UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE
CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III
INFANCIA COMPARTIDA
INFANCIA COMPARTIDA
Anoche
soñé con vos, Santiago, y surgieron muchos recuerdos de la infancia compartida.
Caminamos
las dos cuadras desde nuestra casa hasta la plaza de Devoto, tomados de la mano
o corriendo a distintos ritmos. Como si fuera una hazaña nos balanceamos
parados en las hamacas; en la calesita competimos por la sortija con caballos
andantes y leones rígidos; nos deslizamos como flechas por el tobogán y quedamos
cristalizados para siempre en el sube y baja de un solo lado, en aquella fotografía
sepia, abrazados uno contra el otro como koalas.
Íbamos
a la escuela solos, con ocho añitos yo y siete vos, desde la estación de tren
Villa Urquiza, para luego combinar en Federico Lacroze con el troley
hasta llegar al centro de la ciudad, qué proeza. A la vuelta, casi todos los
días, nos divertíamos en la vereda, la cortada y la terraza. Desde la mancha,
la escondida y la farolera hasta el fútbol de los varones, en el que sólo me aceptaban
por ser tu hermana. Inventábamos todo tipo de aventuras en las escaleras del
departamento de Nazca o desde balcón a balcón; nos escondíamos en la cortada de
la otra cuadra para que nadie supiera dónde estábamos. En la terraza, nos reuníamos
con los chicos del edificio, con Marcelito, Horacio, Emilio y Patricia, para
hacer kermeses sencillas pero muy bien organizadas. Nos reíamos viendo a los
vecinos mojarse al intentar morder y extraer una manzana que flotaba en el
tacho de chapa con agua; voltear los muñecos de madera con pelotas fabricadas
con medias; tirar al blanco con flechas caprichosas a los cartones dibujados
con crayones y demás juegos caseros parecidos. Después, con las monedas que
recaudaba la “banda de Nazca” comprábamos chocolatines como premio para las
futuras kermeses, o alguna pelota de goma que reemplazara a las perdidas en las
alcantarillas o pinchadas de tanto jugar y jugar.
Te veo
tan único y divertido, tan pícaro. Tus pecas salpicando el rostro redondo con
hoyuelos en los cachetes siempre sonrosados; la pancita sobresaliente, a pesar
de tu inquietud constante; las rodillas eternamente sucias de tanto correr, saltar,
caerte y volver a empezar; tus
bellos ojos color caramelo de mirada cómplice pensando en la próxima travesura.
Eras
la fuente permanente de risas para todos. Metiste la cabeza en los barrotes de
la cama y desesperaste a toda la familia hasta que pudieron serrucharlos para
salvarte. Era un clásico perderte y volverte a encontrar en cuanto lugar visitáramos.
En San Clemente del Tuyú cuando te escapaste el mismo día en que llegamos y
como a las tres horas, unos vecinos te trajeron al rojo vivo por el sol de la
caminata. Les habías dicho “estoy en una casa donde vive un gato”. Ignoré la
manera en que los pudiste guiar, pero esa explicación tan curiosa como poco
precisa, era digna de tu originalidad.
Surgen
las anécdotas de los animalitos y vos. El pato de la casa de los Sarmiento, al
que te acercaste apenas llegamos al cumpleaños de la dueña de casa. Lo agarraste
del cuello y lo hiciste girar como una matraca. Pobre animal, quisimos salvarlo,
pero yacía ajusticiado en el piso del patio, para conmoción de los invitados, risas
de los varones y espanto de las nenas. Sonrío al pensar en los perros, gatos y
pajaritos que fueron el blanco de tus salvajadas. Por eso nuestros padres nunca
te compraron una mascota, cuestión que quedó grabada en tu mente como un
desafío futuro y provocó que de grande tuvieras tus entrañables perros y gatos;
calafates, urracas y hasta un mirlo azul.
Vuelvo
a nuestros juegos. Recuerdo que hasta con una puerta nos divertíamos. Me causaba
mucha risa el “juego del marciano” que era la puerta de entrada al departamento
con muchos herrajes. No nos teníamos que chocar con ella, sí dar un paso y luego
otro paso, según se apretara cualquiera de las cerraduras, candados y mirillas hasta
estrellarnos fingidamente, una y otra vez, contra la puerta. Y en lo de los
abuelos, se repetían otras historias: la de los hermanos pobres que guardaban detrás
de los cuadros del dormitorio más grande los billetes ganados para comprar
comida, vos trabajando de peón y yo planchando; la de la casita fabricada
alrededor de una destartalada cocina, donde bullía imaginariamente una sopa de
verduras elaborada con hojas del árbol de la terraza; y el juego de las visitas
con la abuela como personaje principal que daba la palabra: a vos, el sacerdote
vestido con el largo sobretodo negro del abuelo John; y a mí, la dama que se
iba a casar con un estanciero y lucía sombrero y cartera muy antiguos.
