NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 


Parque Leloir. Gustavo Olivera. Google Maps.

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 

Ese entorno verde de calles sinuosas y arboladas quedaba en Parque Leloir. Llegábamos desde Devoto con nuestros dos hijos luego de un largo camino por rutas muy transitadas. No nos importaba, la dicha era arribar y saber que íbamos a pasar el fin de semana allí.

La quinta era un rectángulo de quince por treinta metros, pero para nosotros significaba la pampa, el solar, el territorio. Nuestro lugar, aquél donde disfrutar el contacto con la naturaleza, observar el cielo y descubrir los astros; hurgar la tierra y encontrar pequeños insectos junto a diminutas flores rosas y amarillas. Los frutales, la huerta, los pinares y eucaliptos, el fogón, los canteros de hortensias y margaritas, las hamacas y el tobogán. Todo en armonía paisajística. La casa amplia y sencilla. Cada uno disfrutaba de su sector. Las cosas simples de la vida nos unían como pareja y con los chicos después de la semana agitada de trabajo y escuela. Algunos domingos nos visitaban amigos para el consabido asado. En los cumpleaños solíamos reunir a toda la familia.

La habíamos comprado en tiempos de sueldos de clase media acomodada, pero resultante de un gran esfuerzo. Teníamos un departamento en Capital y ahora la quinta. Faltaban pocos trámites para que ese retazo natural nos perteneciera.

Comenzó la desgracia. Debíamos firmar la escritura y no encontrábamos al titular. Teníamos solo el boleto de compraventa. No queríamos saber nada de registros, esperas inútiles, o lo que hubiera sido peor, caer en un juicio. Hicimos el acuerdo de manera privada. Solo unas firmas más y la felicidad sería completa. Habíamos hecho las cosas bien. Restaba pagar y obtener el documento. Tan simple como eso. Sin embargo, no logramos contactar a nadie, todos se habían esfumado. Todavía no habíamos concurrido a un abogado, la idea era ir por las buenas. No hubo caso, no logramos obtener la escritura. Decidimos esperar, había tiempo para enfrentar conflictos.

Un viernes al mediodía llegamos a la quinta luego de un mes de intenso frío y lluvias, gripes de los niños y trabajos ajetreados. Era la primera vez que faltábamos más de una semana. El casero de la propiedad aledaña la cuidaba.

La sorpresa fue tremenda. El tronco de un sauce pegado a la casa había sido quemado para hacer fuego. El pasto contiguo lo demostraba. Los muebles del living estaban desparramados en la galería; trastos dispersos por todos lados; ramas de los frutales cortadas, ciruelos y duraznos fermentados en el suelo; residuos volcados en los distintos rincones del terreno. No dábamos crédito a lo que veíamos. Dos perros nos ladraban amenazantes. El sitio que tanto amábamos era un caos.

La quinta había sido ocupada. Lo peor fue ver las caritas sucias y enrojecidas por el frío de tres niños pequeños que correteaban sobre la huerta arruinada. No sabíamos quién o quiénes estaban adentro de la casa. Supusimos que los padres de los niños. Tuvimos miedo de que fueran violentos. Nadie salió cuando llamamos. Corrimos a ver al casero que nos dijo sin inmutarse que la familia se había instalado hacía veinte días y no había podido detenerlos. Los padres estaban haciendo changas y los niños quedaban solos hasta su regreso. Solo sabía que era gente del norte que había migrado por causa de las inundaciones y la pobreza. La pregunta obvia. ¿Cómo no se había comunicado con nosotros?

Nos quedamos paralizados. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Esperar a los ocupantes para enfrentarlos? No habíamos traído el boleto de compraventa, ¿para qué hacerlo? La firma de la escritura ya no importaba. Todo estaba trastocado. Además, nos invadía un sentimiento de conmiseración frente al espectáculo de los niños solos y desprotegidos en nuestra propiedad. Atontados por la situación inesperada, no podíamos enfrentarla. Reconocimos de nuevo cómo había quedado la quinta. Inhabitable.

Subimos al auto y regresamos en silencio al departamento. Durante el interminable trayecto un sol radiante iluminaba el día. Al llegar, los cuatro corrimos a arremolinarnos en el balcón para percibir su calor, sin espacio, sin verde. Solo cemento y ciudad. 

 

© Diana Durán, 4 de setiembre de 2023

EL PUEBLO QUE SE VOLABA

 


El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba


Yan Lu, Secretario General de las Naciones Unidas, estableció en una Asamblea de doscientos países la emergencia mundial por el cambio climático. La historia de la humanidad había cambiado de manera dramática. Lo que antes era la preocupación de unos pocos científicos y ambientalistas se había convertido en una verdad categórica cuyas consecuencias debían enfrentarse a escala planetaria. Los gobiernos se dedicaban a paliar los tremendos efectos y a asistir a los pueblos para defenderlos de los fenómenos extremos que estaban sucediendo.

