NOCHE HELADA

 


    Una nueva noche fría en el barrio. Alejandro Sola. Foto revista


Noche helada 

    Estoy esperando a alguien... Pronto. Urgente. Me siento mal. Una gota resbala por mi frente. Una, dos, tres... cinco gotas. Estoy transpirada y, a la vez, me recorre un gélido temblor. No quiero tener otro ataque. Me siento en el borde de un precipicio. Abajo, la nada misma. ¿Por qué tanto frío? Esa sensación de que me ahogo, de que me mareo. Me voy a desmayar, me siento morir. Me apoyo contra la pared de la esquina, justo en la cortada. De a poco me deslizo y quedo sentada. No me sale la voz, si no gritaría. Por aquí me conocen. Estoy a la vuelta de casa y nadie se percata, no aparecen. Claro, son las diez de la noche. A esta hora están todos de sobremesa o mirando la tele. Yo en cambio tuve la maldita idea de salir sin avisar. Sentía que me asfixiaba. No aguanté. Y ahora quién me ayuda. Sola de toda soledad. Apoyo mi cabeza entre las piernas. Repito, creo que me voy a morir. Estoy desamparada. Por favor, que aparezca alguien. ¡Ayuda! Quien sea. Cualquier persona, alguien. La espera es infinita. Estoy condenada. La noche cada vez más oscura. Ni el farol de la calle me alumbra. Nadie me vio pasar. Es invierno, quién va a cruzar.

    Escucho gritar. Es mi padre enojado, lo reconozco. Rocío, qué te pasa. Levantate. Otra vez te escapaste de noche. Te vas y no decís nada. ¡Qué miércoles te pasa! No te das cuenta de que así no vas a ninguna parte. Tu madre, harta. Nos tenés cansados. Todos pendientes. Siempre la misma historia.

    Así me habla. Yo que lo esperaba. Quiero que me abrace y me ayude a levantar. Quiero su abrigo, su apoyo, su consuelo. En la oscuridad no le puedo explicar, ni siquiera le veo la cara. Él es fuerte y mi muerte no lo acompaña. Es inútil el llanto, no hay respuesta. La noche es helada, pero no congela el dolor.

    Tal vez en la muerte esté la respuesta, no la encuentro en la vida, aunque sé que está, no me elige, no me busca, no es. 


© Diana Durán. 29 de setiembre de 2022



 

HISTORIAS DE SUBURBIOS. CONTRASTES VITALES

 


Suburbio. Street View

Historias de suburbios. Contrastes vitales.

Julia contemplaba su jardín desde la ventana del escritorio en el que componía su novela. La extasiaba ese mundo vegetal creado por sus propias manos, paleta asimétrica y multicolor de lavandas, rosales, margaritas y pequeños arbustos que tras la reja admiraban vecinos y caminantes. La hiedra trepaba perezosa la blanca pared que lindaba con la casa de los vecinos. Gozaba de su invernadero, cubierto de plantines con incipientes brotes que regalaría cuando se tornaran maduros, y del pequeño alero donde colgaban helechos, potus y lazos de amor que se reproducían vivamente por lo que se afanaba en preparar más y más. En una esquina del patio trasero tenía reservado un rectángulo de tierra fértil en el que con solo tirar semillas brotaban plántulas que disponía en diminutas macetas recicladas. Hasta el viejo galpón había renovado con sus ingeniosas manos y era el resguardo de ropas, revistas, herramientas y demás enseres que no entraban en la vivienda.

Su casa, heredada de los abuelos, estaba decorada por sus manos, combinando muebles, cuadros, libros, recuerdos de viajes en perfecta armonía. A los treinta y cinco años Julia se sentía plena en ese cálido hogar con su esposo y su hijo de diez años. Pequeña la familia, pues sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico años atrás. Había borrado de su mente esa triste historia. Los había archivado en su frágil memoria. No se había permitido duelo ni desánimo.  

Era una eficaz emprendedora en las más diversas tareas, fueran laborales o domésticas. Las primeras, entregar los artículos solicitados por la editorial y, a la par, escribir una novela por año, además de dar clases de Lengua y Literatura en un profesorado cercano. También adoraba conversar durante las tardes o fines de semana con los vecinos camino a hacer las compras y a veces tomar mate con alguno de ellos. Podía tratarse de la esposa del tapicero que vivía enfrente, la joven madre de la casa lindera, el jardinero con el que discutía sobre las plantas que quería incorporar al jardín, la tímida muchacha de la esquina cuya cocina relucía, el carpintero al que le encargaba renovar viejos muebles. La anciana dama que residía en una casa de madera prefabricada le contaba coloridas historias de ese barrio suburbano, de casas bajas, arbolado y poco transitado. Comunidad afincada hacía muchos años en la que la mayoría se conocía.    

Su vida placentera. Casada con un hombre querido, honesto y trabajador, compañero en toda circunstancia, y madre de un niño adorado, con el que jugaba todas las tardes después del colegio y acompañaba en las tareas escolares. Una biografía organizada y feliz. Su mente había esfumado por completo el accidente de sus padres. Ni siquiera un retrato había querido disponer entre sus recuerdos.