Ya en
la adolescencia, la relación fue un poco más distante, como es lógico, aunque
siempre fuiste el proveedor de chicos para los asaltos y fiestas de quince.
Desde el Colegio del Salvador al que ibas, al Normal Nº 1, mi colegio; desde
allí procedieron los novios que tuve y los de mis amigas. Vos siempre
acompañándonos, siempre afable y contenedor de las chicas que “planchaban”. No
me voy a olvidar que con tu franqueza adolescente le dijiste a Paola, “ya que
nadie te saca, te saco yo”. Fue la anécdota del año. Cómo olvidar que me
presentaste al novio de la adolescencia cuando con tu amigo Pino, también
compañero de colegio, decidieron que no era posible verme tan triste por haber “cortado”
con Franco, luego de dos años de gran enamoramiento.
Si me
veías melancólica, hacías algo para contentarme que seguro era una payasada.
También peleábamos como cualquier par de hermanos, pero nos unieron
vigorosamente el miedo a la zapatilla de papá, las noches solos con la portera,
los adorables juegos infantiles, las amistades de la adolescencia, en
definitiva, la convivencia de todos esos años.
Todo
eso te debo, Santiago.
Anoche soñé con vos. Despierto sobresaltada
en la cabaña de Sierra de la Ventana que alquilamos en estas vacaciones de
invierno, y reflexiono a mis sesenta y seis años sobre nuestra infancia,
adolescencia, juventud y madurez. Estoy sola porque mi marido decidió salir
temprano a avistar unas aves del humedal. Entonces decido quedarme un rato más
en la cama, remoloneando y pensando. Un rayo de sol entra por la ventana y me
deja admirar el paisaje serrano. Me inunda una rara sensación y concluyo
por fin y de una vez por todas, que fue mejor que partieras al sur
a hacer tu vida, eligieras todas las veces que desearas a tus parejas, disfrutaras
con tus amigos cuanto quisieras, jugaras al golf al tenis o a lo que anhelaras,
y te fueras de viaje todas las veces que decidieras a Reikiavik, Gales o Boston.
Y
entonces, al fin valoro esa bendita forma de querernos. Amigo fiel, hermano mío.
© Diana Durán, 17 de enero de 2022
TIERRA INCÓGNITA
TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO. Aventuras de Macarena II
Museion (en griego, templo de las musas), Museo de Alejandría. Fue un centro dedicado a las musas. Allí vivían y trabajaban los mejores poetas, escritores y científicos del Mundo Antiguo. Fue fundado por Ptolomeo I Soter y cerrado en el 391 por el patriarca Teófilo.
VACACIONES EN SOLEDAD
VACACIONES EN SOLEDAD
Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes.
El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un
llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los
calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de
trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero
borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido
demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme
de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde
vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También
de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de
libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén
hasta Bariloche.
En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo
he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas
posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por
algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a
pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las
playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo
sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas
sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del
Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico
de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos
viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro
las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me
reconforta.
Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el
auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede
ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda
tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de
cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio
tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos
coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de
formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas
coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de
viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada
uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas
solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo
frío.
Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba
como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte.
Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña
gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto.
Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una
larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como
mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más
en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el
lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la
naturaleza.
Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he
perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con
el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento
las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso
urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso
aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y
salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y
entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar,
pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el
chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi
celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por
una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No
es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de
que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo
del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y
muera de frío.
El
Cordillerano. 10 de febrero de 2021
Cuando los
turistas no cumplen las indicaciones
Se informó
la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños
del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local
al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había
comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares
habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.
La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.
Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta
en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente
el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco
infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.
LA ABUELA FRANCISCA
LA ABUELA
FRANCISCA
Hoy
hace más viento y frío que nunca en Mar del Sur. María y Fernando juegan a la
mancha en el patio trasero porque no se puede salir a la calle. Viven frente a
la playa en una casa que el Banco Nación le alquila al tío, su papá, empleado
de la sucursal. Ese día gélido se templa con la alegría de los niños al recibir
la caja de zapatos que les manda la abuela Francisca desde Buenos Aires. Las
masitas con forma de eses y trencitas son deliciosas y una carta escrita con prolija
letra inglesa en la que les pregunta por el colegio y les cuenta cómo está la
familia es todo el contenido. Para los nietos, un tesoro.
