CRÓNICA DE VAPORES Y TRENES

 


La vieja casona de Goya, Corrientes hoy (Street view)

Crónica de vapores y trenes

 

Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos. Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas. Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de mis padres.

El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los abuelos.

Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá, tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar, pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los cítricos.

Lo cierto era que en Goya pasábamos los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe, entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña, gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones, muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.

Años después, ya en la adolescencia, los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó vendiéndose.

En 1990 se dispuso la racionalización de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían migrado a la gran ciudad.

Tampoco el barco de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más por el Paraná. Su historia siguió como hotel flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate. Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.

Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.   


© Diana Durán, 6 de marzo de 2023 

 

UN DÍA EN EL TERRAPLÉN SERRANO

 


El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View

Un día en el terraplén serrano

 

En Sierra de la Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades. En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los taludes subiendo y bajando.

Cuando la sequía arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante, en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.

En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos. Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.

El milano transcurría su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía insatisfecho.

Frente al eminente árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho", había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces ocupada.

Un año durante las Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba. El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se alimentaban por allí.

Don milano, en general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.

En el mismo entorno del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas, chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango. Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.

El domingo de Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña. Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas. Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.

Toda la familia buscó y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua, hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo: el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación y le mostró sus propios tesoros de chocolate.



Milano blanco. Fotografía Héctor Correa


(*) MILANO BLANCO  Elanus leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE

Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín. Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí. Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.

DESCRIPCIÓN

L: Macho: 35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de cobertura, con punta blanquecina.

 

COMPORTAMIENTO

Se lo ve asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura. Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas hacia abajo. Anda solitario o en pareja.

 Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)

© Diana Durán, 1 de marzo de 2023

ESO NO ERA TODO

 


Casita en El Frutillar. San Carlos de Bariloche. Street View.

ESO NO ERA TODO

Santiago Durán

 

El escenario: una tarde más de tantas de consultorio de Clínica Médica. En el listado de turnos no se destacaba su nombre, no me generaba nada distinto. Cuando lo recorrí, su apellido mapuche común para Bariloche pensé: ¡ah! Doña Lilien, seguro que viene a buscar la receta. Vino con su nieto de diez años.


Con puntualidad entró a mi consultorio saludándome como todos los descendientes de aborígenes con la mano extendida, fláccida, con su piel encallecida. Jamás intentan apretar la mano del profesional, quizás por respeto, quizás por aquella huella ancestral del poder chamánico. Vaya a saber.

 

─¿Las recetas doña Lilien?

 

─Si, mi doctorcito.

 

Tenía sesenta y dos años cronológicos y una década más de calidad de vida. Lo atestiguaba la piel de su rostro incendiada de teleangiectasias por la rudeza del clima local.  Sus dedos toscos, sus uñas engrosadas con suciedad noble, de nuestra tierra, no de mugre. Uno lo sabe. Un ojo blanco por una catarata traumática. Su cuerpo encogido e inclinado, marcha renga, deteriorada… Abrigada como una cebolla con varias camisetas y pullovers raídos por el tiempo. Medias de lana largas y un viejo calzado liviano inadecuado para el invierno patagónico. Tapado gris con el forro descosido.

 

Eso no era todo. Ya se iba cuando le pregunté por qué rengueaba. No la recordaba coja y en su historia clínica solo había datos de resfriados, sinusitis y más recientemente su hipertensión arterial.

 

─¿Qué le pasó en la pierna, doña?

 

─Ay, doctorcito, me pasó con un raigón que no vi por la nieve, pero me dijo el traumatólogo que solo son las carnes y que ya me va a pasar.

 

Raigón en la nieve, pensé y me fijé en su historia clínica. Vivía en un barrio muy alto al pie del Cerro Otto. El Frutillar.

 

─¿Qué andaba haciendo, Lilien’?

 

Con una sonrisa vergonzosa me confesó:

Estaba picando palos pa’ la salamandra. Nos cuesta encontrarlos allá arriba cuando nieva. Y na… iba con el nene y no vi el raigón. Caí con la pierna torcida. Tuvimos que bajar con mi nieto, pobrecito, con la leña.