Las zonas más pobladas de Europa, Asia y América del Norte estaban inundadas o sometidas a otras catástrofes climáticas. En algunas regiones los habitantes desesperados se agolpaban para emigrar. Los países no podían enfrentar los tremendos gastos frente a la crisis económica provocada por las consecuencias imprevistas de aluviones, sequías severas, incendios devastadores, tifones y huracanes de categorías extremas, además de la proliferación de nuevas enfermedades infecciosas por causa de vectores desconocidos.

El nivel del mar había subido tanto que la mayoría tuvo que partir hacia el hemisferio sur donde la Cruz Roja y otros organismos internacionales habían construido pueblos para alojar a la enorme cantidad de migrantes. Los nuevos poblados no tenían nombre, se los designaba con números hasta que definieran sus consejos locales.

“Pueblo 153” se había fundado tres meses atrás en la Argentina. Allí llegó, junto a muchas otras, la familia Wright constituida por el padre, Harry; la madre, Alison; y dos hijos adolescentes, Thomas y Bridget. Provenían de Escocia, país que se había inundado casi en su totalidad. Solo había quedado como una isla el monte más alto, Ben Mevis. Los Wright viajaron a la Argentina porque tenían dinero para mantenerse lejos de las áreas más afectadas de Europa. En el país fue necesario localizarlos en un lugar designado por el gobierno que era una zona protegida de amenazas en un valle entre serranías. Debido a la rapidez con que se construyeron las casas, no hubo tiempo de orientarlas de manera racional para menguar tempestades y borrascas. Los pronósticos meteorológicos eran inciertos por lo que nadie tenía la posibilidad de conocer lo que iba a suceder al día siguiente,

Los Wright se sentían a salvo a pesar de la precariedad de su situación. En “Pueblo 153” ingleses, sicilianos, cretenses, irlandeses, chipriotas, cubanos y haitianos formaban una mezcla variopinta de gente procedente de islas sumergidas al norte del Ecuador. A todas las familias se les entregó una vivienda prefabricada. La adaptación climática fue caótica ya que durante el invierno la gente enfrentó vientos helados del sur, la nieve arreciaba y cuando las ráfagas mermaban las casas quedaban convertidas en lodazales.

Harry estaba exhausto de tanto palear, Alison, de limpiar. Había racionamiento porque la comida no alcanzaba para todos los arribados. Las viviendas tenían pocas ventanas, pero no había caso, igual el frío se colaba por las rendijas y había que consumir leña permanentemente. De ello se encargaban Thomas y Bridges. Acostumbrados al buen vivir en tierras escocesas, su existencia actual era agotadora. Sin embargo, sabían que Europa estaba sumida en la desolación.

Superaron la primavera ventosa como pudieron y llegó el verano. Los vientos giraron hacia el norte, procedentes de la selva tropical amazónica. Entonces las lluvias fueron copiosas y el aire caliente se filtraba en las casas por todas las rendijas. Nada que se pareciera a Escocia. Las prefabricadas no estaban preparadas para trescientos milímetros en un día. Eran aguaceros torrenciales que se desplomaban de nubes negras gigantescas que nunca se habían visto. Alison y Bridget lloraban desesperadas de miedo cuando las puertas y ventanas golpeaban los postigos. Por más que Harry y Thomas se habían ocupado de cruzarlas con maderas, en varias ocasiones se les inundaba la casa, como a la mayoría de los habitantes de “Pueblo 153”. El valle no era una zona de ciclones ni de tifones, pero, sin embargo, las ráfagas lo parecían manteniendo a las familias en un estado de alarma permanente. El otoño seco trajo nubes de polvo y arena de un medanal cercano que se colaron por todas partes.

Habían pasado las cuatro estaciones. La familia apenas conocía a sus vecinos ocupados en mantener sus casas y recibir las raciones que entregaban los cuerpos de paz y las organizaciones ambientales. Los diferentes idiomas no ayudaban. “Pueblo 153” era una verdadera Torre de Babel de gente desconocida que poco se comunicaba por miedo a las patrullas que vigilaban las calles.

 Los Wright vivían al lado de los Pierre, pero se habían comunicado poco con ellos, aunque se los percibía muy animados a través de las ventanas. Algo insólito ante las circunstancias que se vivían.

Thomas y Bridges habían aprendido francés en la escuela escocesa por lo que podían hablar con Jean y Samuel, jóvenes de Haití que formaban parte de la familia vecina. Ellos estaban acostumbrados a la pobreza y a las catástrofes así que se mantenían más alentados a pesar de las circunstancias. Cantaban y danzaban según sus rituales religiosos en forma carnavalesca y así animaban a los jóvenes escoceses. A Harry y Alison no les gustaba mucho esa relación, pero sabían que era el único divertimento de sus hijos. Además, habían aprendido a respetar a los Pierre porque sabían y compartían habilidades como cortar leña, cazar en los alrededores y recolectar frutos comestibles.

Cuando llegó el siguiente invierno las tempestades arreciaron también en el hemisferio sur. Todo volaba, las casas se desplomaban. “Pueblo 153” desapareció tras una tormenta semejante a un huracán con vientos a más de trescientos kilómetros por hora. En la central de contingencias no se sabía si había sobrevivientes.   

