LA SELVA SIN MAL
EL SUR
Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024
EL SUR
Quería
experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él me
había fatigado con la necesidad de estar siempre a su lado en extrema dependencia.
Tenía la oportunidad de cambiar, de soltar ese noviazgo tedioso y agotador. La posibilidad
de crecer como geóloga era irme al sur. En Buenos Aires solo conseguía
asesorías y trabajos de consultora, entre papeles y computadoras, poco de lo
mío. Solo recorrería el subsuelo en la pantalla. En cambio, yo deseaba el
contacto con la tierra, las rocas y el sol abrasador que me habían acompañado
en los trabajos de campo durante la carrera. La Patagonia me deslumbraba y sabía
que Damián no me acompañaría. Siempre apegado a su trabajo rutinario de
abogado, entre expedientes y tribunales. Me quería, sí, de eso no cabía duda;
pero su amor era insistente y acaparador. No me daba la libertad que yo
necesitaba para un desarrollo profesional valioso. Me sojuzgaba, me limitaba.
Sentía una especie de acoso, no fehaciente, tal vez era mi reacción al
agotamiento de la pareja.
Entonces
decidí ir sola a Neuquén. Tenía una gran oportunidad de trabajo en la
prospección y explotación de hidrocarburos en Añelo, la capital de Vaca Muerta,
centro neurálgico de la producción energética del país. La pequeña localidad al
borde de la barda del río quedaba cien kilómetros al norte de la capital de la
provincia en plena meseta desértica. Parecía un punto en la inmensidad
patagónica, pero su subsuelo era riquísimo. El interior sedimentario, recipiente
del aceitoso y negro líquido tan preciado, había dado lugar a la radicación de
más de cien empresas petrolíferas en los últimos años.
Damián
no tenía hermanos y su padre había fallecido hacía tres años en ese maldito
choque que había dejado a su madre postrada en una silla de ruedas. Aunque tenía
una acompañante terapéutica, él no la iba a abandonar. Mi destino estaba
sellado. Yo tenía toda la vida por delante. No deseaba malograr mi futuro. Decidí
irme sin pensar demasiado, sin dialogar con él lo suficiente. Acepté un trabajo
bien remunerado como geóloga senior de una compañía de energía líder en la
Argentina y la región. El tiempo diría si mi decisión habría sido acertada o
no.
Agustina
era el amor de mi vida. La había conocido en una reunión de amigos y desde ese
momento no me separaría jamás de ella. Era tan atractiva con su larga cabellera
enrulada, los ojos negros de mirada profunda, el cuerpo delgado y sus ambivalentes
fragilidad y seguridad femeninas. Me atraía su carácter expansivo y optimista;
tan diferente al mío, sobrio y reservado.
Me
resistí cuanto pude. Le reclamé su falta de consideración, la amenacé con
dejarla, pero supe cuando se fue que transcurrirían un tiempo de amar
evocándola y otro de anhelar con paciencia el regreso. Le dije esa tarde en el
café de siempre que recorriera todos los lugares que quisiera, pero que volviera a mí. Estaría aguardándola.
Durante su estadía en el sur pensé con resignación
en el retorno; le escribí cartas amorosas repasando nuestra historia. Le
expresé con pluma apasionada que confiaría siempre en recobrar sus
complejidades, contradicciones, plenitud, inclusión, deseo, perplejidad, sombra
eterna y abarcadora. Pero también le manifesté la oscuridad, el llanto y la desesperanza
que me provocaba su ausencia. Soñé recorrer su cuerpo y hasta sentí abrazarla dormido.
No comprendía, en realidad, cómo podía haberme dejado tan fácilmente sabiendo
cuánto la amaba.
Esperé a la mujer que en el fondo presentía que no
iba a regresar. El invierno nos separaba, las noches eran abismo. La distancia
se hacía vasta y kilométrica. No se achicaba el tiempo, el olvido rondaba.