 

El nene con su corta edad, que al revés de su abuela parecía de siete por la madurez y envergadura, ya llevaba vestigios de la rudeza invernal en su piel. Sus cachetes teñidos de púrpura para siempre. Pocos dientes en su diluida sonrisa. Averigüé luego que su madre lo había dejado con su abuela cuando decidió irse con un hombre de plata y nunca más se supo. El tipo era un viejo y no quería al nene. Su madre lo dejó pensando que algún peso le iba a pasar, pero nada. Allí vivían los dos en un ranchito en lo alto del Alto, ladera sur del Otto, con mucha sombra, frío, viento, lluvia y nieve durante varios meses al año. Allí estaban los dos, solos de toda soledad. Ninguno de sus seis hermanos mayores los ayudaba con el nene. Lilien era viuda de un alcohólico que murió de hipotermia o ahogado una vez que, tras una changa, el tinto barato le arruinó la subida nocturna al barrio y cayó inconsciente en una zanja helada.

 

Después supe, porque la vergüenza me apaleaba, porque quise saber más de mis pacientes, que desde el rancho hasta el bosquecito de lengas había unos 600 metros escarpados. Allí llegaban los dos para picar palos, que el nene arrastraba un trineo casero con los palos porque a su abuela el cuero no le dejaba tironear, iban al rancho y cuando la leña estaba húmeda no había forma de calentarse ni siquiera el cuerpo, ni la sopa o el guiso. Si había.

 

Luego de que se fueron pensé mucho. Los imaginé en el medio del silencio removiendo nieve, buscando palos. Asocié que doscientos metros más arriba chicos y jóvenes disfrutaban del esquí nórdico. Imaginé el dolor de cuerpo y alma que aquejaba a mi pobre paciente. La pobreza, soledad, hambre y frío son mucha cosa para esta gente tan vulnerable. También pensé que yo no hacía mucho por ellos. Hay que parir estos sinsabores profesionales, no inculparse y tratarlos con el respeto y la dignidad que merecen. Hay que mirarlos a los ojos. Hacerlos sentir que al menos en ese momento de la consulta, alguien se va a preocupar por ellos. Pero lo peor que de estos casos es que hay cientos de miles. Los médicos somos testigos del abandono social y protagonistas de la impotencia.

 

En el caso de mi paciente, eso no fue todo. Tiempo después en un diario local leí en la primera plana “Anciana y niño mueren calcinados en una casilla del Frutillar”. No quise leer más.  Estuve tentado, pensé, dudé casi desesperado. ¿Serían ellos? Hacía meses que ya no me visitaban. ¿Cambiaría confirmarlo?

 

San Lucas, médico de cuerpo y almas, sentía lo mismo que sus pacientes. Lejos del santo colega sufrí una tibia y triste melancolía por ambos. No me quemaba el cuerpo, me latía la rabia. ¿A quién acusar? Lo mastico aun en un vergonzoso silencio.

 

Ahora sé que, en cada consulta, cuando se escarba y despeja el sufrimiento de los pacientes, siempre hay más. Un adicional enmascarado que estamos obligados a sacar y a protagonizar con sentido profesional. Aunque nos duela. Siempre hay más.


© Santiago Durán, 17 de enero de 2023

 

LA MADRE, EL HIJO Y EL FÚTBOL

 


Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol

El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo. Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.

Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.

Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más residencial.

Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia. Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas, excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche, se abrazaba a su retoño y dormía con él.

Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar, rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.

A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano al corazón.

De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa. Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos intereses aggiornados con el correr de los años.

El primer partido oficial de Martín fue en una cancha polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz, iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su mamá.

Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol, mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero. Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.

Por esas épocas, el fútbol femenino se había afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.

Antonella había crecido también en un barrio tranquilo, entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba. Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente. Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado, ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus compañeros.

Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la cancha estudiando las jugadas de las mujeres.

Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles cambiaron y ella lo hizo con él.

La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño. Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron a la par.

Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores. 

Ya casado Martín concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una dupla indestructible que no relegará jamás.

 

 © Diana Durán, 15 de diciembre de 2022

UNA MUJER QUE TRABAJA Y ESTÁ SOLA

 


Graneros. Tucumán. Street View

Una mujer que trabaja y está sola

Palmira nunca deja de cumplir con su trabajo. No falta. Va con lluvia, viento o granizo; caminando, en bicicleta o colectivo. Siempre llega exactamente en el horario acordado, las ocho y treinta de la mañana. Es un reloj cotidiano.