        Hasta que un día el espejo le devolvió una mirada triste, una mueca en vez de sonrisa, los ojos hundidos y pequeños. Comenzó a sentirse cansada y melancólica. Su alegría, cúmulo de actividades e intereses se desvanecieron en poco tiempo. No sabía por qué. Lo que le estaba sucediendo contrariaba su esencia vital, activa y vivaz. Día tras día se sentía más fatigada. Se despertaba confusa y afligida. No podía comer bien y deseaba seguir durmiendo para no enfrentar lo cotidiano. Ella, la reina de los hábitos diarios, no tenía siquiera fuerzas para levantarse. María, que la ayudaba en las tareas, empezó a reemplazarla paulatinamente en la preparación del desayuno de su hijo y el almuerzo del esposo. A la noche, él cocinaba. Las tareas diarias quedaron relegadas por una apatía que la tenía perpleja. El jardín comenzó a llenarse de malezas mientras las flores terminaron mustias; el invernadero se convirtió en una confusa maraña de plantas que crecían al azar; el galpón se llenó de polvo y telarañas. Julia descubrió que su familia le era ajena y sus vecinos distantes. Ya no los frecuentaba. Casi no salía de la casa y había abandonado la novela. Tuvo que pedir licencia en su trabajo. Permanecía estática y aburrida frente al televisor. Sentía que la vida de los otros, la de su propia familia devenía, mientras que la de ella se había detenido en un páramo incierto. Se había apagado de nostalgias pensando en el accidente de sus padres. Nadie en el barrio la veía pasar. Fue una especie de autoexilio alarmante. Un verdadero destierro. Julia olvidó amigos, contuvo sueños, se esfumó de su natural actividad. Así vivió casi un año.

En la noche deliro. Hadas misteriosas acompañan mi sueño. Auroras boreales disipan su imagen. Duendes imaginarios transitan el bosque umbrío. Caminos intrincados extravían sus rostros. Oscuridades inciertas me envuelven. Y entonces: abrazo el osito de felpa, lloro, sueño. Prefabrico volver a verlos.

Muchas veces Julia se sentó en su escritorio, tantas otras se levantó sin tocar sus trabajos. Poco se asomó a la ventana. Cierta tarde de primavera una pareja de torcazas se posó sobre el arbusto raído. Hicieron un nido. Escuchó sus arrullos. Imaginó que traían un mensaje de sus padres. Los recordó y lloró amargamente. Sollozó durante días cada vez que escuchaba a las palomas. Algunos rayos de sol atravesaron la ventana. Sintió extrañeza y calor. Ayudada de múltiples maneras por su pequeña familia y la terapia que no abandonó, un buen día volvió a su lugar de escritura. Releyó los últimos párrafos de la novela y redactó unas pocas oraciones. Advirtió tras la ventana el abatido estado de su jardín y con esfuerzo infinito tomó la tijera de podar y la pala más pequeña. Salió y notó que sus propias manos podían extraer malezas y pastos altos. Emergieron las plantas abandonadas. Con la pala removió la tierra reseca y la regó. Podó el rosal cuyas ramas se habían estrujado contra el muro. Le costaría retomar su trabajo de jardinería, pero sintió un brote de placer. Durante los días subsiguientes retornó al invernadero y ordenó parte del caos reinante. Entró a la casa y se miró al espejo. Descubrió cierto brillo en su mirada. No más que eso.

Poco a poco regresaron los días de bonanza, cosas concretas que tantear, de nuevo los encuentros en el barrio, de nuevo la confianza. Fue volviendo de a migajas, sintió que podía luchar. Julia recuperó su vida a fuerza de mucha paciencia, esfuerzo y del infinito amor de su esposo e hijo. Comenzó a recordar a sus padres con ternura. Hasta pudo poner su retrato en un esquinero que mandó a hacer especialmente. Volvió a ser Julia, la buena vecina, la del jardín, el invernadero, el galpón y las letras. La madre y esposa que había olvidado ser. De nuevo la vida de los otros se incluyó en la propia. La pareja de torcazas abandonó el nido y voló. Julia recuperó su edén.


© Diana Durán, 19 de setiembre de 2022.

EL PUMA Y LOS NIÑOS

 


Villa del Mar. Foto: Google Street View

El puma y los niños

 

Un puma sigiloso acecha oculto en el amarillo pastizal. Tiene hambre. Sus crías están lejos. Puede andar kilómetros y kilómetros en busca de una presa.

Pablo y Andrés con sus once años ríen y juegan en Villa del Mar cerca de la salina. Están acostumbrados a vagar por la periferia donde el remanso se transforma en pajonal. Conocen cada uno de los rincones de las pocas manzanas del pueblo y son libres de merodear por ellas. Juegan tirando piedras que hacen ondas en la laguna. Se distraen con los cangrejos del barrizal costero, pero saben que no tienen que matarlos. En el lagunajo seco encuentran todo tipo de elementos que le sirven para sus aventuras. Cañas, gomas y maderas son tesoros para ellos. Los guardan en el galpón de una casa abandonada. Recorren el sendero del humedal y el jardín de la fundación que protege a los animales marinos. Alguna vez participaron en el rescate y cuidado de tortugas del mar o pingüinos varados en aguas bajas. Saben la diferencia entre las gaviotas cangrejeras y las cocineras. Persiguen cuises al borde de la ruta apenas saliendo de la Villa. Tampoco los dañan, se divierten corriéndolos.

