UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE




Paisaje del Impenetrable en las cercanías de Ingeniero Juárez. Street View


UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE 

    Poyahen era un niño wichi de doce años. Vivía en un rancho a diez kilómetros de Ingeniero Juárez en el Impenetrable de Formosa. Ese territorio polvoriento de bosque chaqueño espinoso marcado por la inundación o la sequía y diezmado por la deforestación. Desde muy pequeño ayudaba a su papá a recoger leña, arrear cabras, pescar y cazar. Era el mayor de seis hermanos. A veces se alimentaban de quirquincho, yacaré, palomas y culebras. Su papá hacía changas en el pueblo. La mamá preparaba dulce de algarroba y tejidos en chaguar. Hablaban una mezcla de español y wichi, si bien en su hogar lo hacían en su idioma. Poyahen, bajito y delgado, estaba mal nutrido, pero era muy inteligente y nada silencioso como otros niños wichi. Los surcos de su carita redonda semejaban el suelo de su tierra. La profundidad de sus ojos negros ocultaba sus tristezas. Amaba la naturaleza del Impenetrable que era su tayhi (1). El agua faltaba cada vez más. Había que buscarla lejos en algún riacho o juntar la de lluvia. Cuando llovía… Su casa tenía paredes de rama y adobe y un techo cubierto de pastos crecidos. El cerco de palos limitaba la tierra, heredad de los abuelos. Baldes, sogas, redes y demás enseres colgaban en desordenada geometría. Dos perros flacos andaban por allí. 

    Como todos los años la maestra cumplió con el diagnóstico inicial en la escuela que no era de educación bilingüe como otras de la zona. Poyahen contestó cada pregunta con esa voz suave tan peculiar de los wichis. Explicó que le gustaba  escuela porque leían cuentos, escribían en hojas blancas y dibujaban con lápices de colores. Contó que iba con su mamá y hermanos cuando podían. Ella limpiaba en el hotel “Parador” a la entrada del pueblo. Caminaban más de una hora por el borde de la ruta. Sobre qué quería ser cuando fuera grande aclaró, sabe, yo quiero aprender a leer “de corrido”. Quiero ser médico para curar a mis hermanos, mi mamá y mi papá. Los chicos andan siempre con mocos o les duele la panza. Los remedios de mamá no los curan. Sanan los de la farmacia. El informe de la maestra quedó archivado y no produjo ningún aporte para el niño. 

    El viento caliente silbaba como siempre y se colaba entre las ramas del rancho. El verano hacía crujir el suelo yermo. El polvo volaba y lo invadía todo. A pesar del calor crepitaba el fuego en el horno de barro. Los pájaros cantaban de día y las bestias gruñían de noche. 

    La asistente social de la intendencia de Ingeniero Juárez fue a hacerle una entrevista a la familia. Poyahen respondió cómo se alimentaban mientras la funcionaria escribía en sus fichas sin mirarlo. Mamá planta zapallo y maíz, hay poca “waj” (2) pa regar. Los zapallos mueren y los choclos no crecen. La ayudo a carpir, pero la tierra es dura, susurró. Dijo que la mamá cocinaba unas tortillas que vendía en la ruta. A veces la panza duele de noche. Mamá y papá no comen pa darnos a nosotros, agregó triste Poyahen. Para cambiar de tema expresó orgulloso, hace poco mi kalayi (3) Aarón me invitó a su cumple. No sabía si iba a ir. Comprar el regalo sería muy difícil. La asistente social partió sin decir nada. 

    El viento helado silbaba y atravesaba como siempre las ramas del rancho. El invierno frío penetraba en los huesos sin más protección que unas pocas mantas. A pesar del fuego en el horno de barro. Se escuchaban menos pájaros cantar de día y los gruñidos de noche. 

    Un etnobotánico y un antropólogo visitaron a la familia para investigar su cultura y modo de vida. Los padres se rehusaron a hablar, pero el niño sí lo hizo. Ando en el monte y el río. Cerca de las casas un “fwa’ayukw” (4) me da sombra si hace mucho calor. Poyahen les relató que conocía el quebracho, las tunas y el palo santo y que cuando salían con el padre a cazar vizcachas veían zorros y garzas. Agregó que le gustaba buscar nidos de pájaros y mojarritas en la laguna. Su carita se entristeció al describir que cada vez había menos animales en su tierra. Los tshowet (5) se van muy lejos de tanto que los ahatay (6) cortan los árboles para plantar ese pataj (7) que se llama soja. Los investigadores no volvieron más. 
     El viento de la primavera silbaba y se colaba como siempre a través de las paredes entrelazadas del rancho. El frío se atemperaba. Los árboles brotaban y las yucas florecían. El polvo volaba como siempre. Crepitaba el fuego en el horno de barro. Se escuchaban más pájaros cantar de día y más gruñidos de noche. 

    Un año de mucha sequía se bajaron de una camioneta unos jóvenes. Les llevaron agua y comida. Poyahen les agradeció y conversó con ellos. Contó que le gustaba cuando llovía, pero no cuando se inundaba porque perdían todas sus posesiones. No sabía qué era peor, si la arroyada o cuando no había agua como en ese momento. Durante las siguientes sequías los miembros de la organización no regresaron. 

   Una mañana dos fotógrafos quisieron que él y sus hermanos fueran retratados para formar parte de un proyecto sobre la niñez en el Impenetrable. Los padres se negaron rotundamente. No querían que sus hijos hicieran de modelos para los blancos. El niño también los escuchó renegar con los ingenieros del INTA porque rechazaron las técnicas de agricultura familiar. No es lo que querían hacer. 

    Todo esto explicó Poyahen a la maestra, a la asistente social, a los estudiosos de la cultura wichi, a los miembros de la ONG. También los padres a los fotógrafos y a los ingenieros que pasaron por su casa. Todos ellos centrados en sus propios intereses y ocupaciones. La familia no necesitaba ser objeto de estudio. Querían el reconocimiento de sus costumbres. Pretendían trabajo y educación. 

    El choque fue la consecuencia. Uno invisible y artero a la vida y al corazón wichi. El del anonimato y la indiferencia. 