Los Wright y los Pierre pudieron escapar a tiempo. Armaron hatillos con pocas pertenencias, caminaron al oeste y treparon los cerros hacia mayores alturas. Se salvaron milagrosamente gracias a los haitianos quienes días antes habían advertido a sus vecinos que se venía una nueva catástrofe. Su intuición iba más allá de pronósticos racionales. Ellos observaron los cielos e invocaron a sus dioses vudúes. Los jóvenes Wright habían convencido a sus padres de huir a “Pueblo 140” en la ladera del otro lado de las sierras. Llegaron allí, pero no encontraron lo que buscaban. No existía tal lugar, solo unos arcos de entrada que cuando los atravesaban descendían de manera abrupta por la cuesta hacia el valle anterior. Así siguieron intentándolo indefinidamente. 

 

© Diana Durán, 14 de agosto de 2023

ROSALÍA Y SUS OCHO PERROS

 


San Mauricio. Provincia de Buenos Aires. Fotografía: La Nación

Rosalía y sus ocho perros

 

No hace mucho tiempo en San Mauricio había gente. La plaza se animaba con el bullicio de los niños cuando volvían de la escuela rural. Si hasta tenían farmacia, destacamento policial y una pequeña confitería, además de la salita de primeros auxilios, la escuela y la capilla. El tren traía las noticias y a las familias de visita, al pueblo y los campos aledaños. Eran en ese tiempo mil ochocientos habitantes integrados a la tierra que los rodeaba.

El entorno era curioso porque a pesar de estar en la pampa arenosa, que así se llama por los médanos alargados, resabios de viejos tiempos secos, el pueblo se situó entre lagunas paralelas sin nombre. Médanos y lagunas, lagunas y médanos. A veintisiete kilómetros se localizaba América, un poblado más importante y solo a quince González Moreno justo en el límite entre Buenos Aires y La Pampa.

San Mauricio fue fundado por los hermanos Duva, unos italianos que llegaron vagando por la llanura y plantaron un buen roble que aún permanece en su vieja casona. Algunos pobladores rurales de las cercanías se proveían en el almacén de ramos generales, pero la mayoría lo hacía en América, el lugar que logró ser cabecera del partido de Rivadavia, lo que les permitió tener un camino pavimentado de acceso. En cambio, a San Mauricio solo se llegaba por tierra desde la ruta setenta y tres, siempre poceada y peligrosa.

Rosalía formaba parte de una familia típica de costumbres rurales constituida por el padre, la madre y dos hermanos varones. A los veinte se casó con un paisano. El pobre murió en un accidente de ruta cuando lo chocó una camioneta. Iba al trote en su caballo manso, tanto como bonachón había sido. Entonces se quedó sola con sus padres y hermanos y se acostumbró a una vida poco sociable. A pesar de eso fue maestra rural.

Un aciago día se cerró la estación ferroviaria. El presidente riojano de ese entonces dictaminó “ramal que para, ramal que cierra”. Entonces los vecinos comenzaron a irse. Primero fueron las familias del ferrocarril y enseguida las que de él dependían. Con ese cierre comenzó la partida, el abandono, pero todavía quedaban habitantes en San Mauricio, aunque cada día partía alguna familia, en general detrás de sus hijos. Rosalía permanecía con sus padres y se había acostumbrado a la viudez. Eso sí, a sus dos perros los cuidaba como si fueran hijos.

En 2001, la escuela se quedó sin alumnos y ella sin trabajo. Varios negocios más se cerraron y todos se iban yendo. Entonces aceptó ser enfermera, curso acelerado de por medio, en la sala de primeros auxilios del pueblo.

En la primavera se produjo la lluvia más torrencial del siglo. Tras el diluvio, vino la inundación. No cualquier inundación, fue un manto que lo cubrió todo. El pueblo debió ser totalmente evacuado. Sus padres y hermanos también marcharon lejos, muy lejos porque América también estaba inundada. No se querían ir, la mayoría deseaba cuidar sus casas. A Rosalía la llevaron a la fuerza junto a sus perros. En los pueblos grandes pusieron defensas, pero en San Mauricio por ser tan pequeño no había cómo ayudarlos. Tanta fue la devastación que los vecinos no volvieron.

Hasta sus padres dejaron San Mauricio para vivir en América junto a sus hermanos. Cuando se retiró la inundación quedó la mugre y el barro. Pero Rosalía volvió, limpió el hotelito del lugar y allí vivió. Arreció el viento y poco a poco los pastizales crecieron en las calles. El polvo lo cubrió todo y los cardos rusos empezaron a meterse en las casas abandonadas.

Las viviendas de bellas fachadas estaban cubiertas de moho en la mayor parte de sus paredes y los techos derrumbados. El aspecto era tan fantasmagórico que a cualquiera le hubiera dado miedo recorrerlas, pero Rosalía no tenía miedo, sino una profunda tristeza. Sus padres se murieron al poco tiempo, uno tras otro, desterrados. Los hermanos se mudaron a Trenque Lauquen. La mujer no quería por nada del mundo dejar a sus perros que ya eran ocho.