Pasados ocho meses sentí que no debía esperar más,
ni persistir añorándola. La llamé una y mil veces, pero siempre estaba en
campaña. La odié. Decidí recuperar parte de mi quebrada vida. Dejé de
escribirle y empecé a salir con otras mujeres.
Aquí estoy en nuestro bar. He regresado agotada de
mi estancia en el sur. Mis manos ajadas, mi cuerpo exhausto del trabajo minero.
Cansada del machismo reinante en el ambiente industrial. Volví hace quince días
a Buenos Aires. Hoy decidí encontrarme con un amigo de Damián para saber cómo
está. Tenía vergüenza de verlo, necesidad de encontrarlo, pero no me animaba. Se
que lo había dejado sin pensar en sus sentimientos, que había sido muy egoísta.
Quiero conocer su situación antes de conectarme con él y que sepa la novedad de
mi retorno.
Una tarde la hallé en Santa Fe y Riobamba, nuestro
lugar, donde la buscaba a la salida de la facultad. Allí estaba, hermosa como
siempre, mi Agustina. Tanto la había amado. Parecía despreocupada tomando un
café con un hombre al que no conocí porque estaba de espaldas.
Aparentaba hablar íntima y confiada con él.
Entonces no me acerqué. Me senté en una mesa tras la columna, solo para poder verla
y, luego de admitir la dolorosa traición, intentar borrarla de mi alma,
arrancarla de mis entrañas. Eso hice. Tomé con lentitud desesperante un café
negro y amargo, casi como si fuera una poción de veneno. Me levanté y partí. Sigiloso
la esperé a la vuelta de la esquina.
© Diana Durán, 11 de mayo de 2024
LAS HOJAS DE MAYO
LAS HOJAS DE MAYO
Caminaba por la acera de la avenida 9 de Julio, una arteria comercial del
este de la ciudad, rumbo a mi consultorio. Miré con atención el suelo donde las
hojas de otoño de los ciruelos contrastaban con la nieve congelada de la nevada
temprana del día anterior. Me llamó la atención el pequeño paisaje ya que esas
hojas nunca contrastan con la nieve. Parecían una composición de Juan Lascano. En
junio, cuando empiezan las nevadas, los ciruelos ya están desnudos y recién estaba
a principios de mayo.
El precoz manto blanco de la comarca me remontó súbitamente a una cifra
exacta, cuarenta años atrás. Llegué a San Carlos de Bariloche un 8 de mayo de
1984, adelantado a mi mujer que vendría un mes después, una vez concluidos sus
trámites de desvinculación laboral.
Tras un accidentado viaje desde Viedma donde me matriculé como médico
clínico llegué a destino luego de un vuelo dificultoso. Al despegar en Neuquén
a bordo de un viejo Fokker B 27 biturbo hélice de LADE se produjo un severo
inconveniente mecánico. El ruido metálico del avión nos asustó junto al viraje
abrupto para volver a aterrizar en la capital neuquina.
Durante unos días tuve marcadas las uñas de la docente que estaba a mi lado
que me clavó en el antebrazo al grito de “nos matamos”.
Mientras despegábamos y en un violento desvío, el manto dorado otoñal del
follaje de los álamos de las chacras valletanas cubrieron las ventanillas del
estribor del avión. Otro detalle paisajístico bello y atípico, aunque
inoportuno por las circunstancias.
Tras el salvador aterrizaje pensé que era el momento de gritar ¡tierra! como
un náufrago que llega a un islote en medio del Pacífico abrazado a un resto de
madera.
Mi suegro me esperaba en el aeropuerto muy preocupado. Faltaban años para
que se usara la telefonía celular por lo que tuvo que esperarme varias horas en
la confitería. Con apagones intermitentes llegamos al departamento con
terribles ventarrones gélidos.