    Con los años Poyahen no se recibió de médico. En cambio, se convirtió en el líder de la resistencia por los derechos ancestrales de las comunidades sobre las tierras que habitaban en el oeste de Formosa. 

(1) Tayhi: monte en wichi. 
(2) Way: agua en wichi. 
(3) Kalayi: amigo en wichi. 
(4) Fwa’ayukw: algarrobo en wichi. 
(5) Tshowet: animal en wichi. 
(6) Ahatay: hombre blanco en wichi. 
(7) Pataj: pasto en wichi.

© Diana Durán. 31 de enero de 2022

CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III





Viaje en tren de alta velocidad (foto Héctor Correa)


CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III. 

    Macarena volvió de su periplo por Medio Oriente cansada pero feliz por las experiencias vividas. Únicas, irrepetibles. Debía recomenzar el trabajo docente en pocos días en los colegios secundarios “El Carmelo” y “Regina Mundi” de Granada, su ciudad. Otra vez la rutina, otra vez los horarios. Su cabeza bullía recordando todo lo que había vivido en el viaje. Las callejuelas míticas de Belén, los contrastes de El Cairo, los extraños acontecimientos de Alejandría. Peleaba con las planillas frente a la computadora intentando concentrarse en las planificaciones del Bachillerato. Finalmente decidió que la experiencia le serviría para enriquecer sus clases de lengua y literatura. Macarena era obsesiva, estudiosa, cumplidora. Comenzó a buscar libros, revisar cuentos e indagar historias. Sabía que a los adolescentes les atraían las aventuras. Combinaría las propias andanzas con los relatos del valiente Ulises en su viaje por el mar y las islas míticas. Propondría la lectura del regreso a su amada Ítaca. Quería que sus alumnos aprendieran como ella a interesarse por el mundo antiguo. Recordó “Sinuhé, el egipcio”, y sus viajes por Babilonia, la Creta Minoica y otros pueblos; “Las mil y una noches” y los relatos sobre Aladino, Alí Babá y los siete viajes de Simbad. 

    Macarena advirtió que conseguir bibliografía para enseñar era un buen argumento para viajar de nuevo. Pensó en salir durante la Semana Santa. Esta vez con un trayecto más corto. Recorrería pocas ciudades en camino a París con el tren de alta velocidad. Un día en Madrid para comprar los libros que le faltaban y dos en Barcelona. Amaba la movida juvenil de los catalanes. Aprovecharía para pasear por el distrito del Ensanche con sus bares y discotecas de las ramblas, paseos y avenidas. Y después, París, la ciudad de sus sueños. Había alquilado un estudio pequeño frente a los Jardines de Luxemburgo, en pleno distrito de La Sorbona donde se mezclaría con los estudiantes. Su idea era averiguar las condiciones de alguna beca en Historia del Arte y Arqueología para hacerla con tiempo. 

    En abril emprendió el viaje a Madrid y a Barcelona. Disfrutó al recorrer librerías, bares y tiendas de ropa. Luego partió hacia París en el tren. A pesar de los trescientos kilómetros por hora podía admirar los paisajes mediterráneos en transición a la cuenca parisina histórica, cerealera e industrial del corazón francés. Los cultivos aterrazados de vid, los bosquecillos, los asentamientos tan típicos de intensiva ruralidad. 

    Enfrente a su asiento se instalaron dos muchachos. Lindos chicos, pensó Macarena. Rubios, altos. Hablaban en alemán. Tendrían la misma edad de ella. A poco de acomodarse entablaron conversación en inglés con ella. Otis y Derek le contaron que habían estado en Zagreb y Liubliana, las históricas capitales de Eslovenia y Croacia, países de la ex Yugoslavia que valía la pena conocer, según dijeron. A Macarena le atrajo la figura de Derek con el que intercambió miradas y sonrisas especiales. Les relató sus viajes mientras ellos referían sus aventuras en un diálogo muy animado. Durante abril habían estado en el oriente europeo, Grecia, Eslovenia, Croacia y Hungría. Macarena describió sus andanzas en Belén, la experiencia de bañarse en el Mar Muerto y remató con sus aventuras en el Bajo Egipto. Les comentó entusiasmada que había comprado libros en Madrid que le hubiera gustado mostrarles, pero estaban en su valija cubierta de etiquetas de Medio Oriente. Se ufanó señalándola. El diálogo continuó con muchas otras referencias a experiencias vividas por los tres. Hasta intercambiaron turrones y bebidas. Macarena estaba feliz de practicar su inglés con alemanes. No era algo tan común. Llegando a Lyon, en el corazón de la región del Ródano, los jóvenes anunciaron sorpresivamente que se bajaban para continuar su viaje. Enseguida intercambiaron saludos y contactos con Macarena. Ella, algo sorprendida por lo abrupto de la despedida, volvió a pensar en su recorrido. Pronto estaría en París. El tren no había partido cuando la joven pensó en su valija que estaba en los estantes de metal cerca de la puerta del vagón. Miró desde su asiento y no la vio. Debería estar mezclada con otros equipajes. Se levantó para buscarla. No la encontró por ningún lado. Consultó a un guardián y a los pasajeros cercanos. Nada. El corazón le latía. Por alguna razón sospechó de los jóvenes que había tratado. Cuando el tren arrancaba los vio caminando muy tranquilos en el final del andén. Iban charlando animados. Llevaban sus dos mochilas y Derek, la valija de Macarena. Ella se sorprendió por una acción de semejante audacia y calaña. Ningún pasajero había visto a los chicos cuando se bajaron. Pensó que era un chiste. Recordó que tenía los teléfonos y llamó a Derek. El abonado no está disponible, dijo la operadora. Con Otis pasó lo mismo. La habían engañado. ¿Con qué propósito absurdo? ¿Llevarse su ropa, sus libros, sus enseres básicos? Se dio cuenta de que había mencionado las etiquetas de su valija por lo que era fácil de reconocer. Seguramente esos dos farsantes venderían su ropa y sus libros en alguna feria para hacerse de unos euros que no le servirían de mucho. Se sintió muy humillada. 