Así
es la abuela, tan sencilla como afectuosa. Ella vive para hacer felices a los
demás. No le importa la jubilación ajustada del abuelo, la casa alquilada o
cualquier otra escasez. No se compara jamás con sus hermanos ricos que la
adoran, pero son bastante tacaños, y recuerda encantada la casa estilo colonial
de Corrientes con aljibe y galerías donde vivió de niña. Ella está siempre presente
en las pequeñas cosas. En ese arroz a punto perfecto, en los ravioles amasados los
domingos para toda la familia, en la torta con un solo huevo que es tan rica
como las de doce de Doña Petrona, en los escones calientes con manteca y dulce.
Si mi hermano y yo nos quedamos a dormir en su casa, nos pone cinco minutos
antes la bolsa de agua caliente en el catre y no falta un cuento de príncipes y
princesas, en los que por alguna razón argumental nos sentimos protagonistas. Canta
suave mientras toca el piano. Sus juegos son únicos y sencillos. El de las
visitas es mi preferido. Mi hermano vestido con el tapado negro del abuelo
representa a un cura quien es la principal visita y yo con un sombrero
ostentoso de joven casamentera tengo también un gran papel. La abuela hace de
anfitriona y comienza la función. El juego consiste en largas conversaciones
con las que ensayamos una vida adulta. ¿Cómo le va padre Juan?, le presento
a la señorita Analía. Buenas tardes, cómo está usted, señorita. Y luego de
un rato de intercambio informal el consabido, en otra oportunidad quiero
presentarle a mi sobrino Justino, dueño de la estancia “Los Esteros”. Y ahí
rompemos en risas porque la abuela siempre quiere casarme con alguien de
alcurnia y fortuna. Otro juego, nos da una canasta y muchos frascos de remedios
vacíos de distintos tamaños y colores que salimos a vender por la casa a
enfermos imaginarios cual farmacéuticos ambulantes. Una genialidad. También
tiene una muñequita pequeña y morena ubicada en un estante alto que no
alcanzamos y cuando nos portamos mal nos dice que la próxima vez que vayamos a
su casa va a invitar a dormir a “la negrita” en nuestro reemplazo y esa
posibilidad nos hace volver al cauce de buenos niños. Recorta figuras de los paquetes
usados de alimentos, harina, arroz o fideos y los pega en papeles de diario para
iniciar cuentos maravillosos de seres que abundan en nuestro mundo de fantasía.
Allí están la negrita Blancaflor, la fina Lechera, la señorita de Odol y tantos
otros.
La
abuela Francisca no necesita salir de compras porque sí, ni ir a cenar o al
cine. Solo quiere recibir a la familia en su casa. Siempre me pregunto cómo puede
cocinar en esa cocina pequeña y oscura que da al patio y hacerlo en un horno
viejo y destartalado. Los domingos de pastas la veo transpirar al compás de las
ollas hirvientes. Sin embargo, su comida es la más rica del mundo. Creo que le
pone gotitas mágicas. Las más deliciosas milanesas separadas por papel madera
para sacar la grasa; la tarta de masa casera con queso de rallar a falta de
cuartirolo o algún otro. Es feliz en las fiestas de fin de año. Recuerdo sus
regalos simples y oportunos, repasadores, agarraderas cosidas por ella misma o
un paragüitas para mi prima. Cuando la situación económica de los jubilados
empeora en el país la abuela sigue por el mismo camino, cocinando ahora para su
familia nuclear las mismas comidas de siempre y haciendo unas muñequitas de
trapo para encauzar sus habilidades manuales. Nunca la escuché quejarse, pelear
o gritar a nadie. La única vez que la vi llorar, triste muy triste, acostada en
la cama, fue cuando el tío se accidentó con su esposa y mis primos, viniendo de
Mar del Sur a Buenos Aires a pasar las fiestas.
Ya
viuda la abuela vivió con mis padres y por unos años se mantuvo entera. Sin
embargo, se fue apagando, naturalmente, sin su compañero de cincuenta años y ya
no cantó más ni jugó con sus bisnietos. Pero quería siempre ayudar a lavar los
platos, porque sus fuerzas se lo permitían y así se sentía útil.
La playa está fría, el viento del sudeste
arrecia, el tiempo es indomable, pero no es Mar del Sur, aunque también vivo al
borde del mar y me imagino que algún día me llegará por correo una caja de
zapatos llena de masitas con forma de eses y trencitas y con una carta de la
abuela Francisca.