Si bien en la ciudad no había nieve, los cerros Otto y Cuyín Manzano
estaban ampliamente nevados, por lo que se entremezclaban con los colores
ígneos de las lengas y ñires, la blancura de las cumbres nevadas, la perenne
tintura verde de los cipreses y coihues y el intenso tono del cielo despejado reflejándose
en el lago calmo. Ambos con un azul cerúleo esplendoroso.
Nada hacía sospechar lo que pasaría con el clima tan solo dos semanas
después: la nevada de 1984.
Cuatro décadas después, en la ventana de mi cuarto sigo el ciclo de un
árbol que revivió desde que podaron el bosque de enormes pinos que tapó desde
su nacimiento el sol del oeste.
El árbol estaba inclinado hacia el este buscando vestigios de luz solar.
Árbol bandera le dicen burlonamente desconociendo su sufrimiento. Su ciclo era
simple, no tenía frutos y sólo algunas florcitas blancas, pero cuando el bosque
de pinos fue talado, el árbol despertó. Como si hubiera recibido un tratamiento
salvador, enderezó su tronco y sus ramas. El feliz follaje explotó. Esa primavera
se llenó de flores y en el verano resulto ser un portentoso guindo que nos
llenó junto a los zorzales de agridulces y deliciosas guindas negras.
Ahora, en este otoño crudo, veo resistir sus hojas luego de las tormentas
tempranas. Se está preparando, el bosque de pinos ya no lo protegerá del gélido
viento que llegará desde el Pacífico. Un mantel de hojas doradas descansa a sus
pies fertilizando su tierra y lo protegerá de las crudas heladas de julio.
Las hojas de mayo tienen muchas virtudes. Son esponjas, sotobosque,
alimento de insectos, conservación de la humedad, protección a distintos
animales y a los ricos hongos de pino.
Las doradas hojas, pese a estar en descomposición expulsadas por su madre,
son inspiradoras de cientos de poemas de amor. Quizás por la nostalgia, por su
belleza, acaso por ese aroma otoñal. Indolentes esperan la lenta caída y el
rastrillaje violento cumpliendo funciones hasta su final.
En mi jardín, el roble, el guindo, el abedul, el sauce eléctrico y los
sorgus se visten de oro cada mayo pese a que es un preanuncio del despojo y que
el sol andará escondido. El viento y el agua impúdicamente los castiga y
desnuda.
Llegará luego otra etapa de brotes, brillos, mariposas, germinaciones y polinización
dando vida y bienestar a los parques, calles, bosques, insectos, aves y nidos
que cotidianamente ignoramos con simples miradas en vez de soñar como lo hacía Jacques Prévert en su libro de poemas “Paroles” donde
habla del otoño y el amor.
© Santiago Durán, 9 de mayo de 2024
Las hojas muertas.
Oh, me gustaría tanto que recordaras Los días felices
cuando éramos amigos...
En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba
más que hoy.
Las hojas muertas se recogen con un rastrillo...
¿Ves? No lo he olvidado...
Las hojas muertas se recogen con un rastrillo Los
recuerdos y las penas, también.
Y el viento del norte se las lleva En la noche fría del olvido
¿Ves? No he olvidado la canción que tú me cantabas.
Es una canción que nos acerca Tú me amabas y yo te amaba
Vivíamos juntos Tú, que me amabas, y yo, que te amaba...
Pero la vida separa a aquellos que se aman
Silenciosamente sin hacer ruido Y el mar borra sobre la arena El paso de los
amantes que se separan.
Las hojas muertas se recogen con un rastrillo.
Los recuerdos y las penas, también.
Pero mi amor, silencioso y fiel siempre sonríe y le
agradece a la vida.
Yo te amaba, y eras tan linda...
¿Cómo crees que podría olvidarte?
En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba
más que hoy Eras mi más dulce amiga, mas no tengo sino recuerdos y la canción
que tú me cantabas, ¡Siempre, siempre la recordaré!