    A pesar de que Macarena llevaba con ella dinero y documentos en su mochila, se había quedado sin su equipaje y, principalmente, sin sus compras. Tendría que volver a Granada o adquirir alguna ropa básica en París para seguir su viaje. Lamentó especialmente la pérdida de los libros. Quedó abatida, se tendió en el asiento y descubrió que la confianza y la apertura no la habían llevado por buen camino. Los simpáticos “turistas” le había jugado una muy mala pasada.

© Diana Durán. 24 de enero de 2022

  

INFANCIA COMPARTIDA

 




INFANCIA COMPARTIDA

    Anoche soñé con vos, Santiago, y surgieron muchos recuerdos de la infancia compartida.

    Caminamos las dos cuadras desde nuestra casa hasta la plaza de Devoto, tomados de la mano o corriendo a distintos ritmos. Como si fuera una hazaña nos balanceamos parados en las hamacas; en la calesita competimos por la sortija con caballos andantes y leones rígidos; nos deslizamos como flechas por el tobogán y quedamos cristalizados para siempre en el sube y baja de un solo lado, en aquella fotografía sepia, abrazados uno contra el otro como koalas.

    Íbamos a la escuela solos, con ocho añitos yo y siete vos, desde la estación de tren Villa Urquiza, para luego combinar en Federico Lacroze con el troley hasta llegar al centro de la ciudad, qué proeza. A la vuelta, casi todos los días, nos divertíamos en la vereda, la cortada y la terraza. Desde la mancha, la escondida y la farolera hasta el fútbol de los varones, en el que sólo me aceptaban por ser tu hermana. Inventábamos todo tipo de aventuras en las escaleras del departamento de Nazca o desde balcón a balcón; nos escondíamos en la cortada de la otra cuadra para que nadie supiera dónde estábamos. En la terraza, nos reuníamos con los chicos del edificio, con Marcelito, Horacio, Emilio y Patricia, para hacer kermeses sencillas pero muy bien organizadas. Nos reíamos viendo a los vecinos mojarse al intentar morder y extraer una manzana que flotaba en el tacho de chapa con agua; voltear los muñecos de madera con pelotas fabricadas con medias; tirar al blanco con flechas caprichosas a los cartones dibujados con crayones y demás juegos caseros parecidos. Después, con las monedas que recaudaba la “banda de Nazca” comprábamos chocolatines como premio para las futuras kermeses, o alguna pelota de goma que reemplazara a las perdidas en las alcantarillas o pinchadas de tanto jugar y jugar.

    Te veo tan único y divertido, tan pícaro. Tus pecas salpicando el rostro redondo con hoyuelos en los cachetes siempre sonrosados; la pancita sobresaliente, a pesar de tu inquietud constante; las rodillas eternamente sucias de tanto correr, saltar, caerte y volver a empezar; tus bellos ojos color caramelo de mirada cómplice pensando en la próxima travesura.

    Eras la fuente permanente de risas para todos. Metiste la cabeza en los barrotes de la cama y desesperaste a toda la familia hasta que pudieron serrucharlos para salvarte. Era un clásico perderte y volverte a encontrar en cuanto lugar visitáramos. En San Clemente del Tuyú cuando te escapaste el mismo día en que llegamos y como a las tres horas, unos vecinos te trajeron al rojo vivo por el sol de la caminata. Les habías dicho “estoy en una casa donde vive un gato”. Ignoré la manera en que los pudiste guiar, pero esa explicación tan curiosa como poco precisa, era digna de tu originalidad.

Surgen las anécdotas de los animalitos y vos. El pato de la casa de los Sarmiento, al que te acercaste apenas llegamos al cumpleaños de la dueña de casa. Lo agarraste del cuello y lo hiciste girar como una matraca. Pobre animal, quisimos salvarlo, pero yacía ajusticiado en el piso del patio, para conmoción de los invitados, risas de los varones y espanto de las nenas. Sonrío al pensar en los perros, gatos y pajaritos que fueron el blanco de tus salvajadas. Por eso nuestros padres nunca te compraron una mascota, cuestión que quedó grabada en tu mente como un desafío futuro y provocó que de grande tuvieras tus entrañables perros y gatos; calafates, urracas y hasta un mirlo azul.

    Vuelvo a nuestros juegos. Recuerdo que hasta con una puerta nos divertíamos. Me causaba mucha risa el “juego del marciano” que era la puerta de entrada al departamento con muchos herrajes. No nos teníamos que chocar con ella, sí dar un paso y luego otro paso, según se apretara cualquiera de las cerraduras, candados y mirillas hasta estrellarnos fingidamente, una y otra vez, contra la puerta. Y en lo de los abuelos, se repetían otras historias: la de los hermanos pobres que guardaban detrás de los cuadros del dormitorio más grande los billetes ganados para comprar comida, vos trabajando de peón y yo planchando; la de la casita fabricada alrededor de una destartalada cocina, donde bullía imaginariamente una sopa de verduras elaborada con hojas del árbol de la terraza; y el juego de las visitas con la abuela como personaje principal que daba la palabra: a vos, el sacerdote vestido con el largo sobretodo negro del abuelo John; y a mí, la dama que se iba a casar con un estanciero y lucía sombrero y cartera muy antiguos.

    Ya en la adolescencia, la relación fue un poco más distante, como es lógico, aunque siempre fuiste el proveedor de chicos para los asaltos y fiestas de quince. Desde el Colegio del Salvador al que ibas, al Normal Nº 1, mi colegio; desde allí procedieron los novios que tuve y los de mis amigas. Vos siempre acompañándonos, siempre afable y contenedor de las chicas que “planchaban”. No me voy a olvidar que con tu franqueza adolescente le dijiste a Paola, “ya que nadie te saca, te saco yo”. Fue la anécdota del año. Cómo olvidar que me presentaste al novio de la adolescencia cuando con tu amigo Pino, también compañero de colegio, decidieron que no era posible verme tan triste por haber “cortado” con Franco, luego de dos años de gran enamoramiento.

    Si me veías melancólica, hacías algo para contentarme que seguro era una payasada. También peleábamos como cualquier par de hermanos, pero nos unieron vigorosamente el miedo a la zapatilla de papá, las noches solos con la portera, los adorables juegos infantiles, las amistades de la adolescencia, en definitiva, la convivencia de todos esos años.

    Todo eso te debo, Santiago.

