Barrio periférico. Street view
Dos vidas, dos rumbos
Ignacio nació el 4 de mayo de 1999 en un sanatorio privado y vivió
siempre en un club de campo cerca de Berazategui. Infancia pródiga en lo
material, padres ausentes y el destino del encierro a pesar de vivir en
espacios abiertos colmados de árboles y jardines. Como niño y adolescente concurrió
al colegio del country. Durante los primeros años cuando se levantaba su madre lo
llevaba en el carrito de golf. Si se quedaba dormida iba con la mucama caminando. El
colegio era para la selecta clase que vivía en el interior del country. Allí transcurrían
largas horas de encierro a pocas cuadras de su casa. Almorzaba lejos de su
familia. Sus ojitos melancólicos miraban por la ventana del aula con tristeza,
la de los niños ricos. Sus traslados fuera del hábitat de encierro eran a la casa
de la abuela en Vicente López durante la Navidad; a Punta del Este en los
veranos y, más tarde, cuando hizo sus estudios de agronomía, como su padre, a una
universidad privada de Belgrano. Todos sus desplazamientos vitales transcurrieron limitados a un eje del cual no quería o no se podía salir. Viajó al
exterior a esquiar en Aspen, Colorado (nunca a Bariloche o Mendoza). El país no
era su país. Le quedaba lejos de sus experiencias vitales. Hizo viajes de intercambio
a un colegio en las cercanías de Londres. Ignacio pocas veces interactuó con
amigos que no fueran del barrio cerrado. El country fue una verdadera cárcel
que le impedía conocer el “afuera”, exceptuando algunos pocos lugares en los
que no era feliz.
Eusebio nació en Concordia, Entre Ríos, el mismo día y año que Ignacio,
pero no en un sanatorio privado sino en la salita médica más cercana a su vivienda,
una casilla de madera del Barrio Nueva Esperanza, en la entrada a la
ciudad. Una gran pobreza reinaba allí. Calles de tierra, sin cloacas, basura
por todos lados, hacinamiento. Caballos flacos comiendo hierbas secas en los
bordes de los caminos. La extrema falta de recursos. La indolencia provocada
por el desempleo en una familia numerosa. Solo el cariño de la madre cuando
estaba lo resarcía de tantas carencias. La escuela pública deteriorada fue el camino
que condujo al fracaso en primer año y en poco tiempo a la deserción. La intensidad
del desamparo en la adolescencia lo alentó a la violencia y a la droga. Así fue
como Eusebio fue reclutado por un díler y terminó en el Gran Rosario. Allí
vivió sus peores años. Sin embargo, resistió y logró salir de esa vida horrible
tras huir a la ciudad de Buenos Aires. Luego de vagar durante unos meses consiguió
ser mantero en Plaza Italia y, además, trapito. Se la rebuscaba como podía,
pero se sentía libre del cautiverio que había soportado años atrás.
Un 4 de mayo de 2018, a desgano por ser su cumpleaños, Ignacio concurrió
a la Exposición Rural obligado
por la cátedra de Maquinarias Agrícolas. De otro
modo no lo hubiera hecho. Allí se encontró con Eusebio quien lo vio estacionar su
auto de alta gama. Intercambiaron
dos palabras y por un rapto de incomprensión, otro poco de envidia y mucho de
azar Eusebio terminó con la vida de Ignacio al usar un arma blanca para amenazarlo.
Solo quería su celular. Nunca había visto alguno tan flamante. Mientras se
desplomaba Ignacio lo empujó a la avenida y un auto lo arrolló. Los dos cumplían
años; ambos murieron el mismo día.
Como en el cuento de Jorge Luis Borges, “Caín y Abel”[i],
los muchachos se reencontraron en otro mundo. No se sabe cuánto tiempo
estuvieron hablando. Los días no tenían principio ni fin. Detallaron las
historias de sus vidas terrenales y se compadecieron mutuamente.
Tras esos intensos intercambios, finalmente, uno no perdonó al otro. Allí
estaban, sentados en el peldaño de una ancha escalera que no llevaba a ninguna
parte, en una especie de purgatorio desierto. El de los que nacieron el mismo
día, pero no pudieron ser felices. Uno envidiando al otro. El otro preguntándose
por qué.
Ignacio no excusó a Eusebio, pero no a causa de su muerte. Le reprochó,
en cambio, el haber podido dejar su casa, su familia, la escuela y elegir un
trabajo. Decidir sobre su propia historia. A pesar de todos los males Eusebio
había sido libre. Ignacio jamás lo logró.
[i] Abel y Caín
[Minicuento - Texto completo.]
Jorge Luis Borges
Abel y Caín se encontraron después de la muerte de
Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos
eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y
comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el
día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre.
A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la
piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le
fuera perdonado su crimen.
Abel
contestó:
—¿Tú
me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como
antes.
—Ahora
sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré
también de olvidar.
Abel
dijo despacio:
—Así
es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.