Jacques Prévert
DELIRIOS
DELIRIOS
Ensoñaciones únicas. Nubes blancas y grises de todas las
formas imaginables, curvas, escamosas, como estratos o yunques. Interrumpidas por lenguas de suelos coloridos
que se dibujaban en tierra. Un cielo que conocía de sus viajes, pero esta vez vio
distinto.
Emergieron los rostros de seres que no veía hacía
mucho tiempo. Fantasmales figuras de sus padres muertos aparecieron en los
copos blancos. Ellos lo escrutaban fijamente con gestos de desaprobación y
angustia. Los había traicionado.
Amistades pretéritas surgieron fugaces entre vapores color
lila y desaparecieron súbitamente sin que las pudiera reconocer. Le reclamaban
su presencia sobria.
Mascotas que alguna vez tuvo y otras que nunca poseyó surgieron
de una porción de cielo límpido. Una se parecía a su gato siamés, pero de color
rojo. Otras con aspecto de perros rabiosos se le abalanzaron casi tocándolo. Gritó
hasta casi caer del asiento. Lo atacaron oscuras sombras con cabeza de conejo y
cuerpo de pájaro, extraños bichos alados con pico corvo, bigotes azules y orejas
cortas y puntudas. Lo aterraron, pero esta vez no emitió sonido. El cuerpo le
temblaba frente a esas extrañas visiones. Gotas de transpiración fría cayeron
por su frente ceñuda.
Su vuelo era real pero su mente lo confundía de manera
atemporal. Estaba suspendido en un limbo y no recordaba nada de su vida
cotidiana; había visto rostros conocidos pero los olvidaba al instante. A las figuras
humanas y de animales siguieron los paisajes de lugares ignotos. Tierras
resquebrajadas por sequías severas, rojizas y humeantes como si los incendios
las hubieran diezmado hasta la devastación. Luego vio bosques raleados y
sombríos como siluetas que extendían sus ramas culminando en manos delgadas y
huesudas con nudillos extremadamente deformes.
En algún momento el avión comenzó a descender
súbitamente y sintió que su presión subía y su garganta se cerraba. La boca
reseca de miedo. Se iban a estrellar. No sucedió. No, no se había caído. Seguía
sentado. Pidió con voz entrecortada un vaso de agua a la azafata y lo tomó con desesperación.
Nada calmaba su angustia.
No pensaba con claridad desde hacía algunos meses y las
visiones y sensaciones eran terribles. No podía asegurar lo que le pasaba a
ciencia cierta, tal era su estado de confusión.
Lo único que deseaba era ir a un bar. Tomar, tomar y
tomar hasta olvidar y caer rendido.
Cuando bajó del avión se dirigió a buscar la ansiada
bebida. Sin embargo, lo estaban esperando. Entre dos enfermeros se lo llevaron.
Él sabía dónde iba. En otras ocasiones ya había estado encerrado.
Diana Durán, 4 de mayo de 2024
DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA
Generado con IA el 22 de abril de 2024 por Benjamín Viarenghi
DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA
Las hojas del alerce milenario
comenzaron a caer en pleno verano sin que hubiera sequía en el bosque. No había
explicación para la matizada gama de amarillos y las nervaduras violáceas como
venas de manos ancianas. Las ramas de los pinos se quebraban ante cualquier
brisa y sus hojas afiladas formaban cúmulos gigantes cerca de los troncos,
asemejándose a hormigueros de termitas. Las cortezas de los eucaliptos se
desprendieron en forma masiva y cayeron como rígidas cabelleras de madera para liberar
a los árboles de los parásitos que los invadían. Los troncos quedaron lisos y
cercados por montañas de astillas que daban un aspecto siniestro al ruinoso paisaje
forestal. Las hojuelas del estrato de hierbas se habían cubierto de hongos de
especies misteriosas que dibujaban manchas amarronadas y verdosas en el
pastizal. Las lianas del sotobosque se derrumbaron a los pies de la mayor parte
de los árboles en toscas coronas que componían un laberinto intransitable. Asfixiados por nieblas calientes, los arbustos habían
podido producir pocos frutos que se habían arrugado como pasas. Las
masas forestales quedaron afectadas por la acción de insectos y organismos
patógenos hasta extinguirse.