    Anoche soñé con vos. Despierto sobresaltada en la cabaña de Sierra de la Ventana que alquilamos en estas vacaciones de invierno, y reflexiono a mis sesenta y seis años sobre nuestra infancia, adolescencia, juventud y madurez. Estoy sola porque mi marido decidió salir temprano a avistar unas aves del humedal. Entonces decido quedarme un rato más en la cama, remoloneando y pensando. Un rayo de sol entra por la ventana y me deja admirar el paisaje serrano. Me inunda una rara sensación y concluyo por fin y de una vez por todas, que fue mejor que partieras al sur a hacer tu vida, eligieras todas las veces que desearas a tus parejas, disfrutaras con tus amigos cuanto quisieras, jugaras al golf al tenis o a lo que anhelaras, y te fueras de viaje todas las veces que decidieras a Reikiavik, Gales o Boston.

    Y entonces, al fin valoro esa bendita forma de querernos. Amigo fiel, hermano mío.


© Diana Durán, 17 de enero de 2022


TIERRA INCÓGNITA


Paisaje de la Meseta de Somuncurá. Por Julpariente.



T
IERRA INCÓGNITA 

    Los unía el amor por la naturaleza, la necesidad de conocer nuevos horizontes, el hábito de explorar. No necesitaban mucho dinero. La camioneta les permitía hacer viajes por lugares lejanos e incógnitos. Ellos medían el tiempo en kilómetros surcados. Así habían conocido el interior salvaje de los esteros del Iberá y su biodiversidad; la riqueza de la Puna argentina y sus altiplanicies coloridas e historias prehispánicas; el empobrecido Chaco occidental y su impenetrable bosque seco. Habían atravesado los paisajes latitudinalmente dispares de la ruta cuarenta de norte a sur y de sur a norte. Elegían los caminos más apartados y allí iban con sus enseres de camping y mochilas. En caso de no poder acampar paraban en hostales. El asunto era seguir y seguir por los caminos planificados. Su amor estaba basado en el común apego a descubrir lugares y se afianzaba en los recorridos. 

    Francisco y Malena eran una joven pareja. Veinticuatro años él, veintidós ella. La cuatro por cuatro, un aporte del padre de él, rico comerciante de maquinaria agrícola, que le daba los gustos a su hijo por su exitosa trayectoria educativa y profesional. Él era geólogo, ella licenciada en turismo, por lo que explorar el país era un plus en su formación, además de una pasión compartida. 

    Esta vez habían decidido ir a la Meseta de Somuncurá en el sur de Río Negro que era el corazón del desierto de la Patagonia. Sabían que ese nombre significaba “piedra que suena” por el ruido de las rocas al quebrarse y chocar entre ellas, sumado al irascible viento del sur. Una zona inmensa, escarpada, rocosa y volcánica. Los jóvenes dudaban que la meseta fuera tan inaccesible e intransitable. Sobre todo, Malena insistía en recorrerla, aunque hubiera escasos servicios turísticos y los caminos fueran aptos solo para vehículos especiales. ¿Por qué elegir una de las topografías más inhóspitas de la Argentina? Justamente por eso. La habían estudiado, pero también habían visto documentales donde se apreciaba una síntesis compleja de conos volcánicos, sierras, lagunas temporarias, cañadones, arenales y estratos de sedimentos multicolores. Podrían haberlo hecho con guía, pero querían descubrirla solos. Eran muy apasionados en la toma de decisiones para viajar. 

    Accedieron por la ruta cinco desde Maquinchao en el interior rionegrino. Pensaban llegar hasta El Caín, que significa “piedra para moler”, en un gran bajo que habían localizado en sus mapas satelitales. De allí seguir la ruta provincial cinco hasta la ocho arribando a Prahuaniyeu, pequeño oasis en el medio de la nada. Después verían cómo sumergirse en el interior ya que hasta el momento solo habían bordeado la mole de veinticinco mil kilómetros cuadrados. 

    Llegaron hasta donde se acababa el dibujo del camino de la infinita isla de roca. Iban atravesando arroyos secos y guijarrosos con recortes salinos. Se encontraron con otra camioneta en un paraje sin nombre cuyo único equipamiento era una casa de piedra aislada a la vera de un lagunajo pequeño de agua salada y unos solitarios flamencos. Allí se abastecieron de agua deseosos de continuar la aventura. Intercambiaron un breve diálogo con el puestero y siguieron por esa topografía casi lunar por los cráteres volcánicos, entre amarillos, ocres, marrones y verdes oscuros. Se internaban cada vez más en la vasta meseta. Luego de dos horas de trayecto el paisaje se tornó cada vez más desolado. Atesoraban el deseo de encontrar en alguna parada la ranita de Somuncurá que era endémica del lugar o, excepcionalmente, puntas de flechas en un ámbito muy rico en restos arqueológicos de cazadores y recolectores prístinos. Habían cruzado zorros, guanacos, ñandúes y maras en las partes más bajas de la estepa, pero en las partes altas era otra cosa. El mismísimo desierto a más de mil metros de altura.

    Francisco dudaba en seguir, pero Malena insistió en internarse en un terreno desconocido por el común de los viajeros. Siguieron. Él manejaba por una parte especialmente escarpada y estrecha en el borde de un acantilado cuando sintieron una fuerte explosión. La pared rocosa que atravesaban se desmoronó y golpeó el costado de la camioneta del lado de Francisco. Lo último que hubieran esperado era ser aplastados por una gigantesca roca despeñada en el medio de la nada. Estaban a tres horas de donde habían iniciado el recorrido y hacia adelante quedaban aún dos más hasta llegar a los Menucos. 