Se despierta a las seis treinta para tomar unos mates con galletas y salir. Su vida es el afuera. La propia es permanecer sola de toda soledad. Los únicos gustos que se da en su casa son coser o ver un programa de televisión. Cose para la hija y los nietos que viven en otra ciudad, para algún vecino y para los fieles de la parroquia. Otros clientes ignotos son mencionados al pasar. De su casa solo sale para hacer las compras del día, a la mercería o a algún té o bingo de la iglesia. Luego trabaja y trabaja sin cesar.

Vino de Tucumán, vía Buenos Aires. Recuerda en ocasiones su infancia, no directamente, sino que, en alguna conversación cotidiana, alude a las tareas del campo y a la comida que le hacía su madre. De allí vienen seguramente esas empanadas riquísimas que sabe cocinar con perfecto repulgue. Debe haber residido en el campo cañero, porque su cuerpo está algo encorvado, quizás de tanto carpir, sembrar, cosechar y cuidar de los animales y la huerta. Pero no lo cuenta como anécdota, le sale al pasar como pinceladas de una historia personal ajena, como si no fuera de ella.

Palmira es pequeña, morocha, su pelo muy corto, su edad indescifrable. Cuando entra a la casa saluda y cuenta algunas novedades habituales de las personas con las que interactúa en otros lugares donde trabaja. Narra, refiere, relata, describe lo que vivencia en un continuum impreciso. Observa la vida de los otros. No se trata de chismes, simplemente de un relato persistente hasta que uno termina de desayunar entre medio del ruido del lavarropas, la radio y la organización de los cacharros de la limpieza. Cuenta cómo evoluciona el esguince del pequeño de la calle Dufour, qué enfermedad tiene el señor de las oficinas que limpia, cómo sigue de la operación la señora de Irigoyen. Los temas médicos dominan su narración. No la escucho mucho porque a esa hora intento despabilarme como puedo y el murmullo de su voz monótona termina por aturdirme. A la vida de su hija y nietos alude con menor frecuencia. No se sabe dónde nació, quién fue el padre. Cuál fue su trasiego entre Graneros y Tres Arroyos pasando por Buenos Aires. Es un misterio. No lo cuenta, no dice nada. Por respeto a su historia de migrante, callo.

Reflexiono. Se que tuvo otra historia. Una violenta. Lo presiento. Lo ausculto en su mirada triste. Lo advierto en sus silencios. Algo me dice que su parquedad, su soledad incluyen un drama, una vergüenza profunda, algo que no puede ni quiere expresar. Reflexiono. La miro. La sondeo. Entonces advierto a la mujer que sufrió lo indecible, que fue golpeada, maltratada y despreciada por un mal tipo. Se me ha puesto en la cabeza que es así. Su postura gacha, la preminencia de su vida exterior, su gesto perdido me lo anticipan. Ese es el secreto de Palmira. No hay duda. Y en él el de todas las mujeres que sufren violencia. Sin salida. Nada que las salve, excepto la consabida muerte que está al acecho. Palmira la espera agazapada en su sostenida soledad.


                                                     © Diana Durán, 6 de diciembre de 2022

ENGAÑO

 


Engaño

Caminó lentamente en el primer piso a través de pasillos oscuros franqueados por columnas inmensas que daban al vacío del patio interior. Subió las escaleras y pasó por un corredor sombrío que le daba la sensación de un agobio oprimente. Sabía que le esperaban momentos de tensión e incertidumbre. La solemne severidad del edificio de Tribunales la hacía sentir sola, minúscula y desamparada a pesar del ir y venir de personas que realizaban trámites.

Lo vio de lejos en las escalinatas y casi no lo reconoció. La cabeza gacha y el aspecto desmañado la sorprendieron. Vestía un traje marrón mostaza arrugado que le quedaba grande. Unos zapatos negros que de tan polvorientos parecían grises. El cabello grasoso se le abría en mechones sobre la frente. Parecía arrastrarse con un caminar lento y cansino. Como siempre había sido un tipo agradable y bien parecido, se dio cuenta de que estaba simulando.

Su exmarido siempre había cuidado meticulosamente su apariencia. La misma profesión se lo requería. En cambio, así trazado parecía un menesteroso, justo lo que quería figurar, pensó. Dar la visión de que era un pobre diablo frente al juez de menores con el propósito de reducir la cuota alimentaria. Ella se sintió una ilusa por haberse vestido para la ocasión con un trajecito azul y una camisa blanca. Quería ofrecer la impresión de lo que era: una mujer seria y una madre responsable. ¿A quién? ¿Al padre de sus hijos, al juez, a los abogados? ¡Qué ingenua!

