Argentina. Las maestras mucho no entienden lo que hacemos. Sin pelota igual se puede.

Tengo doce años y recuerdo lo que pensaba de chico. Ya estoy en sexto grado. Este año termino la primaria. Todavía no sé a qué colegio secundario iré. Creo que al Nacio como muchos compañeros. Me sigue gustando el fútbol. Ahora voy solo en bici a los entrenamientos, no me pierdo ninguno, y me quedo a ver a los grandes. Este año hice varios goles, pero un golazo se lo dediqué a mi mamá como hacen los jugadores de primera y alguien lo filmó. Ahora lo tengo de recuerdo para siempre. También me tomó la abuela cuando entré con la bandera de la provincia de Buenos Aires en el acto de San Martín. Me puse muy orgulloso y me acordé del dicho “sin colegio no hay fútbol”.

Diana Durán, 22 de octubre de 2022

DIMITRI, EL GRIEGO

 


Isla de Lemnos. Grecia


Dimitri, el griego

En memoria de mi abuelo, John Papadópulos

 

Dimitri no quería ir a la guerra. No deseaba abandonar a su mamá Delfina. Tampoco a sus hermanos. Bastante habían sufrido cuatro años atrás con la muerte súbita de su padre cuando acarreaba el arado entre los surcos áridos del suelo rocoso. No quería partir de su patria. Tenía solo diecisiete años y miedo, mucho miedo. Quizás fuera a la retaguardia, no lo sabía, pero sí que era demasiado joven para morir. No podía dormir, se despertaba sobresaltado antes de que saliera el sol imaginando empuñar un rifle.

La carta podía llegar en cualquier momento, como les había ocurrido a otros jóvenes. Grecia sufría un bloqueo. En el pueblo se hablaba de la Triple Entente, pero él no sabía qué era. Pertenecía a una familia de granjeros que ignoraba las guerras. La vida transcurría según los ritmos de la naturaleza. En función del día y la noche pues carecían de luz. Las lluvias invernales y la sequía estival guiaban siembras y cosechas. Como todos en el pueblo, estaban a favor del rey Constantino, pero se decía que lo iban a destituir.

Corría el año 1917 y vivían en la isla de Lemnos, en el norte del azul y transparente Egeo. Amaban ese mar límpido que rodeaba su Oikos. Dimitri pensaba que ante su ausencia la mamá tendría que hilar la seda, esquilar las ovejas y cosechar las mieses para hacer el pan. Ya no la podría ayudar. La venta de aceitunas no alcanzaba para nada. En el hinterland de Mirina, capital de Lemnos, la mayoría eran pobres y los granjeros aún más. Desde que había muerto el padre, Delfina se esforzaba en mantener a sus hijos a través de la subsistencia agraria. Los más chicos estaban en la primaria. No podían ir a la guerra. En cambio, él sí. No le quedaba más remedio. Cuando le llegó la carta partió sin protestar.

Estuvo sólo dos meses en la retaguardia. Francia, el Reino Unido y los aliados vencieron con la entrada de Estados Unidos. Dimitri aprendió a cargar un rifle, también vio escenas horribles, los heridos, los muertos, además de vivir el terror de que lo mandaran al frente en cualquier momento. Cuando la guerra terminó lo enviaron a Constantinopla. Allí quedó al cuidado de su tío Taso. No podía regresar a su tierra por falta de dinero. Su tío era un buen hombre, pero no lo mantendría. Grecia había quedado devastada. Taso le indicó a Dimitri que debía tomar un barco para encontrar trabajo en el extranjero. Muchos jóvenes griegos se estaban yendo a Estados Unidos. Desde allí enviaban dinero a sus familias. No quedaba otro camino que emigrar. A pesar de todos los males, Dimitri con sus dieciocho años estaba seguro de que haría fortuna y volvería a ver a su mamá y a sus hermanos. Estaba triste pero no tanto como cuando se había ido a la guerra. Ahora no tenía miedo de morir. 

Hizo una larga cola para subir a un barco llamado Sienna junto a otros jóvenes griegos y turcos. Fue anotado con el nombre Demetris, aunque se llamaba Dimitri y registrado como obrero, si bien había sido soldado. Reinaba la confusión. Le dijeron que viajarían al puerto de Génova y desde allí a Estados Unidos. Supuso que a Nueva York. Según sus conocimientos era la ciudad más importante del mundo después de Londres. Le hubiera gustado ir a Londres. Sin embargo, también supo que en América había más trabajo que en Europa luego de la Primera Guerra Mundial. Le informaron que iban a tardar cincuenta días. Demasiados para cruzar el Atlántico Norte. No entendía por qué tanto tiempo de viaje. Lo único que sabía con seguridad era que quería trabajar para que su familia viviera mejor después de la miseria atravesada durante la guerra. No podía olvidar que sus hermanos habían comido algunos terrones de azúcar como única golosina, según le había relatado su madre por carta.  