    Francisco salió arrastrándose del vehículo e intentó atravesar los escombros para mover la roca más grande que había aplastado la parte delantera. Su cabeza estaba ensangrentada. Se desmayó. Malena, que había salido ilesa, no podía creer lo que veía; buscó el botiquín de primeros auxilios para socorrerlo. Al darse cuenta de que no reaccionaba trepó a un lugar alto para pedir ayuda. La ganó la desesperación. Ascendió como pudo y advirtió que en el entorno no había rastros de humanidad. Nada, solo la estepa; ni siquiera un árbol o un mallín verde que indicara presencias. Como única señal vio el chenque de un indio de tiempos pretéritos. Mal presagio. Tenía que encontrar alguna forma de comunicarse. Volvió sobre sus pasos para estar al lado de Francisco que yacía inconsciente. Lo acomodó en la carpa que armó como pudo al resguardo de la intemperie y lo tapó con una manta. Trató de frenar la hemorragia. Se sentía culpable de lo sucedido. Malena percibía cada vez más el retumbar de los basaltos por el enfriamiento del atardecer y el ulular del viento que se iba tornando más fuerte hasta crispar sus sentidos. Estaban desaparecidos. Su suerte dependía de que los encontrara algún viajero o un ovejero. Rogaba entre sollozos que así sucediera. 

    La meseta permaneció intangible y distante. Solo habían podido bordearla. Ni visas de internarse en ella. Por mucho tiempo Malena tuvo pesadillas sobre ese lugar sagrado que los ancestros de los pueblos originarios no les habían permitido conocer, por ser irreverentes frente a su memoria. En su tristeza y desesperanza le había otorgado a la mole el carácter de deidad. Habían quedado en el lugar hasta que un pastor solitario los socorrió al día siguiente cuando Francisco ya no pudo ser reanimado.


Chenque: tumba indígena precolombina compuesta por rocas dispuestas en forma de cúmulo.

© Diana Durán, 17 de enero de 2022

TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO. Aventuras de Macarena II



Alejandría. Egipto.net


TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO

    Antes de su affaire con el palestino Jalil, a quien había plantado sin reparos en Belén, Macarena había visitado Egipto. La joven granadina era especial. Treinta años, soltera, profesora de letras en su ciudad natal. No tenía grandes compromisos. Le gustaba gastar sus ahorros en recorrer el mundo sola. Así lo había hecho desde los veinte años. Después de Israel quiso volver al lugar que la había conquistado. El Cairo, encrucijada cultural de oriente y occidente. Una historia milenaria condensada en dinastías, pirámides, templos, dioses, imperios, faraones, invasiones y guerras santas. Inagotable fuente de estudios culturales. Pero también soñaba con ver el Mediterráneo desde África en vez de su tradicional panorama europeo. Apreciar el “ponto” homérico como lo hicieran los egipcios, fenicios, griegos y romanos. Ya había recorrido las pirámides de Guiza, la Ciudadela de El Cairo, el cosmopolita barrio de Zamalek, la iglesia Colgante ortodoxa, el Museo de arte islámico. Deseaba completar su aventura en Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno trescientos años antes de Cristo bajo el dominio persa. Sus conocimientos de literatura griega y musulmana la animaban. 

    Mientras paseaba por las amplias avenidas de El Cairo contrastó las zonas de refinados hoteles cinco estrellas, desde cuyas terrazas se podían admirar las pirámides, con los barrios pobres de asentamientos precarios, bazares y callejuelas. Intentó comprender la decadencia de una civilización que se remontaba a dinastías de más de tres mil años antes de Cristo. No entendía el subdesarrollo contemporáneo. Había pensado en hacer un crucero por el Nilo, pero le llevaría casi una semana, por lo que se decidió por Alejandría a orillas del Mediterráneo. 

    Después de un intenso día cenó un plato típico de arroz y verduras. No deseaba hacer sociales así que a pesar del bullicio turístico se fue a su habitación y durmió a gusto esperando recuperar las fuerzas para emprender el viaje a Alejandría. Tenía varias opciones. Ir por la carretera más rápida del desierto o atravesar el delta del Nilo por tren o en avión. Eligió, con su consabido espíritu aventurero, alquilar un auto para viajar por el oasis y apreciar el paisaje agrícola milenario del bajo Egipto. Mientras transitaba se sumergió en lo que había leído sobre los modos de vida ligados al cultivo de cereales, legumbres, forrajes y el papiro. Recordó el calendario que seguía el régimen anual del río para la siembra y la cosecha. Una vida no tan idílica como se solía enseñar en el colegio, por la lucha sin fin en los turbios pantanos, las yermas sequías y las catastróficas inundaciones. 

    Los paisajes se sucedían como en una película a medida que atravesaba el delta. Su mente comenzó a trastocar pasado y presente. Experimentó una rara sensación, una especie de retorno en el tiempo, pero no cercano sino muy antiguo, como en un túnel. Algo así como un corredor de ensueño. Notaba que mientras recorría el paisaje deltaico, las escenas iban mutando. El presente se transformaba en un pasado impreciso. No había rastros de modernidad. Ni rutas, ni autos, ni postes de luz, ni estaciones de servicio. Atravesaba un área agrícola pero el espectáculo era pretérito. Divisaba a los agricultores con el torso desnudo, falda y pañuelos blancos, cántaros en sus manos o el antiguo “chaduf” con una palanca que sostenía el recipiente con el contrapeso del otro lado. Las casas eran de barro con techos de troncos cubiertos por hojas de palmera. Se preguntó si así sería el interior del Delta del Nilo durante el período grecorromano. Recordó que en esos tiempos Alejandría había sido un centro literario, científico y cultural. Pero estaba en el ámbito rural, quizás por eso la confusión. Debía continuar. 

   Cuando se acercó a Alejandría, todavía pensando en el desconcierto del pasado y el presente vio una columna altísima de humo en el horizonte. No sabía qué pensar. ¿Incendios de pastos o de algún edificio? Entró a la ciudad. El fuego se había extendido a las zonas más próximas a los muelles. Concluyó que se encontraba en tiempos romanos, cuarenta y ocho años antes de Cristo. Se dio cuenta porque se quemaba la Biblioteca más grande de la antigüedad. Ella conocía la historia, sabía de Julio César y el sitio de Alejandría. Al acercarse a la ribera del Mediterráneo vio a soldados con vestimenta romana incendiando sus propias naves. Macarena no sabía qué pensar. En el Museio, en las nueve musas de las artes, en los eruditos, en los manuscritos de papiro. Deliberó que Cleopatra recibiría el obsequio de Marco Antonio para reponer la destrucción parcial de la biblioteca. 

     Sus estudios de literatura comparada en la Universidad de Granada fluían como una catarata. Se acordó de Zenódoto de Efeso y los poemas homéricos en orden alfabético; de Calímaco y el primer catálogo de biblioteca; de Apolonio de Rodas y el poema épico los Argonáuticas; de Aristófanes y la pronunciación del griego. 