Cuando un peón fue a verla a la salita, ella le comentó. Mi historia es la de una mujer que se quedó sola en el medio de la nada, con mis ocho perros, esperando que alguno de ustedes tenga una dolencia y llegue a mi sala de primeros auxilios. Aquí estaré con mate y pan casero para ayudarlos, porque del pueblo yo no me voy.

Hoy salí a caminar para estirar las piernas cuando vi dos caballos blancos desconocidos que pastaban en la plaza desierta. Me senté en un banco de cemento descascarado entre los juegos rotos que aún quedaban y me sentí muy satisfecha. ¡San Mauricio es mi tierra!

El tiempo, las lluvias y los depredadores hicieron de San Mauricio una especie de museo al aire libre que se deterioraba día a día. Los edificios ruinosos eran los únicos testigos de que alguna vez hubiera estado habitado. A veces cruzaban el lugar algunos motoqueros o turistas de paso para sacar fotos de las ruinas entre las ovejas y cabras que andaban por la estación.

Los hermosos aljibes de las casas que quedaron en pie se herrumbraron y fueron cubiertos de enredaderas. Un árbol había crecido en lo que fuera la cocina de pisos relucientes de la confitería que delataba el tiempo del abandono. Hasta la campana de la capilla fue a parar al museo de América y el nombre de las tres calles principales ya no se leía. Las ocho manzanas del pueblo apenas resistían al embate del tiempo y de las cuarenta casas solo quedaba en pie el pequeño lugar donde vivía Rosalía. Parecía un pueblo fantasma, pero para ella no lo era. Allí subsistía, allí desafiaba la soledad.

Se avecinaban tiempos de inundación. Así decían en América y en todos los pueblos de la comarca. Había más previsión en esa época frente a las catástrofes. Alguien se acordó de Rosalía, la única habitante de San Mauricio. La que vivía con sus ocho perros. La gente la nombraba como “la loca de los perros” y se narraban historias de su vagar por el pueblo y sus treinta y nueve casas derruidas.

Días antes de la tormenta había pasado una patrulla rural que le avisó a Rosalía el pronóstico de tremendas tempestades. La mujer los ignoró y cuando insistieron los ahuyentó a los gritos e insultos sumados al ladrido de sus guardianes. A ella no la iban a sacar del pueblo.

Un sábado comenzó el aguacero. La tierra ya no absorbía el agua que precipitaba. La patrulla volvió a rescatarla. Ella no quiso saber nada, les dijo de aquí no me muevo. Ya pasé muchas y este es mi lugar. Luego salió corriendo con sus perros detrás. Los hombres quedaron asombrados de su actitud agresiva y turbada.

Fue un verdadero tornado, no una inundación. Cuando los policías volvieron a San Mauricio no encontraron a nadie. Rosalía se había esfumado. Sus hermanos la buscaron infructuosamente.

Se dice que en las noches de luna llena se escucha una voz quejumbrosa que aúlla de aquí no me sacan ni muerta junto a ladridos ensordecedores. Nunca más se la volvió a ver.

 

© Diana Durán, 7 de agosto de 2023

 

 

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 


La verdadera Mary Show de los años 80

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 

Mary había aprendido ventriloquía, magia y globología. Tenía habilidades especiales para esas prácticas. Los chicos la adoraban. Se disfrazaba de payasa, pero no cualquiera, sino de una muy elegante, casi una princesa, a la que agregaba una nariz roja y unos zapatones gigantes. Como maga hacía aparecer palomas y conejos de su blusa de brocato, además de cartas y pañuelos que surgían y desaparecían ante la fascinación de los niños. Transformaba los globos en perros, caracoles y monos bien flaquitos que entregaba a quienes cumplían alguna prenda ocurrente. El mayor atractivo de la función era el muñeco Baltazar quien relataba, en diálogo con Mary, cuentos y chistes, con su despeinado cabello rubio y vestido de frac negro, moño y galera rojos. Mary no movía ningún músculo de su cara. Esa era su destreza especial de animadora infantil. Los niños quedaban pasmados con las contestaciones de Baltazar. No, Mary, te equivocás, a mí no me gusta ir a la escuela, y sí sacarme uno en todas las pruebas. Sí, sí, eso es lo mejor, y los chicos se reían a carcajadas. ¿Te gusta ir a la playa, Baltazar?, le preguntaba Mary. No, no me gusta mojarme porque arruino el frac y, además, se puede quemar mi cara de papel maché al sol. ¿Entonces qué es lo que te gusta, Baltazar? Nada, solo quiero dormir y dormir, y se tiraba bostezando ruidosamente sobre el regazo de Mary como si fuera a acostarse. Luego de golpe se levantaba y decía con voz ronca. Me guuuustaaaan estos chiiiiicos, acercándose a ellos de golpe lo que los hacía asustar y reír.

Ese fin de semana le tocaban cuatro cumpleaños, dos el sábado y dos el domingo. Era un trabajo intenso de traslados, desarmar la valija de magia y la de Baltazar, pero no se amilanaba.