Un atardecer de sábado los chicos deciden recorrer el sendero del Club Marino. Se acercan para divisar en el horizonte el perfil del puerto con sus chimeneas humeantes. La ciudad parece cada día más cercana. Ellos no entienden por qué. Nunca han ido, pero en la escuela les enseñaron que hay grandes industrias en la urbe portuaria.

De regreso casi de noche ven una sombra en el pajonal. No es liebre ni mulita. Tampoco un perro de la calle. Es muy grande y se mueve lentamente. Los niños se apartan y vuelven a sus casas corriendo. No saben qué es. Nunca han visto algo semejante.

El domingo la curiosidad los lleva a seguir caminando por el perímetro donde el caserío se hace campo, pero ahora tienen un objetivo, saber qué animal es. No tienen miedo. A pocas cuadras de la espesura donde lo vieron el día anterior divisan con claridad una silueta que se mueve acompasadamente. Es como un gato grande que enseguida se oculta. ¡Un puma!, grita Pablo, ¡sí, un puma!, asiente Andrés. Su cabeza redonda, cuerpo grande y alargado, sus orejas erguidas y patas macizas lo distinguen. Pueden verlo fugazmente, porque el felino muy calmo se oculta emitiendo un sonido conocido, como el maullido de un gato. Agitados y orgullosos los chicos corren a sus casas.


Se prometen no decir nada a sus familias para seguir investigando. Al día siguiente vuelven al lugar y se internan en el pajonal. Nuevamente lo divisan. El puma se esconde. Ellos se alejan. Pablo y Andrés deciden contar el gran descubrimiento a sus padres y se arma la batahola. Las familias muy alarmadas se comunican con el delegado de la villa y este con las autoridades municipales. Los medios de la ciudad cercana publican artículos sobre la peligrosidad del ejemplar. Asustan a la gente. Agregan que puede haber otros en las cercanías. Los guardaparques explican el comportamiento de los pumas. La Oficina Ciudadana advierte que nadie debe andar cerca y que si lo ven tienen que avisar inmediatamente a los teléfonos difundidos. Durante varios días buscan al puma. Es necesario rescatarlo, brindarle los cuidados que necesita y devolverlo a su hábitat natural.


Al cuarto día el animal es sacrificado por el padre de Andrés de un escopetazo. El puma fuerte y esbelto yace exánime de un tiro certero. Alivio generalizado. Algunas voces ambientalistas no están de acuerdo. Los niños no pueden creer lo sucedido. Andrés le dice a su amigo que si no lo hubieran contado el puma seguiría vivo. Pablo le reprocha la acción de su padre. Se sienten culpables y a pesar de ello rememoran lo vivido como una gran aventura, aunque sufren mucho la muerte del animal. No lo quieren ver. Los padres de ambos deciden restringirles las salidas. La infancia despreocupada de Pablo y Andrés ha terminado.

 

 

Nota: Los pumas comen ciervos, guanacos, liebres, aves, reptiles pequeños, roedores e incluso insectos. Además, se ha reportado que depreda ganado cuando la urbanización avanza notoriamente sobre su hábitat. Las poblaciones del puma están decreciendo debido, principalmente, a la modificación de su hábitat y a la persecución directa del ser humano, por lo que en un futuro su categoría podría modificarse a una con cierto grado de amenaza o peligro.

© Diana Durán. 12 de setiembre de 2022

 

NOCHES BLANCAS

 


Hospital San Isidro

Noches blancas

Celia organizaba la Nochebuena con toda dedicación. Le encantaba hacerlo. Usaba su mejor vajilla, un centro de mesa con bolas plateadas sobre una bandeja dorada, un velón aromático y ramas de olivo. Este año había cambiado el mantel de brocato blanco por uno rojo de hilo en el que dispuso una tira de pequeñas luces completando la decoración. Iban a estar, su padre, su hijo Adrián y una pareja de amigos entrañables. Pocos, pero, aun así, estaba entusiasmada con los preparativos. A las seis de la tarde había terminado de cocinar y se disponía a descansar un rato cuando su hijo la llamó al celular. Estaba en la casa del abuelo jugando al ajedrez como lo hacía muchas tardes. Celia pensó que le preguntaría si tenía que comprar algo faltante para la cena.

Mamá, el abuelo se siente mal. Tiene dolor de pecho, me asusta ─le dijo Adrián a la madre con voz muy afligida.