Él vivía en un estudio coqueto de Vicente López. Ella con sus dos hijos en un minúsculo departamento alquilado del barrio de Congreso. La casa que antes habitaban se había dividido entre ambos y con ese dinero ella había sustentado su vida y la de sus hijos durante los años posteriores a la separación. El capital se le había escurrido como arena entre las manos. Lo que ganaba como secretaria ejecutiva no le servía ni para llegar a mitad de mes, mientras los aportes del padre de sus hijos se habían devaluado. Según la ley, los chicos debían mantener el mismo nivel de vida que antes del divorcio. Pero no era así. Apenas pagaba la prepaga, él le había pedido cambiarlos del colegio privado al público y se acordaba a las cansadas de la cuota del club. Ella había pasado de tener servicio doméstico a ocuparse de todas las tareas hogareñas. Cuando los precios se fueron a las nubes empezó a hacer comidas más económicas y ahorrar cada centavo para no verse en figurillas en el mantenimiento de su hogar. Él había dejado el trabajo del municipio donde ganaba muy bien como secretario de obras para que no le pudieran sacar ni un peso de sus ingresos informales. Ahora se dedicaba a la arquitectura por su cuenta y ella sabía por amistades comunes que le iba muy bien.

A dos años de un divorcio controvertido y seis de la separación no quedaba otra que asistir a la audiencia. Llegó al pasillo de la secretaria judicial en la que se encontró con su abogado, viejo amigo de la familia que no le cobraba un peso, pero tampoco era un estratega. Sin embargo, ella lo sabía una buena persona. Siempre le buscaba la mensualidad y se la llevaba a su casa para evitar encuentros enojosos. Luego su ex comenzó a depositársela y ya no lo veía periódicamente. Se anunciaron y sentaron en unos bancos del pasillo.

Entraron uno por vez al despacho del magistrado. Ninguno sabía lo que había dicho el otro, pero por el orden de entrada seguramente el abogado de ella había presentado el caso, solicitando la actualización de la cuota alimentaria frente a la crisis inflacionaria que vivía el país. En cambio, el de su exmarido le exhortaría al juez rebajar la mensualidad con el pretexto de que lo habían echado del trabajo y no podía afrontarla. Exactamente eso había hecho. Rata inmunda, pensó ella. No podía creer una bajeza tan ruin.

La situación durante la audiencia fue horrible para la mujer. Lo veía a él en la antesala del despacho del juez disfrazado de pobre, refregando sus manos, en una actitud que consideraba miserable. Ni siquiera la observaba, mientras ella insistía en prestarle atención para ver si le devolvía la mirada. Nada. Cuando le tocó el turno, entró al despacho del juez de menores que la trató de manera insolente ejerciendo violencia psicológica. Se sorprendió. Le vio cara conocida y pensó de dónde lo conocía. Dejó para más tarde esa indagación e irguiéndose por sobre el mal rato que estaba pasando se ocupó de explicarle con claridad su situación y la de sus hijos. Percibió una indecorosa actitud y hasta cierto encono que corroboró cuando en un momento la amenazó con quitarle la tenencia de sus hijos. No existía ninguna razón para hacerlo. Algo le advirtió sobre su vida amorosa, aludiendo a su indecencia, cuestión que ella no comprendió. Aunque estaba segura de que su pedido era justo, salió desorientada, afligida y, sobre todo, intimidada por ese hombre.

La audiencia resultó inútil. El juez amparó al exesposo y le otorgó el beneficio de la reducción de la cuota. Injusticia. Bajeza. Humillación. Se sintió muy estafada. Su abogado la consoló como pudo.

Mientras salía del Palacio de Justicia con lágrimas en los ojos recordó repentinamente de dónde conocía al juez actuante. Era muy amigo del abogado de su exmarido. Lo había visto en varios beneficios y cócteles a los que había concurrido con él. Eran otros ámbitos, superfluos y acomodados. Por eso no lo había conocido. Rememoró que se trataba de un hombre fino y atento. Un señor, un padre de familia. Había caído en la emboscada. No había advertido que su exmarido conocía al juez. Tampoco previó semejante acuerdo tramposo.