    Entonces volvió en sí. Pensó con jactancia que era la única persona que había conocido la localización de la Biblioteca de Alejandría a orillas del Mediterráneo. Tomó la avenida costanera y visitó la Gran Biblioteca Modernista de fachada curva con ocho millones de libros, cuatro museos y un planetario. La ubicación exacta de la antigua biblioteca todavía no se conoce aunque se especula que está bajo el mar. 



 Declaran los infieles que, 
si ardiera, ardería la historia. 
Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron los infinitos libros. 
Si de todos no quedara uno solo, 
volverían a engendrar 
cada hoja y cada línea. 
Cada trabajo y cada amor de Hércules 
Cada lección de cada manuscrito.

La biblioteca, En Historia de la noche. Jorge Luis Borges, 1977

Museion (en griego, templo de las musas), Museo de Alejandría. Fue un centro dedicado a las musas. Allí vivían y trabajaban los mejores poetas, escritores y científicos del Mundo Antiguo. Fue fundado por Ptolomeo I Soter y cerrado en el 391 por el patriarca Teófilo.


© Diana Durán. 13 de enero de 2022

VACACIONES EN SOLEDAD

 


Lago Perito Moreno y Parque Municipal Llao Llao. Street View.

VACACIONES EN SOLEDAD

    Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes. El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén hasta Bariloche.

    En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me reconforta.

    Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo frío.

    Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte. Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto. Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la naturaleza. 

    Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar, pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y muera de frío.

 

El Cordillerano. 10 de febrero de 2021

Cuando los turistas no cumplen las indicaciones

Se informó la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.

La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.  

    Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.


                                            © Diana Durán. 3 de enero de 2022 

LA ABUELA FRANCISCA

 


Los cuentos de la abuela. 1899. Brull


LA ABUELA FRANCISCA


    Hoy hace más viento y frío que nunca en Mar del Sur. María y Fernando juegan a la mancha en el patio trasero porque no se puede salir a la calle. Viven frente a la playa en una casa que el Banco Nación le alquila al tío, su papá, empleado de la sucursal. Ese día gélido se templa con la alegría de los niños al recibir la caja de zapatos que les manda la abuela Francisca desde Buenos Aires. Las masitas con forma de eses y trencitas son deliciosas y una carta escrita con prolija letra inglesa en la que les pregunta por el colegio y les cuenta cómo está la familia es todo el contenido. Para los nietos, un tesoro.

    Así es la abuela, tan sencilla como afectuosa. Ella vive para hacer felices a los demás. No le importa la jubilación ajustada del abuelo, la casa alquilada o cualquier otra escasez. No se compara jamás con sus hermanos ricos que la adoran, pero son bastante tacaños, y recuerda encantada la casa estilo colonial de Corrientes con aljibe y galerías donde vivió de niña. Ella está siempre presente en las pequeñas cosas. En ese arroz a punto perfecto, en los ravioles amasados los domingos para toda la familia, en la torta con un solo huevo que es tan rica como las de doce de Doña Petrona, en los escones calientes con manteca y dulce. Si mi hermano y yo nos quedamos a dormir en su casa, nos pone cinco minutos antes la bolsa de agua caliente en el catre y no falta un cuento de príncipes y princesas, en los que por alguna razón argumental nos sentimos protagonistas. Canta suave mientras toca el piano. Sus juegos son únicos y sencillos. El de las visitas es mi preferido. Mi hermano vestido con el tapado negro del abuelo representa a un cura quien es la principal visita y yo con un sombrero ostentoso de joven casamentera tengo también un gran papel. La abuela hace de anfitriona y comienza la función. El juego consiste en largas conversaciones con las que ensayamos una vida adulta. ¿Cómo le va padre Juan?, le presento a la señorita Analía. Buenas tardes, cómo está usted, señorita. Y luego de un rato de intercambio informal el consabido, en otra oportunidad quiero presentarle a mi sobrino Justino, dueño de la estancia “Los Esteros”. Y ahí rompemos en risas porque la abuela siempre quiere casarme con alguien de alcurnia y fortuna. Otro juego, nos da una canasta y muchos frascos de remedios vacíos de distintos tamaños y colores que salimos a vender por la casa a enfermos imaginarios cual farmacéuticos ambulantes. Una genialidad. También tiene una muñequita pequeña y morena ubicada en un estante alto que no alcanzamos y cuando nos portamos mal nos dice que la próxima vez que vayamos a su casa va a invitar a dormir a “la negrita” en nuestro reemplazo y esa posibilidad nos hace volver al cauce de buenos niños. Recorta figuras de los paquetes usados de alimentos, harina, arroz o fideos y los pega en papeles de diario para iniciar cuentos maravillosos de seres que abundan en nuestro mundo de fantasía. Allí están la negrita Blancaflor, la fina Lechera, la señorita de Odol y tantos otros.

    La abuela Francisca no necesita salir de compras porque sí, ni ir a cenar o al cine. Solo quiere recibir a la familia en su casa. Siempre me pregunto cómo puede cocinar en esa cocina pequeña y oscura que da al patio y hacerlo en un horno viejo y destartalado. Los domingos de pastas la veo transpirar al compás de las ollas hirvientes. Sin embargo, su comida es la más rica del mundo. Creo que le pone gotitas mágicas. Las más deliciosas milanesas separadas por papel madera para sacar la grasa; la tarta de masa casera con queso de rallar a falta de cuartirolo o algún otro. Es feliz en las fiestas de fin de año. Recuerdo sus regalos simples y oportunos, repasadores, agarraderas cosidas por ella misma o un paragüitas para mi prima. Cuando la situación económica de los jubilados empeora en el país la abuela sigue por el mismo camino, cocinando ahora para su familia nuclear las mismas comidas de siempre y haciendo unas muñequitas de trapo para encauzar sus habilidades manuales. Nunca la escuché quejarse, pelear o gritar a nadie. La única vez que la vi llorar, triste muy triste, acostada en la cama, fue cuando el tío se accidentó con su esposa y mis primos, viniendo de Mar del Sur a Buenos Aires a pasar las fiestas.