© Diana Durán. 28 de diciembre de 2021
MIGRANTE GRIEGO
John Papadópulos
MIGRANTE
GRIEGO
¡Hoy
viene el abuelo John a casa! Seguro me trae chocolatines en el bolsillo de su
sobretodo, los que tienen dibujitos de animales que tanto me gustan. Voy a ver si
llega. Su figura se va agrandando mientras se acerca por la calle Nazca, hasta
que se para justo debajo del balcón y me saluda con su gran sonrisa. Mamá,
mamá ahí viene el abuelo. Me cuelgo en sus hombros y busco los chocolates
mientras él se ríe a las carcajadas. Hola, Ale, cómo estás, cómo te fue en
el colegio. Abu, me saqué un diez en dictado. Vuelve a reírse y me
dice, mi nieta es muy inteligente, el sábado cuando vengas a casa podemos ir
de pic nic en bicicleta al golf de Palermo, la abuela nos va a preparar unos
sándwiches de milanesa y buscaremos pelotitas al borde del campo de juego, ¿te
parece? Salto de alegría y corro a ponerme las Skippy para ir a la
plaza. Vamos tarareando en griego una canción que me enseñó de cuando él iba a
la escuela y después repetimos juntos las letras del alfabeto para que me las
acuerde, alfa, beta, gama, delta, épsilon, y así hasta omega y me río mucho
cuando no me sale de la forma perfecta que tiene de nombrarlas.
El
abuelo es muy sabio y me cuenta historias sobre su vida en Grecia a orillas del
mar Mediterráneo donde veía peces de colores mientras nadaba. Sabés Ale, mi
mamá, Delfina, cuidaba ovejas, labraba la tierra, sembraba semillas de maíz y molía
la harina con la que amasaba el pan. También hilaba la seda y la lana para
coserles la ropa a mis diez hermanos. Ellos trabajaban de sol a sol porque no
tenían luz, por eso mi familia se levantaba al alba y se acostaba al atardecer.
¡Cómo me gustan estas historias! Después me muestra una foto de su mamá
donde está vestida de negro y tiene el pelo gris. Me da tristeza y no sé por
qué.
El
abuelo John también me contó que fue al colegio como yo, pero aprendió a leer y
a escribir en griego. ¡Qué difícil debía ser!, por eso lo admiro tanto y quiero
ser educada como él. Después vino a la Argentina en un largo viaje a través del
Atlántico. No encuentro relatos parecidos en ningún libro de la colección Robin
Hood porque son los que cuenta mi abuelo y por eso son únicos. Por ejemplo,
cuando estuvo en un frente en Egipto y así aprendo que existe otro país
lejano. Esa parte mucho no la entiendo, porque es triste la guerra y no me la explica
mucho. Solo me extraña que su única golosina fuera un terrón de azúcar y pienso
que seguro no se habían inventado los quioscos todavía.
Otra
cosa importante que hace el abuelo es llevarme a su iglesia que no es la misma
que la de mis padres. Es evangélica y en ella aprendo sobre la Biblia. Los
Shanon son unos pastores canadienses que viven enfrente de la casa de los
abuelos y son amigos de la familia. Ellos nos hacen jugar los sábados a la Biblia
en el templo. Nos cantan libro y versículo y nosotros, los chicos, tenemos que
buscarlos lo más rápido posible. Quien lo encuentra primero levanta la mano, lo
lee y si es correcto lo felicita el pastor. Gano muchas veces y por eso mi
abuelo me regala una Biblia hermosa de tapas celestes y finísimas hojas que leo
mientras él lee la suya en griego. No sé cómo hace para entender esas letras
tan raras, por eso lo admiro tanto.
Cuando
cumplo diez años mi fiesta se hace en la casa de los abuelos. Mis padres me
regalan una enciclopedia Larousse de tres tomos que apenas puedo levantar pero
que me parece muy importante. Voy a leerla completa me prometo. El abuelo John me
compra diez vestidos, sí, esa cantidad, aunque nadie lo pueda creer. Mientras
tanto juego con los chicos invitados a la mancha y a la rayuela en la vereda. Pienso que debo ser una nena muy buena o algo
así para que todo me salga bien y soy muy feliz de tener tantos amigos y tantos
regalos.
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Corre
el año mil novecientos ochenta y uno. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos
días felices de la infancia. Soy becaria del CONICET, tengo dos hijas y un
trabajo muy riguroso, tal vez demasiado, lo que me obliga a disfrutar poco y
exigirme mucho. Tanto que a los veintinueve años se publica mi primer libro,
que es una síntesis de la tesis de licenciatura. Diez años me costó obtener el
título y el abuelo falleció antes de que me recibiera de geógrafa. La vida no
me resultó tan fácil como cuando era una niña, pero aquella primera publicación
reza antes del prólogo: “A mi abuelo, John Papadópulos” y una sonrisa tan grande
como la de él se despliega en mi cara.
© Diana Durán. 27 de diciembre de 2021.
FIN DE SIGLO
MAGIAS SERRANAS
Foto Diana Durán. Alameda cercana a Villa Ventana
UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I
Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños.
Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto.
Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime.
Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi.
Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos.
Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro.
¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares.
A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim.
Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera.
Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1)
(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas
palestinos de la resistencia. Madrid.
© Diana Durán. 3 de diciembre de 2021
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