Reflexionó dos minutos mientras caminaba por Talcahuano. Pegó media vuelta e ingresó nuevamente a Tribunales. Subió corriendo entre esas columnas y estatuas lúgubres que no olvidaría jamás. Ingresó a la oficina del juez cuando él salía. Lo llamó por nombre y apellido, le dijo todo lo que pensaba, cómo la habían engañado, lo injusto de su decisión. Además, le advirtió que realizaría una demanda por violencia de género y se dio el gusto de insultarlo. El hombre quedó alelado y no atinó a nada mientras ella se iba con una leve sonrisa en su cara.


   © Diana Durán, 28 de noviembre de 2022

 

GESTOS

 




Gestos

La vida comprende un devenir de cosas perdidas: paraguas, anteojos, biromes, llaves, dinero, celulares, documentos, forman parte de la serie de elementos que se ocultan como por arte de magia sin que tengamos la más mínima idea de donde los dejamos. Si es adentro de la casa giramos sin ton ni son por los lugares recorridos hasta que aparecen en el menos imaginado. Si es afuera, la cuestión es más compleja porque debemos desandar los itinerarios, volver a negocios, caminar por calles ida y vuelta o esperar que algún buen samaritano en posesión de la pérdida se comunique. Entonces es la suerte y no la razón la diosa a la que invocamos.

Delia salió con su nieto a comprar un disfraz para el viaje de egresados de la escuela primaria. Ahora estos chicos hacen fiestas y excursiones a fin de ciclo, en mi época ni a la esquina íbamos, dijo la abuela. Entraron a un gran comercio y consultaron. La vendedora les contestó con pocas ganas. Los trajes que tenemos son más pequeños que los que necesita el chico, se los llevaron todos para Halloween. Decidieron buscar otras opciones entre el bullicio de la gente que llenaba el negocio. Una alternativa podía ser la combinación de máscaras y accesorios. Era sábado y quedaba poco tiempo para la partida de Lautaro, el domingo a la noche. Con meticulosidad revisaron y probaron caretas de zombis, payasos, monstruos, superhéroes y sus accesorios, anteojos, espadas, bastones, antifaces, además múltiples pelucas coloridas. Era un verdadero jolgorio para ellos. El niño se ponía y sacaba los distintos conjuntos y se reía con su abuela de cada uno.  

El negocio estaba lleno. Se acercaba el Mundial de Fútbol de Qatar y la gente no paraba de comprar banderas, sombreros, vuvuzelas, cintas, vinchas y todo tipo de conjuntos en blanco y celeste. Abuela y nieto, en cambio, a contramarcha de la mayoría, se dedicaron durante una hora a combinar opciones de atuendo para la fiesta de disfraces. Finalmente se decidieron por uno muy original: una máscara de gallo con cara de villano, una amplia capa roja y un tridente, como si fuera un animal diabólico, del que se rieron mucho inventando pequeñas fábulas. También lo bautizaron gallo Crestón. Ellos disfrutaban siempre de sus salidas, aunque fuera a la vuelta de la esquina.

Ya en la caja y con cara adusta la empleada le advirtió a Delia que debía pagar en efectivo porque no andaba el postnet. Entonces la abuela corrió a sacar dinero del cajero automático. Lauti se quedó en un pasillo con la posible compra. Tenían temor de que se la hicieran devolver. El banco quedaba enfrente. Por fin pudieron finalizar el trámite de la compra y partieron raudamente a la casa del niño, donde junto a su madre continuaron las risas cuando Lauti se probó el disfraz y cantó como un gallo.

Mientras tomaban unos mates satisfechos de la compra, Delia advirtió el mensaje de una desconocida en el Facebook de su celular. Una tal Andrea había encontrado su tarjeta de débito en el cajero y preguntaba si era ella quien la había perdido. La abuela buscó en su billetera y cayó en cuenta de que no la tenía, evidentemente la había dejado en el banco. Rápidamente le respondió para preguntar si la podía recuperar. La joven dijo que estaba en un negocio y al notar que era cercano Delia partió en el auto junto a su nieto para recobrar la tarjeta, mientras él cantaba con ritmo futbolero, ¡más gente como Andrea, se necesitan muchas Andreas en este mundo!