Celia se sorprendió porque su padre no tenía antecedentes de alta presión, ni enfermedad cardíaca. El muchachito por orden de la madre llamó a la ambulancia que llegó diez minutos después. Lo trasladarían en forma urgente al Hospital San Isidro. Ella corrió las cinco cuadras que distaban desde su casa a la del padre. Lo hizo sin pensar, como una loca, desbocada, pensando en los peores momentos de su vida. No alcanzó a verlo porque ya se lo habían llevado. Entonces tomó un taxi. En el trayecto intentó sentirse esperanzada. Hoy es Nochebuena, nada malo puede pasar, se repetía incrédula. En el camino habló con su hijo para que fuera a la casa de su mejor amigo y la esperara allí. Adrián con sus escasos quince años protegía a la mamá con gran responsabilidad sobre ella, con la actitud de un hombre.

Celia logró ver a su padre unos minutos en la guardia. Él solo le musitó que no se preocupara por Adriancito, que ya estaba en camino a lo de un amigo en bici. Él mismo se lo había pedido. Coincidencias. Ella le había rogado lo mismo ante su insistencia de acompañarla. Pensar en su nieto frente a una situación así, qué noble actitud, reflexionó Celia.

El padre comenzó a temblar y le pidió una frazada. No hacía frío, lo que la estremeció. Algo no andaba bien y toda la responsabilidad caía sobre ella porque su madre lo había abandonado tres años atrás, después de cuarenta años de matrimonio. Distintas hubieran sido las circunstancias, se dijo, aunque logró disipar enseguida ese pensamiento egoísta. Ahora toda la responsabilidad recaía en ella, su única hija. Se sentía más sola que nunca. Otra vez. ¿Por qué hoy, justo en Nochebuena? Mamá, esta noche tendrías que haber estado con nosotros, invocó con resentimiento.

Lo trasladaron en camilla. Vio pasar al espectro de lo que era su padre. Apenas pudo escuchar unos quejidos irreconocibles al ingreso de la Unidad Coronaria. Nunca lo había escuchado gemir. No era él, no era su papá. Tan jovial, tan sano. Flotaba en el aire una gélida sensación que no podía explicar. De allí en más los acontecimientos se precipitaron. Lo vio de lejos lleno de cables que lo conectaban a la cama. Quedó impactada. Adrián que la llamaba requiriéndole ir al hospital. Ella que no quería someterlo a que viera mal a su abuelo. Los amigos que estaban invitados a la cena pasaron un rato para acompañarla. Celia se sentía igualmente sola. Infinitamente sola.   

Mientras hacía los trámites de ingreso al hospital y más tarde esperando a los médicos, una canción habitaba su mente. No podía evitar repetirla. Era un eco que le traía el pasado. Noches blancas de hospital/Dejad el llanto esta noche/Que el niño está por llegar/Caminante sin hogar/Ven a mi casa esta noche/Que mañana Dios dirá.[1] Los médicos le dijeron que se fuera a su casa. Estaba grave pero estable. Al día siguiente decidirían si podía ser sometido a una cardiocirugía. Ella no pudo. En esa Nochebuena dormitó de a ratos en la sala de espera del primer piso escuchando a lo lejos los festejos navideños. Adrián lo pasó con la familia de su amigo. La noche fue eterna.

La mesa con el mantel rojo quedó tendida e intacta. La comida lista para servir. Los regalos en el árbol. Así encontró Celia su casa esa triste mañana de Navidad en la que se ocupó de guardar todo para volver al hospital donde estaba su padre enfermo. Esta vez la acompañaría Adrián que regresó de la casa del amigo presuroso. Advirtió que el hijo era su norte, su sostén. El jovencito se parecía mucho a su esposo que el año anterior había fallecido en sus brazos.

 

© Diana Durán. 8 de setiembre de 2022.

 

 

 

 

 

 

 



[1] Párrafos de la “Canción para la Navidad”. José Luis Perales.

DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL


Isla Maciel. Street View

DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL

Trabajo con los Suárez antes de que nacieran sus dos hijos. Primero vivían en Congreso y era más fácil. Ahora se me hace trabajoso viajar desde la Isla Maciel a Olivos. Tengo que cruzar el Riachuelo en la canoa que lo atraviesa bajo el Puente Negro, tomar un colectivo hasta Retiro y de allí el tren a Olivos. Cuatro horas de ida y vuelta. Es muy cansador, pero la verdad es que estoy muy encariñada con Juan Manuel y Mariano. No los quiero dejar, pobrecitos, tienen solo seis y ocho años y yo soy su mamá postiza. Che angá[1]. Me gusta prepararles lo que me piden, milanesas con papas fritas, pastel de papas o empanadas de jamón y queso. Les enseñé a comer tortas fritas en los días fríos y lluviosos. Si los habré llevado al colegio, la plaza y a pasear por el barrio. No quiero ser chismosa pero la señora se podría ocupar un poco más de ellos, aunque es buena porque siempre me regala ropa o algún adorno que me gusta. A veces me pide que me los lleve porque sale con el marido. Yo no tengo problema, me los traigo a las casas porque sé que van a estar bien y además son unos pesos más por hora.

─¿Mañana vamos a tu casa, Flora? ─me pregunta Juan Manuel. 