El tío Taso le había conseguido un pasaporte otomano en Constantinopla. Desde allí había viajado a Atenas. Pero el destino de Dimitri no fue Estados Unidos, sino que finalmente recaló en la Argentina. Supo el rumbo durante el viaje. No tenía la menor idea sobre ese país tan remoto y desconocido del extremo sur de América cuyo nombre le costaba pronunciar. Más lejos imposible. ¡Adiós, querida mamá!, ¡adiós patria! pensó para sí cuando el barco se alejaba del puerto mientras se prometía regresar algún día. El único tesoro que llevaba era una biblia griega que había heredado de su papá, que además de agricultor había sido pastor ortodoxo y le había enseñado el Antiguo y Nuevo Testamento. Había aprendido de memoria muchos salmos que lo guiaban.

Pasaron cinco años. A Dimitri le agradó Buenos Aires si bien recordaba con emoción su nativa Lemnos. Vivía en una pensión barata que quedaba cerca de los bosques de Palermo y ganaba un magro sueldo cosiendo para un peletero griego. El Río de la Plata no era el Mediterráneo. Sus aguas rojizas y turbias no tenían comparación con las cristalinas de su mar, donde había nadado y pescado.

A pesar de las dificultades aprendió bastante rápido el español y su escritura. La educación básica griega le había servido con creces. Lo primero que hizo cuando le sobraron unos pesos fue comprarse un saco azul y un sombrero. Un domingo paseaba por el Rosedal cuando conoció a la joven Aída con quien al poco tiempo se puso de novio. Dimitri ascendió en la escala social por recomendación del hermano de su prometida, quien lo hizo ingresar al Banco Hipotecario. Eso sí, nunca dejó de sumar, restar, multiplicar y dividir en griego. Nadie se daba cuenta porque lo hacía mentalmente.

Todos los meses mientras su madre vivía, Dimitri le enviaba dinero junto a una carta en la que le contaba su vida y recibía de vuelta misivas en la que ella le escribía sobre sus hermanos, la seda, las ovejas y los olivares. No hizo gran fortuna, tampoco volvió a Lemnos, pero jamás dejó de cumplir su promesa.

 

Oikos, en griego antiguo se escribe οκος (oíkos), significa casa

© Diana Durán, 20 de octubre de 2022


DISTANCIA EN EL ENCUENTRO

 


Monte Hermoso. Street View

DISTANCIA EN EL ENCUENTRO  

La distancia era un obstáculo insalvable para el amor, aún en tiempos de virtualidad. Demasiada travesía para el encuentro, kilométrica, tan vasta… Línea meridiana que unía Monte Hermoso, la ciudad de él, con Recoleta, el barrio capitalino de ella.

Luciano era habitante de la pequeña villa turística, acostumbrado al mar, a la pesca, a andar en bicicleta por caminos rurales, a la tranquilidad. Había nacido entre los olivares de Coronel Dorrego y muy joven se había trasladado a Monte. Veinticinco años en el mismo trabajo. Rutinario como era, le gustaba estar tranquilo en su casa, leer un buen libro o ver una película clásica. Cuando llegaba la época veraniega se ocultaba y salía sólo para hacer compras o caminar en zonas alejadas de las muchedumbres turísticas. Tenía cincuenta años. Se había divorciado hacía cinco y no había vuelto a tener pareja. Sus dos hijos varones residían afuera del país. Se sentía tranquilo, aunque una buena mujer, pensaba, sería agradable compañía y ayuda doméstica. Sobre todo, esto último. La concebía como una aliada en el hogar. La candidata debía reunir muchas condiciones, pero por sobre todo ser perfecta ama de casa.

Ema vivía en la gran ciudad, porteña a rabiar. Le gustaba el ruido, las luces, el centro, los negocios, los cafés, encontrarse con amigos, salir al cine y al teatro. Para mantenerse tenía que trabajar mucho en la empresa donde se desempeñaba, pero no le importaba. Apuntaba a pasarla bien sin ataduras. Había preferido la soltería con el fin de tener una vida libre e independiente. Con treinta y nueve años no buscaba una pareja estable. Tampoco tener hijos que limitaran sus deseos de viajar y disfrutar. Como otras mujeres, había congelado óvulos por si decidía ser madre. Rara avis entre sus amigas cuarentonas todavía casamenteras. No se imaginaba limitada por un hombre celoso o dependiente. Vivía más afuera que adentro de su departamento que, sin embargo, mantenía como un espacio cálido y funcional.

Los años 2001 y 2002 fueron caóticos para el país: inflación, cacerolazos, saqueos, violencia en las calles, ollas populares, trueque, aumento de la pobreza, estallido social y represión. A pesar de la situación extrema, la gente continuaba encontrándose. Ema y Luciano lo habían hecho vía virtual. Sin demasiadas esperanzas. Solo para probar.