Llegaron al lugar del encuentro, una gran tienda típica de ciudad pequeña. No hallaba a la mujer por ningún lado. Delia recorrió los sectores de ropa de niños, de mujer, deportiva, de manteles y toallas. Nada... A medida que circulaba por los pasillos se inquietaba más. No podía perder su tarjeta de cobro de la jubilación. Mientras transpiraba se reprochaba el descuido. A pesar de su grado de concentración en ciertos temas, con las cosas más básicas era un desastre. Siguió la búsqueda con gran inquietud. Miraba el celular para ver si había alguna novedad, pero nada, estaba mudo, ningún mensaje en el Messenger. La benefactora se había esfumado. Concurrió a la entrada del local y pidió al encargado si podía solicitar la presencia de Andrea en la zona de cajas. El hombre se disculpó, no tenían megáfono ni andaban los micrófonos. Mareada por la circulación en el negocio, Delia se dio cuenta que había perdido de vista a Lauti. Se desesperó. No podía ser que estuviera tan confundida. Entonces volvió a la entrada. Allí estaba la famosa Andrea, una muchacha amable y solidaria, conversando animadamente con su nieto como si tal cosa. Después de múltiples saludos y agradecimientos, Delia y Lautaro partieron nuevamente con tarjeta en mano. Esa tarde la mujer agotada durmió una siesta de las que consideraba catamarqueñas y soñó que un gallo siniestro la perseguía por un laberinto sin fin.

  © Diana Durán, 21 de noviembre de 2022

UN DÍA EN EL JARDÍN

 


UN DÍA EN EL JARDÍN

    Salió al jardín y se acomodó en el sillón de mimbre como todos los días soleados. Lo recorrió con sus ojos cansados pero serenos. Grises eran, tan grises como su cabellera bien cuidada, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tenía noventa y tres años. Solo contaba con la descendencia. No había quedado nadie mayor que ella, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Solo algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no podía contactar. Incluso había olvidado sus nombres.

    Miró a su alrededor nuevamente. Notó que habían crecido dos rosas más. Observó el nido de la paloma en el pino, se veía completo de ramitas y plumas, hasta pudo imaginar que adentro había huevos. Vio muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y advirtió que no había nubes en el cielo. Sintió el calor del sol y el aire fresco. Se incorporó a duras penas y apoyada en su bastón dio una vuelta al jardín. Se acercaba la hora de la merienda y como siempre la iban a venir a buscar para ir al comedor. No deseaba encerrarse, pero así era el ritmo de sus días.

    Volvió al sillón y se acomodó. Cerró los ojos y comenzó a recordar el nacimiento de sus hijos y nietos, cuando su padre la llevaba a la escuela, el día que se casó con su amado, la tristeza de cuando falleció. Todo pasó por su mente en un instante. Así acostumbraba a hacerlo. Vivía de los recuerdos. No le dolían. Todo lo contrario, era su manera de sentirse viva al recordar que había tenido una vida feliz, que su historia había sido grata como siempre contaba.

    Giró su cabeza hacia donde estaba la casa, observó las paredes de ladrillo a la vista, la ventana de madera y las cortinas rosas. Sintió que desconocía el lugar, tampoco le gustaba, pero no se preocupó, sabía que la vendrían a buscar en un rato. No podía calcular el tiempo. Hacía mucho que había dejado de hacerlo.  

    Miró hacia la calle y esperó que cruzaran unos autos o alguna persona. A las cansadas pasó un taxi. Se preguntó quién iría y hacia dónde. Observó a una madre con sus dos hijos pequeños caminando rápido. Tenían delantales blancos. Recordó que ella también había llevado a sus hijos al colegio. Hacía mucho que no los veía. ¿Cuántos meses? No lo recordaba. Igualmente, no podía contarlos, había perdido la noción del tiempo. Tampoco sus nietos, siempre tan ocupados, le habían dicho.   

    Le gustaba estar en el jardín, no así adentro. Esa mañana le había costado levantarse como todas las mañanas, pero ahora estaba en el único lugar en el que deseaba estar. Se incorporó un poco, pero se sintió cansada y volvió a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrían a buscar en cinco minutos, pensó, como siempre, pero no sabía cuánto eran cinco minutos.

    Entrecerró los ojos y dormitó arrullada por el calor del sol. Así se quedó dormida. No volvió a despertar, la encontraron tranquila en el mismo sillón donde casi todas las tardes cuando podía salía a disfrutar del sol.