El sábado a la mañana Mary concurrió a Boulogne donde se festejaba en una casa sencilla el cumpleaños de una niña de siete años. Todo transcurrió como lo tenía planeado animando a unos pocos niños en el patio soleado. A la tarde el festejo fue en un pequeño departamento de Villa del Parque para las mellizas a quienes celebraba desde los cinco años. Las niñas adoraban a Mary que se esforzaba en cambiar el show para no repetir, intercambiando palomas por conejos cumple tras cumple. Baltazar siempre lograba animar la fiesta recordando cada uno de los nombres de los invitados. Me parece que este año todos han crecido tanto que parecen obeliscos o tal vez jirafas. Los chicos se reían mucho de tan simples ocurrencias. Mary terminó el día cansada pero complacida.

El domingo a la mañana se había comprometido con un merendero de Ciudad Oculta en Villa Lugano. Ocasionalmente hacía algunas presentaciones solidarias. Había tratado con un comedor popular donde eran inefables las caritas felices de esos niños que nunca habían visto un muñeco que hablara. No importaba que el viejo salón estuviera adornado con simples guirnaldas de papel crepé y la merienda consistiera en vasitos de cocoa y porciones de torta servidas en una vieja fuente de loza. Se esmeró más que nunca en hacerlos reír de Baltazar y sus expresiones. ¿Qué te parece este cumpleaños?, le preguntó finalmente Mary, ahhhh, es maravilloso, maravilloso, le contestó. Nunca he visto una fiesta tan divertida y niños máaaaaaaaasssssss lindos, agregó Baltazar con voz cantarina y graciosa. Mary se sintió plena luego del festejo.  

A la tarde subió todos los bártulos al auto y se encaminó a un country camino a La Plata. Le iban a pagar muy bien por la animación de un cumpleaños compartido entre varios niños de seis años. Luego de un largo viaje por la autopista colmada, pasó por varias revisiones y esperas en el puesto de vigilancia de la entrada donde le abrieron con fastidio las valijas y la inspeccionaron como si fuera una potencial delincuente.

Finalmente llegó al Club House donde se hacían los cumpleaños en el que se encontró con un conjunto abigarrado de personajes de dibujos animados, princesas y superhéroes. Estaban la Sirenita, Aladdín, Frozzen, el Rey León, Peppa, muñecos de Toy Story, el Hombre Araña y el Capitán América. Todo revuelto en un griterío infernal de magia, burbujas, colchones inflables, luces, música ruidosa, muchachas disfrazadas que maquillaban a las niñas y chicos que corrían por todas partes. Mary no sabía quiénes cumplían años hasta que dio con la madre que la había contratado. Esta la trató con bastante desgano en medio del bochinche guiándola hacia el escenario preparado para su actuación. No lograban reunir a los chicos confundidos en medio de tanto alboroto. Después de un rato Mary pudo sentar a algunos y decidió sacar a Baltazar de la valija. Los niños no atendieron durante la pequeña función y más bien se burlaron del muñeco atraídos mucho más por los personajes de moda. Qué muñeco más tonto, no es famoso, dijo uno de los cumpleañeros y otro le respondió, es que nadie lo conoce, es viejo y feo. La animadora concluyó rápido la presentación y ni siquiera sacó las palomas. Se fue sin cobrar y llegó a su casa exhausta.

Esa noche Mary tuvo pesadillas horribles en las que princesas y superhéroes se peleaban hasta yacer moribundos. Estremecida se despertó al escuchar cómo lloraba desconsolado su querido Baltazar quien le comunicó entre lágrimas. Amiga, esto ya no es para mí. Me quiero jubilar. Estoy acabado. Soy un mal muñeco. Ya nunca volveré a actuar en Mary Show.

 

© Diana Durán. 31 de julio de 2023

PINCELADAS

 


Pinceladas

De chica era flaquita, muy flaquita. No solo porque comía poco sino porque mi contextura era así, esmirriada, débil, mis huesos frágiles, tanto que a veces me doblaba como un junco por el viento. En realidad, yo era la “Alicia” de Modigliani, una niña que trasmitía esa calma que produce ver la cara oval, los ojos rasgados, el estrecho cuello y el largo cabello. A pesar de ser una pintura, nadie se daba cuenta. Iba al colegio en París donde no era muy apreciada. Solo me destacaba en dibujo, lo hacía bien, pero mis temas eran monótonos. Lo único que sabía crear eran señoras parecidas.

Mi historia, más allá de la flacura, fue como la de cualquier niña. Me gustaba jugar a las muñecas, ir a la plaza en Montmartre, juntar flores, pero los niños me dejaban de lado y se mofaban de mí. Pensé que era por mi delgadez, entonces empecé a comer y comer. Comí todo lo que encontré a mi alcance en alacenas y heladeras. Golosinas, galletitas, cualquier tipo de dulces. Ya no fui más a la Place du Tertre donde algunos artistas llegaron a retratarme, ni tampoco al colegio. Me quedaba en casa porque no podía dejar de engullir. A los quince años pesaba ochenta kilos. Seguí engordando más y más. Ya no era una chica, había crecido, había dado el salto de niña a mujer.