Le contesto que sí y la alegría del niño me pone feliz. Me dice que le gustan las casitas de colores donde vivo y también cómo bailamos chamamé en familia. 

Vivimos con mi esposo, mis dos hijos, Nelly y Antonio, y mi hermana soltera, la Ñata, en la Isla Maciel. Nos arreglamos bien a pesar de que no hace mucho que vinimos de Encarnación y lo que conseguimos es por un tiempo porque el frío y la lluvia atraviesan las rendijas de la pared y el techo. Mi casa tiene un solo dormitorio y una cocina comedor donde el Cholo tiene su taller. Dormimos los cinco en la misma habitación, pero en camas separadas por cortinas. Cuando no encuentra changas en la construcción mi marido trabaja en casa arreglando aparatos eléctricos chicos porque el lugar no da para más. 

Le digo a la Ñata que el Cholo va a tener que mejorar la casilla o nos tendremos que mudar pronto si las cosas mejoran, o al menos comprar un ventilador de techo por el calor del verano. También habrá que construir el baño adentro de la casa porque ya estoy cansada de ir afuera. Según cuentan van a terminar los departamentos de Avellaneda adonde nos van a mudar. La Ñata me responde que va a pasar un año hasta que terminen el nuevo barrio.

Me acostumbré a vivir oliendo el Riachuelo a pesar de que ya no hay curtiembres ni frigoríficos como antes. Quedó un olor que se te mete en el cuerpo. No hay baño ni perfume que lo tape. Isla Maciel es como la Boca, pero más pequeña y menos turística. Aquí vive mi familia, mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos. Por eso estamos bien. Nos reunimos los domingos a almorzar sopa paraguaya o fideos caseros y tomar mate con chipá. Cuando se cobra la quincena se puede hacer un buen asadito. Si estoy engordando de tanto comer. Con la miseria que pasamos en Paraguay estaba flaca como un yvyra[2]. Después jugamos al truco y bailamos chamamé. 

Las mujeres de la familia trabajamos en casas particulares de señoras que se conocen y nos fueron recomendando. Dicen que en la Isla Maciel hay prostíbulos y zonas de mucho delito (“liberadas” le dicen) pero nosotros no nos mezclamos con esa gente. Nuestro único gran problema, más allá del dinero que lo resolvemos trabajando y con la familia, es la inundación del Riachuelo que nos obliga a evacuar y muchas veces perdemos lo que tanto nos cuesta comprar.

Le cuento a la Nelly que el viernes vendrán los niños a las casas y que le voy a pedir a la Ñata si me hace el favor de dormir en lo de Eusebia así podemos dejar su cama para ellos. 

 ─Sí mami, como usted diga. ¡Qué lindo que vengan los niños! Voy a preparar un rico flan para ellos ─me contesta, siempre de buena gana con esa sonrisa hermosa. 

El viernes los señores nos llevan en auto a Retiro de camino a su fiesta. Me alegro mucho porque queda menos trecho para llegar a las casas. 

─Niños, no se separen de mi lado, vamos siempre de la mano. Juanma te suelto solo unos segundos para sacar el pasaje ─le ordeno a los niños. 

─¡Sí, Flora! ¡Quietitos! ─responden a la vez y empiezan las preguntas que siempre me hacen reír. 

─Flora, ¿qué comemos hoy? Flora, ¿podemos ver tele en tu casa? ¿vamos a jugar a las cartas? Flora, ¿va a estar la Ñata?, ¿y Nelly? Son tan cariñosos. Les cuento que la Nelly les preparó un flan con dulce de leche y saltan de alegría.  

 ─Ahora más tranquilos los dos, por favor, que tenemos que tomar la canoa─ les digo por precaución. Esta es la parte del viaje que me da un poco de miedo. Que alguno se caiga al agua, ay no, Santa Patrona de Caacupé, protégelos. 

El Riachuelo está calmo así que no hay nada que temer. Los abrazo fuerte, pero ellos ya han hecho el cruce muchas veces. No tengo que preocuparme. En el medio del río comienza a chispear. No me preocupo mucho porque es apenas una llovizna. Juan Manuel y Mariano están contentos. Bajamos en la orilla y la lluvia comienza a ser más fuerte. Ya es un chaparrón. Llegamos a las casas saltando charcos. Allí nos esperan el Cholo y la Nelly con la salamandra prendida y la comida preparada. Comemos bajo un ruido tremendo en las chapas del techo.

─Flora, me gusta el ruido de la lluvia ─dice inocentemente Juan Manuel. 

La casa parece que se va a venir abajo. Hay truenos y relámpagos. Se corta la luz. Los chicos no tienen miedo, al contrario, se divierten con lo que pasa, pero yo sé lo que se viene. Todo pasa muy rápido. El Cholo, Nelly y Antonio, la Ñata que vino enseguida, y yo enfrentamos la inundación. Sabemos qué hacer. Los dos hombres suben la heladera a la mesa y levantan cada uno de los muebles sobre ladrillos. Nosotras doblamos los colchones y los subimos al ropero, metemos en bolsas de plástico la ropa y los alimentos que podemos, nos ponemos botas y pilotos de plástico. Por último, con vergüenza infinita nos autoevacuamos en la parroquia Nuestra Señora de Fátima. Los niños a salvo. Ñandejara. Ñandejara[3]. 