A él le atrajo su fotografía y descripción en la página de encuentros. Era una morocha interesante y atractiva. Sabía ocultar sus rasgos mundanos y mostraba una belleza peculiar, exótica, misteriosa. Él la contactó e iniciaron charlas extensas y seductoras vía chat. Cada uno ocultaba lo que podía desagradar al otro. Ambos sabían conquistar. Los diálogos fueron cada vez más asiduos hasta que él llegó a la inesperada conclusión de que quería conocerla personalmente. Ella aceptó ocultando su interés. Luciano tomó un vuelo a Buenos Aires y se encontraron en un café-librería de la Recoleta. Un entorno agradable, una burbuja en la ciudad acaparada por motoqueros, gente desesperada por recuperar sus ahorros, manteros vendedores de chucherías. Los bancos estaban cerrados, los ahorristas golpeaban las puertas. La violencia flotando en el aire. No era un buen momento. Sin embargo, ellos congeniaron. Tal vez por ser distintos. A pesar de las profundas diferencias, una tan mundana y algo frívola; el otro, tan sereno y hogareño. La atracción física fue instantánea como había sido en el mundo virtual. Se contaron sus vidas matizadas con mentiras piadosas, se engañaron mutuamente a sabiendas de que, en caso contrario, la relación no avanzaría. Humanas contradicciones.


Él regresó a Monte Hermoso muy atraído por Ema que lo había seducido, pero odiando Buenos Aires que mostraba la cara más nítida del contexto dramático argentino. Ella, a pesar de su habitual resistencia a una relación durable, comenzó a extrañarlo de manera poco común. Difícil convergencia la de ambos. Tan distintos e iguales.


Durante su regreso a Buenos Aires para verla, dos meses después, a Luciano lo seguía sorprendiendo su capacidad de haber conquistado a esa mujer porteña, peculiar para él. Especulaba que no era tan potente su enamoramiento como el de ella. Le había gustado, sí, pero tenía grandes reparos sobre su forma de ser. Detrás del encanto e incluso de la pasión, se había filtrado el arquetipo de la mujer citadina. Su intensidad en el hablar, su interés por lo mundano, su costumbre de andar de lugar en lugar con la excusa de mostrarle la ciudad. A pesar de todo habían disfrutado juntos la Boca, el Teatro Colón, el puerto de Frutos del Tigre, el catamarán por el río Luján, cine y pizzería en la calle Corrientes, café y espectáculo en el Tortoni. Pocos escenarios callejeros sin visitar.


La tercera vez que se encontraron fue en Monte Hermoso durante las vacaciones de invierno. Cómo se amaron. Caminaron abrazados contra el viento helado de la playa y admiraron el verde espejo de la laguna Sauce Grande. Un balneario amigable y el paisaje marino los acarició. Ella se sintió a gusto en su casa, cocinó para él, leyeron fragmentos de libros que elegía de su gran biblioteca, vieron cine clásico, hicieron largas caminatas de la mano por el parque soleado. En el hogar de Luciano intimaron mucho más que en Buenos Aires. Ella se sintió como nunca al lado de ese hombre. Lloró al despedirlo, en cada parada del micro lo llamaba. No quería volver a Buenos Aires. Él la consolaba cariñosamente, como un caballero, aunque no sabía a qué atenerse con ella. Tenía reparos sobre su verdadera identidad. De vuelta a su casa Ema parecía transformada. ¿Se había enamorado?

Siguieron escribiéndose y hablando por teléfono. Pasaron los últimos cuatro meses del año hasta que pudieron reencontrarse en un punto intermedio, Mar del Plata. Él debía volver enseguida a trabajar, ella también. Poco tiempo. Parecía que el puñado de historia en común no bastaba. Ella quería escuchar de nuevo su voz tan deseada, ver su mirada cálida y vespertina, yacer en sus brazos. Quería unirlo a su vida, pero le resultaba arduo reinventarse como él deseaba. Se había dado cuenta palmariamente cuál era su modelo de mujer y a contramano de la historia intentó contrariar el destino. No pudo. Él le manifestó los profundos reparos hacia sus costumbres tan intensas, tan urbanas. Ella le ratificó su independencia. Mar del Plata selló la última cita. Desde allí volvieron a sus distantes rutinas.

 

Ríos de amor, historias breves, obstinados encuentros. Tortuosos cursos de amores inolvidables, inevitables pérdidas. Quebradas nacientes, miradas cercanas, promesas de espera. Cascadas rebeldes los destinos disgregados en dos. ¿Hacia dónde los llevaron? Desembocaduras tristes.

© Diana Durán, 17 de octubre de 2022

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...