Entonces dejé de ser la Alicia de Modigliani y me convertí en una gruesa y robusta mujer de Botero. Me fui a vivir a Colombia. Otro mundo, música, danza, colores, diversidad. Cambié muchas veces de aspecto. Fui una Mona Lisa, una bailarina en un bar, una campesina, una madre con su hijo y muchas mujeres más. Todas gordas que representaban la violencia, la religión, la política, pero también la vida cotidiana. Pude visitar una plaza en Medellín y vi unas esculturas que se me parecían. Muchos paseantes las admiraban. Me sentí feliz de que las estatuas le gustaran a la gente.

Sin embargo, sabía que, a pesar de admirarme, nadie sentiría amor por mí con esa figura voluminosa. Me refugié por un tiempo en la religión, hasta novicia quise ser, pero lo deseché.

Quería ser libre y bella. Anduve por muchos tiempos y lugares en búsqueda de mi identidad y logré encontrarla en una mujer con sombrilla, la de Monet. Desde entonces fui “Camille”, feliz como ninguna en un prado florido contra un cielo celeste y blanco, mi pollera ondulante por la brisa.

Una dama, ni gorda ni delgada, al aire libre con mi pequeño hijo a quien cuidé por siempre.

 

© Diana Durán, 24 de julio de 2023

 

 

 

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

 


Cerca de San José del Boquerón. Street View

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía estar.

Cuando los Chayle se amañaron se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó. Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.

Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da todito.

Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela, la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no perdona como a tantos otros en el pueblo.

Éramos pobres, pero nos alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao, la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.

La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias. Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises. Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.

Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.

Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar volando.

Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños. 

Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a los jornaleros esclavizados.

Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse protegida. Sus sueños se habían desvanecido.

¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida. 

Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.

© Diana Durán, 17 de julio de 2023

UN ARDUO CAMINO A LA DEMOCRACIA

 


Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

Un arduo camino a la democracia

 

Transcurría el 5 de diciembre de 1983. Faltaban solo cinco días para la asunción de Alfonsín y la recuperación de la democracia en la Argentina. Un hito cardinal de nuestra historia. Sin embargo, para ese momento tan trascendente ya estaríamos en Bariloche. Nosotros fuimos militantes, pero en esa fecha veríamos el gran evento por televisión. Habíamos participado como fiscales en las elecciones del 30 de octubre y necesitábamos alejarnos. Nos merecíamos estas vacaciones y era una oportunidad para disfrutarlas.

Partimos en dos autos. El Ford Taunus, grande y cómodo, manejado por mi marido, Bernardo. El Renault 12, pequeño y económico, conducido por mi hijo, Hernán, que viajaba con su esposa y mi nieto. Menuda tropilla peregrina. Una aventura perfectamente organizada que valía la pena. Fuimos invitados por mi cuñado para residir en una cabaña a orillas del Nahuel Huapi en la península San Pedro, sumergidos en un paisaje único de montañas andinas, bosques australes y lagos glaciares.

Salimos de Buenos Aires al amanecer. Había que recorrer más de mil quinientos kilómetros, atravesar en diagonal la pampa, la estepa, el alto valle del Río Negro y la meseta para llegar a los Andes Patagónicos. Como guía de turismo conocía bien esos panoramas contrastados. Habíamos planificado pasar la noche en un punto intermedio cercano a la comarca andina. No íbamos a llegar en una sola etapa. Sabíamos de la dificultad del último tramo precordillerano. No arriesgaríamos nuestra seguridad.

Propuse a Senillosa como el lugar ideal. No la localidad, sino un hotel distante pocos kilómetros a la vera de la ruta, después de atravesar la capital de Neuquén y su circulación endemoniada. Luego de mil kilómetros de ruta con una o dos paradas cortas cenaríamos y pasaríamos la noche en el Hotel Arroyito. Desde allí quedarían solo unos cuatrocientos kilómetros hasta San Carlos de Bariloche por el sinuoso camino de montaña, por lo que habíamos tomado nuestras previsiones. Descansar bien y salir temprano al día siguiente.