[1] Che angá: mi alma en guaraní
[2] Yvyrá: palo 
[3] Oh Dios, en guaraní.

 © Diana Durán, 29 de agosto de 2022

MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS

 


Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla

Mi pequeño Andrés de las sierras

 

Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos. Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que tener que correrlo. 


Si este niño llega vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en chiste, un poco en serio.


No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca severidad.


Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes. Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.


Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.


Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles, sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas, comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.


Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero, geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio torrente de actividad. 


Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía, recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar. Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de Andrés.


Entristecidos y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico. Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.


© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.


AMIGOS SIEMPRE

 


Fuente: Street View

Amigos siempre


    Los tres amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno, ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad. Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era un tipo parco y reservado.

    El tema de conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil. Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.

   Día por medio se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco, especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.

    Los debates eran “para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.

    Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de Alfonsín y la economía empeoraba día a día.

    Yo por suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra ―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.

    Nosotros tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.

    Ay, Negro, qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele” ―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.

   ―¿Y si el viernes nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones a comer.  Los amigos aprobaron la moción.

   Entre los tres se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.

    Las cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo, no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de sus encuentros.

   Un atardecer de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.

  Hola Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la esposa con quien había sido compañeros del colegio.

  ―¿Qué pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.

  ―Que no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol, hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.

    Señora, fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.

  Oscar tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al hospital.

   Cuando iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la ventana.


  © Diana Durán, 15 de agosto de 2022

 

 

TRAS LA MESA DEL CAFÉ

 




Plaza. Fotografía de Héctor Correa.


TRAS LA MESA DEL CAFÉ


Sueños prometidos tras la mesa del café. Serán los diálogos eternos. Las historias, deleites compartidos. 

Las casas de paredes blancas y techos multicolores se diseminaban en la aldea que trepaba la colina allende el mar. El sitio tenía la particularidad de que la plaza principal estaba ubicada de tal manera que daba al campo en el este y al mar en el oeste. Vista privilegiada que los lugareños no apreciaban lo suficiente, ocupados en sus tareas cotidianas. 

Vivían en el pueblo Mario y Alejandra con sus sueños prometidos tras la mesa del café. Otras vidas, otros rumbos, circulares, elípticos, divergentes, retomados al azar después del viaje aquel. 

La función principal del poblado era ser estación ferroviaria, lo que le daba vida y sentido. La causa de su fundación. Su razón de ser. Pero, en la década de los noventa, llegaron malas noticias. El posible levantamiento del ramal, dijeron. Así fue. No hubo posibilidad de reclamar. Con la estación cerrada, el jefe se reinventó y partió hacia un destino itinerante. El operario de vías emigró con su familia a una ciudad cercana donde podía hacer changas. Los jóvenes comenzaron a irse en búsqueda de nuevas alternativas. Solo fueron quedando viejos, adolescentes y niños. Una verdadera sangría humana. Subsistieron los maestros de la escuela primaria y los profesores de la secundaria agrícola que alternaban su estadía semanalmente. El médico acabó atendiendo según lo llamaran por alguna emergencia. Las ventas del almacén de ramos generales habían decaído estrepitosamente y hasta el cura comenzó a ir a la capilla solo los domingos para dar misa. No había mucho que hacer. La somnolencia y la quietud embargaron el lugar, antes promisorio. La mayoría de las viviendas se habían deshabitado. 

Mientras tanto, Mario y Alejandra vivían en una casa luminosa, llena de libros, historias, reporters apilados, folletos de viajes, melodías que los arrullaban. Silencioso escritorio y los escritos. La heredada vajilla y los adornos de la abuela, tan queridos. El encuentro del mate y los puchos, miradas, manos, contactos. La ilusión era quedarse. Lo racional, partir. Sueños prometidos tras la mesa del café. 

A la vieja estación de servicio le había quedado un solo surtidor de nafta junto a un bar rústico que oficiaba de punto de reunión. Los chacareros de los predios aledaños se reunían allí muy de vez en cuando para tratar algún tema común: los caminos rurales o el precio de los granos. Ante la dramática situación del éxodo se decidió realizar una reunión en el bar. Allí se congregaron el delegado municipal, la directora de la escuela primaria y el director de la agropecuaria. También asistieron el encargado del silo y algunos viejos vecinos de las familias locales. Se juntaron alrededor de las sencillas mesas para tomar un vaso de caña o un café mientras trataban la vital cuestión. Estaban tan afligidos que ni siquiera tenían ánimo para matear. 

―Si seguimos así vamos a desaparecer, ―dijo el almacenero apenado. 
―Tenemos que tomar medidas urgentes. La escuela sigue perdiendo alumnos. Los chicos que quedan están deprimidos, ―contestó el director―. Esto no da para más. Es una desgracia. 
―Temo que, si no pensamos en algún proyecto para nuestro lugar, se van a ir todos, me incluyo, ―sentenció el dueño de la estación de servicio. 