    Ya viuda la abuela vivió con mis padres y por unos años se mantuvo entera. Sin embargo, se fue apagando, naturalmente, sin su compañero de cincuenta años y ya no cantó más ni jugó con sus bisnietos. Pero quería siempre ayudar a lavar los platos, porque sus fuerzas se lo permitían y así se sentía útil.

La playa está fría, el viento del sudeste arrecia, el tiempo es indomable, pero no es Mar del Sur, aunque también vivo al borde del mar y me imagino que algún día me llegará por correo una caja de zapatos llena de masitas con forma de eses y trencitas y con una carta de la abuela Francisca.


 © Diana Durán. 28 de diciembre de 2021

MIGRANTE GRIEGO

 


John Papadópulos


MIGRANTE GRIEGO

 

¡Hoy viene el abuelo John a casa! Seguro me trae chocolatines en el bolsillo de su sobretodo, los que tienen dibujitos de animales que tanto me gustan. Voy a ver si llega. Su figura se va agrandando mientras se acerca por la calle Nazca, hasta que se para justo debajo del balcón y me saluda con su gran sonrisa. Mamá, mamá ahí viene el abuelo. Me cuelgo en sus hombros y busco los chocolates mientras él se ríe a las carcajadas. Hola, Ale, cómo estás, cómo te fue en el colegio. Abu, me saqué un diez en dictado. Vuelve a reírse y me dice, mi nieta es muy inteligente, el sábado cuando vengas a casa podemos ir de pic nic en bicicleta al golf de Palermo, la abuela nos va a preparar unos sándwiches de milanesa y buscaremos pelotitas al borde del campo de juego, ¿te parece? Salto de alegría y corro a ponerme las Skippy para ir a la plaza. Vamos tarareando en griego una canción que me enseñó de cuando él iba a la escuela y después repetimos juntos las letras del alfabeto para que me las acuerde, alfa, beta, gama, delta, épsilon, y así hasta omega y me río mucho cuando no me sale de la forma perfecta que tiene de nombrarlas.

El abuelo es muy sabio y me cuenta historias sobre su vida en Grecia a orillas del mar Mediterráneo donde veía peces de colores mientras nadaba. Sabés Ale, mi mamá, Delfina, cuidaba ovejas, labraba la tierra, sembraba semillas de maíz y molía la harina con la que amasaba el pan. También hilaba la seda y la lana para coserles la ropa a mis diez hermanos. Ellos trabajaban de sol a sol porque no tenían luz, por eso mi familia se levantaba al alba y se acostaba al atardecer. ¡Cómo me gustan estas historias! Después me muestra una foto de su mamá donde está vestida de negro y tiene el pelo gris. Me da tristeza y no sé por qué.

El abuelo John también me contó que fue al colegio como yo, pero aprendió a leer y a escribir en griego. ¡Qué difícil debía ser!, por eso lo admiro tanto y quiero ser educada como él. Después vino a la Argentina en un largo viaje a través del Atlántico. No encuentro relatos parecidos en ningún libro de la colección Robin Hood porque son los que cuenta mi abuelo y por eso son únicos. Por ejemplo, cuando estuvo en un frente en Egipto y así aprendo que existe otro país lejano. Esa parte mucho no la entiendo, porque es triste la guerra y no me la explica mucho. Solo me extraña que su única golosina fuera un terrón de azúcar y pienso que seguro no se habían inventado los quioscos todavía.

Otra cosa importante que hace el abuelo es llevarme a su iglesia que no es la misma que la de mis padres. Es evangélica y en ella aprendo sobre la Biblia. Los Shanon son unos pastores canadienses que viven enfrente de la casa de los abuelos y son amigos de la familia. Ellos nos hacen jugar los sábados a la Biblia en el templo. Nos cantan libro y versículo y nosotros, los chicos, tenemos que buscarlos lo más rápido posible. Quien lo encuentra primero levanta la mano, lo lee y si es correcto lo felicita el pastor. Gano muchas veces y por eso mi abuelo me regala una Biblia hermosa de tapas celestes y finísimas hojas que leo mientras él lee la suya en griego. No sé cómo hace para entender esas letras tan raras, por eso lo admiro tanto.

Cuando cumplo diez años mi fiesta se hace en la casa de los abuelos. Mis padres me regalan una enciclopedia Larousse de tres tomos que apenas puedo levantar pero que me parece muy importante. Voy a leerla completa me prometo. El abuelo John me compra diez vestidos, sí, esa cantidad, aunque nadie lo pueda creer. Mientras tanto juego con los chicos invitados a la mancha y a la rayuela en la vereda.  Pienso que debo ser una nena muy buena o algo así para que todo me salga bien y soy muy feliz de tener tantos amigos y tantos regalos.

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Corre el año mil novecientos ochenta y uno. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días felices de la infancia. Soy becaria del CONICET, tengo dos hijas y un trabajo muy riguroso, tal vez demasiado, lo que me obliga a disfrutar poco y exigirme mucho. Tanto que a los veintinueve años se publica mi primer libro, que es una síntesis de la tesis de licenciatura. Diez años me costó obtener el título y el abuelo falleció antes de que me recibiera de geógrafa. La vida no me resultó tan fácil como cuando era una niña, pero aquella primera publicación reza antes del prólogo: “A mi abuelo, John Papadópulos” y una sonrisa tan grande como la de él se despliega en mi cara.

               

© Diana Durán. 27 de diciembre de 2021.

FIN DE SIGLO



Altas Cumbres. Traslasierra. Foto. Diana Durán



FIN DE SIGLO

El fin de año siempre fue tiempo de grandes festejos. Recordé el espíritu con que preparaba el menú de las fiestas, la mesa engalanada, los regalos para cada uno, las tarjetas navideñas, el árbol y las luces. Mi casa había sido en los últimos años el centro de atracción de la pequeña familia y de muchos amigos. Flashes nostálgicos de tiempos dichosos colmaron mi memoria. Rememoré las reuniones previas con compañeros con quienes había compartido momentos únicos en cenas y despedidas. Evoqué algunas ocasiones pintorescas como mi hermano ocultándose bajo el piano de cola cuando los mayores explotaban pólvora en las vías del tranvía de la calle Goyena. Repasé tradiciones tan entrañables como la de levantar la gran copa de cristal tallado de la abuela que pasaba de mano en mano junto al deseo de cada uno. En contraste, había pasado fines de años en los que la fiesta resultó triste, por ejemplo, frente a la posible guerra con Chile en diciembre de 1978, o la explosión del arsenal de Río Tercero en noviembre de 1995, y otras tragedias de una Argentina violenta. 