Así atravesamos la pampa fecunda por la ruta nacional cinco. Región verde, agrícola, ganadera, con sus pastizales, lagunas y sus ciudades conocidas como Pehuajó -la de Manuelita con su peculiar monumento en la entrada-; Trenque Lauquen -con sus chacras y curiosos restos de la zanja de Alsina. Ingresamos a La Pampa donde comenzó la transición del verde del pastizal pampeano al amarillento de la estepa. En General Acha paramos a almorzar. Sabíamos que después había que estar bien despiertos por la recta larguísima a franquear. Era conocido, al menos por mí, que los porteños solían tomarla desprevenidos y accidentarse torpemente. Los conductores de los dos autos iban bien alertas. Ningún problema. Seguimos. En Lihuel Calel me hubiera gustado conocer el Parque Nacional con su aislada orografía serrana, sus arbustales de caldenes y molles; la fauna de zorros, pumas y gatos monteses -difícil verlos por sus hábitos nocturnos, pero no imaginarlos-, y sobre todo, la tierra de los pueblos originarios con sus arcanas pinturas rupestres localizadas en senderos. Ni lo insinué. Había que continuar con destino a Neuquén. Ya habíamos recorrido más de ochocientos kilómetros y nos restaban trescientos cuarenta para el merecido descanso en el hotel previsto. Nos acompañaba ahora un paisaje más estepario y yermo. Escuchábamos música porque después de tantas horas ya no sabíamos de qué hablar. No quería viajar con mi nieto de cinco años, cuidadosa de las responsabilidades que significaban tener cualquier percance. No sabíamos cómo estaban en el otro auto, pero imaginaba que mi hijo alegraría el camino con su música y Joaquín ya se habría dormido mecido por el andar. Cruzamos el dique Casa de Piedra, donde deleitamos nuestra perspectiva con un lugar azul frente a tanta monotonía. Propuse parar allí, pero Bernardo no quiso saber nada. Había que continuar. Así enfilamos hacia el sur hasta llegar a General Roca donde divisamos el valle verde y frutal, las plantaciones de manzanos y perales, entre las cortinas de álamos. El paisaje se había humanizado y sorteábamos un mayor flujo de tránsito de camiones, micros y autos que pasaban a gran velocidad y otros vehículos, viejos y lentos, entre el rosario de ciudades. Un aquelarre vial. Restaban menos de ochenta kilómetros al comenzar a atravesar la opulenta ciudad de Neuquén con su tránsito urbano infernal. Allí dejamos de ver el auto de mi hijo y su familia. Nos preocupó un poco la inconexión, pero era previsible que sucediera con tanto tránsito. Ya lo íbamos a volver a distinguir en lo que restaba del camino o en el mismo hotel. No nos inquietamos en demasía.

Conversábamos sobre el nuevo gobierno, felices con la democracia naciente. Todavía estaba latente en nosotros la algarabía de la multitud abigarrada en la 9 de julio para el cierre de campaña. Recordábamos cómo había triunfado Alfonsín el 30 de octubre. Nos preguntábamos si se trataría efectivamente de la restauración de la democracia. Sabíamos que iba a ser un gobierno frágil, pero que era ardiente la decisión popular de acabar con los procesos militares que habían devastado el país, secuestrado y asesinado a miles de personas y hasta conducido a una guerra infructuosa como la de Malvinas.

De tan distraídos por la charla casi nos pasamos del Hotel Arroyito. Todavía no divisábamos al Renault. Esperamos un poco próximos a la ruta sin resultados. No teníamos comunicación. No había más remedio que aguardar ya más que impacientes.

Nos ponía muy intranquilos no verlos llegar. ¿Qué les habría pasado?  Para calmarnos nos registramos en el hotel y reservamos también la habitación de nuestro hijo y su pequeña familia. Pasaron una, dos, tres horas y nada. Noche cerrada. No nos quedó otra posibilidad que pedir un teléfono al recepcionista y llamar a la policía. Poco interés de su parte pues no había accidentes reportados en la zona.

Salimos a buscarlos. Para ese entonces ya estábamos desesperados. La sombra de la dictadura nos perseguía. ¿Podían haber sido secuestrados? No confiábamos en la policía ni en nadie que tuviera uniforme. La zona por ser de frontera estaba repleta de destacamentos militares. Fuimos hasta Senillosa, Plottier, Neuquén y volvimos a Arroyito. Nada. Nada que nos indicara dónde estaban.

En determinado momento se me ocurrió que podrían haber seguido por la ruta 22 sin ver el alojamiento oculto por una cortina forestal. Así fue como una hora después, en mi caso llorando a mares, decidimos ir hacia el oeste por esa vía. Bernardo intentaba mantenerse tranquilo. Más lo pretendía, peor manejaba y aumentaba la velocidad de manera irresponsable. Llegamos a Plaza Huincul con un viento patagónico insoportable que levantaba el polvo en remolinos que impedían ver. Lo primero que hicimos fue ir al destacamento de Policía. Allí los encontramos intentando comunicarse con nosotros. Dicho y hecho. Se habían desviado por la ruta 22 sin distinguir el hotel y siguieron por ese desolado camino entre cigüeñas petrolíferas fantasmales, hasta la primera ciudad, Plaza Huincul. Los abrazos, las exclamaciones, los llantos y alguna que otra explicación superficial permitieron superar el drama. Esa noche no quisimos viajar más. Nos quedamos en la ciudad y a la mañana siguiente partimos al sur previa búsqueda de nuestros equipajes en Arroyito.

Quedamos estresados. El desencuentro nos agotó. Necesitamos días de reposo y tranquilidad en la cabaña. De a poco fuimos superando el estrés. Nos dimos cuenta de que no estábamos curados de la dictadura. Nos había marcado a fuego. No tanto a Hernán y a su esposa como a nosotros.

Lentamente llegó el 10 de diciembre. Nos parecía que habíamos recorrido figuradamente durante el viaje de ida el tortuoso y prolongado camino a la democracia. Íbamos los cuatro abrazados por la calle Mitre engalanados como muchos otros con banderas celestes y blancas. Joaquín en los hombros de mi hijo quien estaba conmovido al ver tanta gente palpitando esos momentos.