 Así siguieron dialogando e incluso discutieron acaloradamente sobre el asunto hasta que llegaron a la ingrata conclusión de que no había nada que hacer. A nadie se le ocurría una solución. Levantaron la reunión y se fueron a sus casas. El pueblo tan bello con vistas al mar y al campo estaba condenado. Quedaban solo doscientas personas que lo abandonarían inexorablemente. Si los adultos no encontraban un rumbo, para los adolescentes era aún peor. Se temían depresiones masivas. El hijo de un puestero y alumno de la agropecuaria se había escapado de la casa. Lo encontró la policía rural en un barranco ebrio y muy lastimado. El hecho cubrió a todos de un manto de tristeza y desolación incluso mayor. 

No reparaban en Mario y Alejandra y sus sueños prometidos tras la mesa del café. Ideales compartidos. Ellos decidieron quedarse y construir con la herencia del bisabuelo de Alejandra, uno de los primeros habitantes del lugar, un hotel de turismo rural. En él reunieron todas sus expectativas, los sueños, los viajes, la vajilla, las tradiciones. 

Entonces se produjo el milagro. La aldea revivió. El hotel atrajo a turistas primero de los alrededores y luego de la región. Promovió múltiples actividades que dieron vuelta la historia. La escuela agropecuaria volvió a tener alumnos. Se realizaron ferias con sus productos, dulces, quesos, verduras frescas e, incluso, artesanías que las mujeres del lugar decidieron sacar a la luz. Aburridas las habían acumulado en sus casas sin pensar en venderlas. La estación ferroviaria se transformó con el tiempo en un museo histórico a cargo del jefe que volvió al poblado. El médico decidió que podía reinstalarse y el cura se estableció de nuevo en la capilla. La plaza “del Este y el Oeste” se transformó en el mayor atractivo con su doble paisaje de la llanura al naciente y el mar al poniente, por lo que los visitantes admiraban el amanecer en el llano y el atardecer en el horizonte marino. 

Sueños cumplidos junto a la mesa del café. Lloverá maná, entrará luz y hallarán la huella. Al final, será simiente. Así llamaron Mario y Alejandra al hotel que devolvió la vida al lugar. “Simiente”.


© Diana Durán, 8 de agosto de 2022

MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

 


Mujer en las yungas. Foto: Héctor Correa


MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

    Verdes, profusos verdes de todas las tonalidades, esmeralda, aguamarina, pasto, pino, oliva y manzana. Amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor alternando en pisos hasta los prados más altos. Los inefables grises y blancos del cielo cuando bajan las nubes y envuelven los cerros. La policromía de las yungas. Selva, bosque y pastizales. Lianas, helechos y los troncos tan altos que parecen llegar al sol.

    La abuela Amancia con su pollera violeta, su poncho marrón y su gorro con guarda naranja acompañaba ese entorno único. No descansaba nunca. Sabe Dios quién le daba esas fuerzas sobrenaturales. Cocinaba locro y empanadas cuando había dinero y tortillas de harina y grasa cuando no. Tejía en el telar y remendaba nuestra gastada ropa. Cuidaba el gallinero. Mantenía limpio el rancho. Solo dejaba el pequeño predio cuando a veces nos acompañaba a arriar las cabras. Entonces caminaba lento detrás de nosotros, sus dos nietos adolescentes, por los senderos del bosque hasta el abra. Allí gozaba de los atardeceres de Villa San Lorenzo y muy lejos, casi en el horizonte, miraba melancólica el perfil de Salta la linda. Se sentaba en un tronco seguramente extrañando a su hija, mi madre. Ella trabajaba en la gran ciudad para enviarnos dinero mientras mi padre yacía en un catre postrado por el alcohol o la pereza. A veces trabajaba en la zafra, entonces marchaba y nos quedábamos con la abuela. Fue siempre el pilar de la familia. No recuerdo al abuelo, se debe haber ido como mi padre. Desde el abra se veía la gran capital que la abuela solo había conocido en tres oportunidades, cuando estuvo enferma por el Chagas y cuando cuidó de mi madre al darnos a luz.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los inefables grises y blancos pintando el azul del cielo al bajar las nubes que envuelven los cerros.

    La abuela, con su tez ajada y sus cabellos blancos, miraba más hacia la tierra que al cielo. Siempre agachada para mantener el rebelde sembradío entre las rocas del Cerro de la Cruz. Por esa razón se estaba encorvando. Tal vez se encoge por la edad, pensaba yo y me ponía un poco triste. Vivíamos en un rancho de madera con un toldo de plástico negro que cubría el techo frágil. En un ambiente apenas separado por cortinas raídas donde dormía con mi hermano y la abuela. También mi padre cuando estaba. Ella golpeaba con un palo las mantas para orearlas y arrancarle el polvo que las cubría. Cuando la lluvia las mojaba las ventilaba para que se secaran. La oscura morada contrastaba con el tornasolado bosque que se volvía selva hacia el Este. Íbamos bajando la cuesta treinta cuadras hasta el colegio en la villa sobre la ruta. Así de simple era nuestra vida.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los cielos azules en los días radiantes que iluminan los cerros.