Las
consecuencias sobre los animales fueron pavorosas. Los murciélagos huyeron despavoridos
por el hambre portando enfermedades. Le siguieron los ciervos, monos y roedores.
Los gamos podían saltar los obstáculos en su huida, pero los cervatillos se
lastimaban en las trampas naturales y caían moribundos. Los monos contrajeron
virus letales y quedaron pocos. Las aves planeaban a baja altura hasta que
perturbadas migraron hacia alguna ruta desconocida. Quedaron solo los cuervos
con su plumaje negro y lustroso alimentándose de los restos mustios de lo que había
sido un bosque verde y lozano.
Los habitantes de la aldea “pachamaya”[1]
no querían acercarse a la arboleda enferma, pero necesitaban hacerlo para juntar
los frutos y las raíces que acostumbraban comer. Cuando los hombres
recolectores se internaron en los restos forestales quedaron atrapados entre
lianas espinosas y sus pies sangraban al pisar las ramas desechas de los pinos
y las astillas del eucaliptal. Algunos valientes continuaban a pesar de las
lastimaduras en la desesperación por conseguir alimentos.
El arroyo que bordeaba la ciudadela tenía cada vez
menos caudal y el agua empezaba a escasear en los pozos excavados a mano que abastecían
a los clanes. Poco a poco, las chozas de ramas y palos sujetos con tallos
retorcidos se transformaron en despojos al no reponer los materiales con los
que se construían. Los cerdos salvajes recién domesticados se habían enfermado
atacados por los murciélagos rabiosos. Los ratones campestres huyeron hacia la
aldea y se comieron los pocos frutos acumulados. Las mujeres no sabían qué
hacer con las crías de los ratones que se multiplicaban pese a la escasez de
alimentos.
Como nadie leía ni escribía en este pueblo no se
podía redactar un edicto para paliar el desastre. Entonces el jefe estableció que
las mujeres debían danzar toda la noche alrededor de una fogata de ramas de
eucaliptos y pinos. Siempre había ordenado con razón por lo que
todas lo obedecieron y bailaron hasta el amanecer cuando cayeron desmayadas por
el cansancio. Los hombres pelearon entre sí sumidos en el infortunio y el
fracaso. Los niños lloraron sin nadie que los consolara.
El ecosistema estaba casi extinto y con él la vida
de todos. No quedaba más que emigrar. Al amanecer todos juntaron las pocas
pertenencias en atillos y comenzaron a marchar. En su trasiego, lejos del hábitat
enfermo, se encontraron con otros pueblos que vagabundeaban agobiados.
Muchos habían sido advertidos por los chamanes que
no debían maltratar al bosque. Pero no les habían hecho caso; continuaron
extrayendo los frutos a mayor ritmo que su crecimiento y cazando a los animales
al límite de la extinción en su lucha por la subsistencia.
Fue tal el destierro de las tribus procedentes de
distintos hábitats devastados que, sin comunicación alguna, terminaron convergiendo
en un lugar distante, un borde alejado de todo, un limbo. Allí encontraron agua,
suelo, pastos, árboles y animales sanos. Un oasis en medio de la nada misma. Entonces
tuvieron que organizarse. Quiénes usarían cada recurso, cómo y cuándo lo harían.
Algunos comenzaron a plantar las pocas semillas que llevaban de sus huertos
originales; otros decidieron domesticar a los chanchos salvajes para tener
carne y alimentarse mejor; los más avanzados construyeron viviendas más
resistentes que las primitivas. Las mujeres cantaron a los niños consolándolos
de su dolor y cansancio hasta que se durmieron confiados. Entonces se pusieron
a limpiar y tejer.