Se hizo un gran silencio. Fue entonces cuando escuchamos por lo parlantes del Centro Cívico estos párrafos:

 

“Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina. Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos, todos, la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina (…)

Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.[1]

 

No estábamos frente al Cabildo junto a la multitud en Plaza de Mayo, pero no importaba. A pesar de la larga y ardua travesía, disfrutamos con sencillez los festejos de la república naciente en Bariloche junto a la algarabía local. Lloré de alegría.



[1] Raúl Ricardo Alfonsín en el balcón del Cabildo el 10 de diciembre de 1983.

 


10 de diciembre de 1983 en la Plaza de Mayo. Diario La Gaceta. 2009.



© Diana Durán, 3 de julio de 2023

UNA MAESTRA EN LA PUNA

 


Escuela en Mina Pirquitas

Una maestra en la Puna

 

    Vivir en la Puna es difícil, pero ser maestra aquí lo es mucho más. Todavía no sé cómo me animé. Esta fue tierra de aventureros, de buscadores de oro y crianceros de llamas, vicuñas y alpacas; luego de mineros, rudos y aguantadores. Hasta que llagaron las empresas extranjeras para explotar el estaño, la plata y el zinc. Historia de aperturas y cierres. De gente contra la gente.

    Yo nací en San Salvador de Jujuy donde viví hasta los veinte, me vine buscando mejorar mi sueldo por trabajar en una escuela rural. Total, más vacía no podía estar en la capital jujeña. Me quería alejar de mi familia, pero sobre todo de mi historia con Amaru. Éramos novios desde el colegio primario. Yo quería más libertad. Él me limitaba, me oprimía. El agobio de tener que casarme con él sin otro destino. Ahora estoy apartada a cuatrocientos kilómetros de la ciudad por caminos de montaña, lejos del colorido de la quebrada de Humahuaca y del verdor de las yungas. Me costó decidirme, pero un buen día logré el traslado.

    En Mina Pirquitas somos pocos, no más de seiscientos, y resistimos todo tipo de inclemencias. Pura roca rojiza y amarillenta rodea el pueblo cuyas casas espejan esos colores con la ardiente intensidad del sol que se refleja en los ladrillos resecos. Nos rodea una meseta que parece baja pero no lo es. La mina está pocos kilómetros. Es un conjunto yermo de oquedades de tono grisáceo en el suelo horadado a orillas del barranco. Una especie de embudo gigante de tierra arrancada a la Pacha. Hay que extraer inmensas cantidades de roca para alcanzar el mineral. A cielo abierto le dicen, yo le diría un tajo, una gran lastimadura en el suelo pétreo. Aquí suelen cambiar los dueños de la mina, pero la pobreza es la misma de siempre.

    Respiramos un aire enrarecido a cuatro mil metros de altura. Hay que aguantarlo y yo aprendí a hacerlo a fuerza de apunarme y mascar coca. Frío, mucho frío padecemos y hasta nevadas extremas en el invierno. Tanto que lastima la piel y no deja que nos calentemos ni siquiera al lado de la leña encendida. Por eso suelo irme al valle en las vacaciones.

    Esta es tierra de estaño y soledad[1] cantaba Mercedes Sosa, sin embargo, aquí no se libera la esperanza de los pueblos. Aquí todos saben de la contaminación del río Pirquitas, aguas abajo de la mina; del frío que tienen los chicos en la escuela. Ese que no los deja estudiar. La gente piensa que si se va la empresa perderán los trabajos. Volverán a pastorear o migrarán. En la mina se gana mucho más. Por eso aguantan, como sufro yo el aislamiento y la orfandad. Todo por unos pesos más.

    Siempre se habla del cierre de la mina y los hombres y unas pocas mujeres que allí trabajan están muy inquietos. Tienen conciencia de lo que vivimos con el agua. Pocos se deciden por los emprendimientos del cultivo de quinoa o el turismo como alternativa. Los mineros cortan la ruta 40 cuando se habla de clausurar la mina. No les importa la contaminación con metales pesados ni los desechos aguas abajo del río.

    Yo trabajo en la Escuela 83, la primaria. Me gusta mi labor, pero a veces me siento inútil como cuando no hay agua en el baño y no puedo dar clases. El termotanque no funciona y las temperaturas descienden hasta los 20° bajo cero. Ni pensar en agua caliente. Si hasta los arroyos se congelan y los cabellos de los chicos se escarchan si se mojan. En cambio, en las instalaciones de la mina tienen luz, agua y calefacción.

    Yo solo soy maestra de la escuela, pero tengo el deber de despertar las conciencias de lo que pasa a mis alumnos. Tienen que entender que es imposible rellenar esos profundos agujeros que destruyen la altiplanicie puneña. Entonces me siento inútil y me dan ganas de irme. De noche sueño con volver a mi casa.

    Llegué con todas mis ilusiones y mi fortaleza juvenil, pero me voy, me voy yendo, me vuelvo a los suburbios de Jujuy. A lo mejor todavía me espera Amaru.

© Diana Durán, 26 de junio de 2023



[1]Canción con todos” de Tejada Gómez (letra) y César Isella (música).



Así queda el terreno en la Mina Pirquitas

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