    Poco a poco nuestra tierra quedó en el medio del circuito turístico, aislada entre barrios privados y hoteles lujosos que se expandían sin cesar. Hasta entonces ninguno de nosotros renegaba de la pobreza. Bello era andar entre los cerros guiando las cabras o descubriendo pájaros, zorros y llamas. Pero a medida que aumentaba el turismo y las nuevas construcciones, se producían derrumbes y hasta aluviones. El bosque se iba raleando cada vez más. Demasiado cemento, decía la abuela. No entendía la jarana de los aladeltistas que subían por los senderos hasta el abra. ¿Para qué romperse los huesos?, se preguntaba la abuela y nos hacía reír porque tenía razón. Sabíamos que algunos solían caer por las pendientes. Otros se perdían en los circuitos de la montaña.

    Una tarde subimos con mi hermano a traer las cabras. La abuela nos acompañó lentamente y se sentó enseguida en el pastizal mirando el horizonte. Se la notaba cansada. Mientras nos alejábamos vimos que se había recostado. Al regresar quedamos paralizados. Había muerto la querida abuela Amancia. Entonces dejamos la Villa San Lorenzo y nos fuimos a Salta con mamá.

    Grises, oscuros grises de la gran ciudad a pesar del color ladrillo de las tejas, el marrón de los balcones, el ocre de las iglesias y los pequeños recuadros verdes de algunas plazas. El gris de la pobreza urbana.  

©  Diana Durán, 1 de agosto de 2022.

Yungas: son las selvas de montaña del Noroeste argentino. Tienen diferentes pisos. En las partes bajas el bosque denso y húmedo, en las partes altas la selva da paso a arbustos y pastizales.

ESPEJISMOS


Centro cultural de la Cooperación "Floreal Gorini"

ESPEJISMOS 

    La mujer caminaba por la avenida Corrientes en busca de un café en el que recalar para disfrutar de sus acostumbrados ritos. Leer fragmentos de libros y quizás comprar alguno. Era habitué de las librerías de la tradicional arteria porteña. Se sentía a sus anchas recorriendo pasillos para elegir novelas latinoamericanas, históricas o universales. También buscaba ensayos de sociología. Detestaba los libros de autoayuda o los de política, estanterías que sorteaba sin mirar. Se distrajo ante la vidriera del “Gato Negro” bar a la usanza de un viejo almacén que vendía deliciosas especias y tés variados. Continuó su recorrido y decidió entrar en el Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini”, espacioso y vidriado, lleno de estanterías. Librería, bar y teatro juntos. Un ambiente conocido y acogedor. Eligió después de una parsimoniosa búsqueda “El mundo alucinante” de Reinaldo Arenas y “Cuentos completos” de Ricardo Piglia.

    Pasada media hora de hojear los libros y degustar un capuchino con medialunas empezó a sentirse extraña. Como si alguien la mirara. Volteó la cabeza para todos lados, pero no vio a nadie conocido. Los mozos de siempre. Pocas mesas ocupadas. Una pareja próxima al ventanal y unos cuantos parroquianos dispersos en otras tantas. Todo normal. Volvió a sumergirse en los libros y de nuevo tuvo la misma percepción. Alguien la observaba. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No era una sensación grata. Muy por el contrario, era sombría. No quiso pararse, prefirió quedarse quieta donde estaba. Como el efecto continuaba temió sufrir un ataque de pánico, de esos que había tenido en la adolescencia y había superado a fuerza de terapia y mucho empuje personal. No puede ser, pensó angustiada. Sin embargo, el efecto continuaba. Como si alguien quisiera acercársele. Sintió una perplejidad que no lograba discernir. Buscó al mozo que la había atendido con el propósito de pedirle urgentemente la cuenta y retirarse a pesar de no haber podido comprar aún el libro de cuentos elegido. No lo vio por ningún lado. En cambio, advirtió una fantasmal presencia. Era ella misma diez años atrás sentada a dos mesas de distancia cercana a los anaqueles. Quedó helada. No podía moverse. La muchacha parecía aguardar a alguien. En la mesa de la más joven se disponían libros que la mujer había comprado y leído veinte años atrás, el mismo capuchino, las mismas medialunas. No puede ser, repitió desesperada. Cerró los ojos con el corazón en la boca esperando que la visión desapareciera. Cuando los abrió vio que a la figura de sí misma se le acercaba el novio de los veinte años, compañero de la facultad que había fallecido en un accidente. No podía dar crédito a lo que presenciaba. Sintió que se iba a desmayar. Con el mínimo de fuerzas que le quedaba se levantó y huyó despavorida del lugar sin pagar.

    Mientras corría por Corrientes maldijo a la ciudad de los espejismos. Donde todos simulan. Donde muestran lo que no son. Allí los encontró, fingiendo ser felices. Creyendo que les creería.


 ©  Diana Durán, 27 de julio de 2022

 

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