Miles de años después los arqueólogos quedaron
estupefactos al descubrir en una excavación los restos de comunidades muy
disímiles que habían convivido en el mismo lugar en paz y unidad. Había en el
yacimiento una mixtura de artefactos culturales como vasijas, ornamentos, dibujos
de bosques y esculturas de animales, que configuraban el patrimonio de pueblos
que habían vivido en armonía con el ambiente durante muchos siglos.
© Diana Durán, 21 de
abril de 2024
CUENTOS TERRITORIALES: DESDE EL CIELO, LA TIERRA, EL AGUA Y LA VIDA
Presentamos el libro "Cuentos territoriales: desde el cielo, la tierra, el agua y la vida" que es una compilación de la mayoría de las narraciones de la autora con el propósito de promover su lectura y que sirvan para enseñar en las aulas de distintos niveles.
Por ejemplo, las estampas territoriales pueden utilizarse para aprender distintos territorios y las cuestiones ambientales y sociales que los caracterizan. Asimismo, los urbanos y suburbanos plantean las diferencias entre estos contextos diferenciados de los territorios. También se incluyen cuentos relacionados con los conflictos bélicos, las migraciones, los espacios vividos y las geografías personales. Un tema aparte es el regreso de la democracia.
El libro puede adquirirse dirigiéndose al mail de su autora: diana.a.duran@gmail.com y su costo es de $ 2.500. Luego de la transferencia se recibe el pdf del libro en el correo electrónico de quien lo compra.
DURÁN, Diana. (2024) Cuentos territoriales: desde el cielo, la tierra, el agua y la vida. 1a ed. ampliada. Punta Alta. Edición de autor. 154 pág.
Prólogo de Yima Santa Cruz. ISBN 978-631-00-2463-9
CUENTOS QUE INTEGRAN EL LIBRO
Estampas territoriales
El otro país
Sequías e inundaciones.
Senderos quebrados
Soledades patagónicas
Amores de frontera
Espejos de agua
Un camino hacia la libertad en la Quebrada de Humahuaca
Mujer en las yungas
Tras la mesa de un café
El puma y los niños
Encuentro en el Delta
Crónica de un secuestro
Urbanos y suburbanos
Miedo en Mataderos
Dos niños en la Isla Maciel
La Reja
Contrastes vitales
De Buenos Aires a Yokohama
Enfermo de virtualidad
Distancia en el encuentro
Reflexiones de una madre pobre
La guerra
Dimitri, el griego
Ucrania. La decisión de Kalina
Kalina y el niño de la guerra
Migraciones
Se de historias de migrantes
Nuevos rumbos, al sur
El secreto de Palmira
Dos vidas, dos rumbos
El pueblo que se volaba
Un lugar llamado Be´eri
Espacios vividos
Un día en el terraplén serrano
Encuentro en Pehuen Co
Crónica de vapores y trenes
Catriel, el arriero
Una maestra en la Puna
Amenazados en la reserva Yabotí
Viaje a las alturas incaicas
Año Nuevo en la montaña
Impresiones vitales
Infancia compartida
La abuela Francisca
El abuelo griego
Juego de niños
La espera
Fin de siglo
Misterio fotográfico
Secretos indeseados
Espejismos
Madre e hija
Amigos siempre
Noches blancas
Noche helada
Viaje al futuro
La pelota y yo
Geografías personales
Gestos
Pensamientos en vuelo
La llanura en los sentimientos
Pinceladas
La historia de Mary Show y su amigo Baltazar
Solo como un perro
La madre, el hijo y el fútbol
La leyenda de Rosalía y sus ocho perros
Nuestra quinta, nuestro lugar
Vientos cruzados
Orden y desorden
Ratón de biblioteca
Regreso a la democracia
Un arduo camino a la democracia
Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos
En un banco de la plaza
EL ALBAÑIL
EL ALBAÑIL El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...
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