 © Diana Durán, 19 de noviembre de 2022

ENCUENTRO EN PEHUEN CO

 


Atardecer en Pehuen Co


Encuentro en Pehuen Co

El mejor momento del día era cuando atravesaba el médano y divisaba el mar. Caminaba con los pies descalzos sobre la arena fría y mojada y jugaba con la espuma del oleaje divagante. Solo la acompañaban unas gaviotas a pocos metros y el poderoso ruido marino. Aspiraba profundamente el aire salino y la envolvía una genuina sensación de plenitud y placer, en estrecha comunión con el entorno.

Sofía había decidido vivir en Pehuen Co, un balneario de la costa atlántica de Buenos Aires. La habían aceptado como profesora en la única escuela secundaria. Era el trabajo ideal para quien quisiera aislarse de la vida ajetreada de Bahía Blanca y, fundamentalmente, de su reciente divorcio. Había decidido alejarse de la gran ciudad y del ambiente docente en el que su exmarido también actuaba, además ganaría bastante más dado el carácter rural de la localidad. Al fin estaría libre de ataduras, luego de diez años de un matrimonio aburrido, desapasionado y anodino. Estaba a sólo setenta kilómetros de Bahía por si quería hacer alguna compra especial, visitar a la familia y los amigos, o acceder a un servicio médico y a trámites complejos. Por la división de bienes, Sofía se había quedado con el auto mediano y la cabaña de veraneo que la pareja había comprado años atrás. La joven pensaba que para recuperarse lo mejor era estar lejos y empezar de cero. Con treinta años no sabía qué le depararía el destino, pero sí que no quería tener una nueva relación. Había una distancia sideral entre el trasiego de profesor taxi de escuela en escuela al transcurrir tranquilo y solitario en la idílica villa balnearia. Todo estaba a un paso en el nuevo lugar. Había transformado la cabaña en una residencia bien acondicionada para vivir con unos pocos muebles vintage de colores pasteles y un gran sillón de mimbre con almohadones estampados, cortinas en bandas verticales black out, algunos libros elegidos y un cuadro tríptico con figuras de mujeres estilizadas. Todo distribuido con gran sencillez lo que le daba a la casa una atmósfera cálida y encantadora. Ahora podría cuidar bien de jardín de agapantos azules, margaritas blancas y amarillas y madreselvas perfumadas cubriendo los muros. Contemplaba los dos pinos a ambos lados de la tranquera y los álamos vigilantes al costado del terreno junto a los aromos amarillos en primavera. Ascendiendo el médano que limitaba su casa en la parte posterior, tres cipreses añejos proveían la sombra ideal para los ardientes veranos. Planificaba revivir su pequeña huerta de hortalizas y aromáticas y plantar algunos frutales. Plenitud completa.

Sofía reinició su vida en Pehuen Co feliz, acomodando su casa y acostumbrándose al ritmo cansino de la vida lugareña. La acompañaba el intercambio con sus colegas que venían de Punta Alta en una combi, para volver al terminar la jornada escolar. Conversaba con algunos vecinos, en general comerciantes que la proveían de los víveres cotidianos. No había mucha gente de residencia permanente, venían en general los fines de semana o en las vacaciones. Disfrutaba su soledad. Se sentía dichosa con sus caminatas sin rumbo por la ribera y el bosque que rodeaba la villa. Era una enamorada del mar, pacífico o bravío, de las nubes cambiantes en forma de penachos, estratos o cúmulos que le permitían imaginar figuras extrañas y sorprendentes. También amaba las puestas de sol tan particulares de Pehuen Co donde el astro salía y se ponía en el mar formando un arco singular de amaneceres y atardeceres únicos. Una bola de fuego alzándose y sumergiéndose lentamente en el horizonte oceánico. Deseaba contemplar el espectáculo una y mil veces. La joven nadaba como un pez desde la infancia, pero era prudente con los vaivenes marinos. Conocía el ritmo de las bajamares y pleamares como el de su corazón.

Todas las tardes, terminado el trabajo, Sofía caminaba a buen ritmo las siete cuadras de tierra que distaban entre la escuela y su casa. Cuando no tenía clases y los días se alargaban hacía otro itinerario que la llevaba por la angosta calle Las Gaviotas hasta Los Tamariscos subiendo y bajando los ondulantes médanos para luego alcanzar la avenida que daba al mar. Entonces corría feliz hasta la orilla. Allí se quedaba hasta el atardecer clasificando caracolas milenarias y rocas de erosionadas formas que coleccionaba luego de una refinada selección.   

Nunca pensó en un encuentro tan inesperado. Una tarde cálida de octubre hizo el recorrido hasta llegar a la bajada de Ameghino y comenzó su acostumbrado vagabundeo por la playa. El mar estaba calmo. Entonces distinguió la silueta de un hombre saliendo del agua con una tabla de surf bajo el brazo. Le pareció de su misma edad. Sin poder evitarlo, se ruborizó intensamente. El joven se le acercó para atravesar el camino por donde ella había bajado. Le sonrió con un gesto amistoso y Sofía le devolvió una tímida sonrisa. Ninguno atinó a decir palabra, pero quedó entre ambos una estela de seducción. Al día siguiente se repitió la escena, solo que esta vez se saludaron e intercambiaron nombres y actividades. Tomás era el nuevo guardaparque de la Reserva Pehuen Co-Monte Hermoso. Se había acabado la tranquilidad emocional para Sofía. No podía dejar de pensar en ese joven encantador al que esperaba ansiosa ver luego del trabajo. Su camino hacia la costa ahora le hacía latir fuerte el corazón. Cuando se encontraban conversaban de todo lo que a ella le gustaba, el mar, la playa, los deportes náuticos, el cuidado del médano, la concientización de los turistas, el aluvión veraniego. Odiaba los días de lluvia porque sabía que no lo iba a encontrar. Se sentía totalmente atraída no solo por el trabajo tan singular de guardaparque, sino porque era un joven atlético, tranquilo y solitario. Entablaron una relación amorosa desde aquel ocasional encuentro. La embargó la pasión. ¿La soledad había quedado atrás?

La joven debió ir a Bahía Blanca para atender a su madre que se había operado. Eran solo tres días, pero los sufrió intensamente. Quería regresar lo antes posible. Se acercaba el verano y sabía que Tomás se sumergiría en el cuidado de la reserva y las visitas guiadas a las huellas paleontológicas. No lo vería tanto como ahora lo que la sumía en el desasosiego.

La muchacha regresó el lunes cuando se anunciaba una temible sudestada. Se habían suspendido las clases. Arreciaban vientos de más de 80 km por hora. Había vuelto a tontas y a locas solo pensando en el reencuentro. Por suerte su casa estaba en orden, nada se había arruinado, aunque los árboles se bamboleaban peligrosamente. Ella solo imaginaba a Tomás. Se animó a bajar a la costa, aun sabiendo lo que significaba ese temporal. Apenas pudo llegar por el viento huracanado, los truenos amenazantes y la lluvia torrencial. La playa se había convertido en una estrecha franja contra los tamariscos. La arena le azotaba el cuerpo. No lo encontró, pero descubrió un morral colgado de una rama. Se desesperó. Corrió a su casa y se comunicó con el delegado municipal quien atareado no podía responderle, solo le exigió que se refugiara en su casa. Estaba trabajando con los bomberos debido al mal estado de las defensas costeras, el posible retroceso y derrumbe del médano y las consecuencias en los chalets veraniegos de la línea de costa. Sofía suponía que Tomás como guardaparque sabría cuidarse, pero estaba muy afligida. Podía resultar una tragedia. Por primera vez, el lugar le parecía sombrío y triste. Supuso que el joven había ido a revisar el estado de la casilla en la entrada de la reserva paleontológica y habría preferido quedarse protegido tras los médanos hasta que amainara la tempestad. También pensó que habría olvidado su morral durante la recorrida matinal. Pasada una hora Sofía se sentía impotente y alterada por la desaparición de su amado por lo que volvió a llamar al delegado municipal que le contestó que los dos guardaparques, Luis y Esteban, estaban a buen resguardo. ¿Cómo Luis y Esteban? ¿Y Tomás?, preguntó sorprendida Sofía. En Pehuen Co no hay ningún guardaparque llamado Tomás, le respondió el funcionario y agregó algo molesto, manténgase a resguardo, por favor. Sofía volvió a preguntar, pero se cortó la comunicación. No podía entender lo que estaba sucediendo, cómo que no había un guardaparque llamado Tomás. Entonces, quién era su amor. Sofía nunca más lo volvió a ver. La imagen del joven surgiendo del mar con su tabla de surf se transformó en una incógnita amarga e inconcebible. 


© Diana Durán, 14 de noviembre de 2022

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...