El inicio del siglo XXI se iba a celebrar en el mundo de manera grandiosa. Se proyectaría, por ejemplo, el “Día del Milenio” como una superproducción mundial televisiva que llegaría a más de mil doscientos millones de personas. También se temía que el arribo del nuevo siglo causara un colapso en las computadoras. Nosotros, en cambio, queríamos hacer exactamente lo contrario. Pensábamos en alejarnos de todo exceso. Demasiado habíamos agasajado durante años. Los hijos ya estaban grandes. Podían pasar su fin de año sin nuestra presencia. Era el momento. 

A fines de 1999 decidimos transcurrir el Año Nuevo en una cabaña a veinte kilómetros de Mina Clavero, en las Sierras de Córdoba. Un lugar agreste en una hondonada del faldeo serrano al que se accedía por un camino pedregoso a transitar muy lentamente por las pendientes. Casi una huella. La idea era alejarnos lo más posible de lo tradicional, cambiar el rumbo de lo hecho hasta ahora. Recorrer la orilla de algún arroyuelo serrano, encontrar manantiales espejados en los cerros y, sobre todo, avistar. Siempre fue lo que más disfrutábamos juntos. Habíamos decidido empezar el nuevo siglo apartados del turismo vano. Queríamos pasarlo tranquilos tras veinte años de matrimonio. Elegimos una pequeña cabaña para disfrutar del entorno más que de un festejo suntuoso. 

El treinta de diciembre salimos de mañana a avistar y fotografiar. Admiramos al crestudo canela en su nido enramado, a la pareja de chincheros con sus adornados copetes, a la loica roja y gritona en los alambrados, a las calandrias inquietas revoloteando, a las bandadas de jilgueros cantando como tenores en los pastizales serranos, a las parejas de bravías tijeretas y a los sencillos y laboriosos horneros. Por primera vez logramos fotografiar un carpintero negro casi oculto entre las ramas de un molle. Un hallazgo. Pájaros en orquestal coro nos acompañaron en la caminata por los senderos silvestres cercanos a la cabaña.

Durante la mañana del último día del siglo veinte recorrimos el camino de las Altas Cumbres, singular por sus sinuosos abismos que bordean las retorcidas rocas de plegamiento arcaico. Divisamos saltos en caída que daban origen a los ríos serranos, acantilados rectos despeñándose al vacío en el que pudimos avistar por primera vez a un cóndor en majestuoso vuelo. De vuelta a la cabaña descansamos asoleados pero felices. Cuando nos despertamos, cercano el atardecer, decidimos ir a buscar algunas provisiones con el auto en un almacén de campo. Compramos queso y salame, pan casero, unos tomates, unas frutas y una bebida para brindar. El puestero parecía tan despreocupado como nosotros por el fin de siglo. Esto es todo lo que necesitamos, le dijimos al saludarlo. Otro mundo. 

Al regresar se pinchó una goma del auto en un camino plagado de guijarros. Cambiarla en la oscuridad sería un esfuerzo que no teníamos intención de emprender. No nos amilanamos. Armamos una fogata con gajos y ramas que buscamos en el entorno, controlada por un círculo de rocas como si fuera una pirca indígena. Nos deleitamos haciéndolo porque hubo que rastrearlas. Tanteábamos el suelo en la oscuridad entre risas y abrazos para no trastabillar. Extendimos una vieja lona y nos sentamos. Así preparamos nuestro inusual banquete iluminados por luciérnagas que se confundían con las estrellas de la Vía Láctea. Brillaba la oscuridad. 

Ese fin de siglo no arrojamos lentejas para atraer dinero, no escondimos monedas debajo del árbol navideño, no comimos doce uvas y tampoco nos vestimos de blanco. La copa de cristal de la abuela subsistió en el recuerdo. Los ritos quedaron incumplidos. Sin embargo, fuimos muy felices. Pasamos el año nuevo amándonos más que nunca en el medio de la nada, cerca del crepitar del fuego cuyas chispas se elevaban hacia el firmamento.

© Diana Durán. 17 de diciembre de 2021.

MAGIAS SERRANAS

 


Foto Diana Durán. Alameda cercana a Villa Ventana


MAGIAS SERRANAS 

Caminaba por una lomada agreste para divisar en perspectiva la singular forma de hoja de Villa Ventana. Todos los veranos seguía un itinerario diferente por la comarca que me era tan familiar.

Bordeaba el arroyo Las Piedras tranquila de que sería una ruta segura. Conocía cada roca, cada recodo del curso, cada remanso. El caudal somero me indicaba un tránsito sereno hasta mi destino en los balcones rocosos desde donde se divisan los valles de Ventania. 

Cuidaba no trastabillar cuando apareció un chiflón entre los juncos de la orilla. El ave daba pasos lentos y elegantes y ni se inmutó al verme. Admiré su pico rosado con punta negra y un anillo azul rodeando el ojo. Su copete, sus colores tornasolados y el gran tamaño lo distinguen de otros pájaros serranos. Ante mi asombro, pegó un salto, dio una vuelta en el aire y cazó dos sapitos negros de las sierras que estaban abrazados. Seguramente eran macho y hembra. Me oculté entre los juncos, pero el chiflón advirtió mi presencia. Entonces silbó con su habitual cadencia. Escuché, ya quisieras, humana, hacer estas acrobacias.

Pasado el susto, enfilé hacia la ladera lo más rápido posible. A poco de continuar la caminata bajo la sombra de un árbol espinoso reposaban en el pastizal serrano tres pequeños búfalos negros. En otras ocasiones había visto caballos cimarrones o vacunos en la estancia Las Vertientes, pero nunca búfalos. Me miraban curiosos. Atravesé despacio y a cierta distancia como para que siguieran pastando tranquilos, pero me sorprendieron mugidos y ronquidos. Escuché que uno decía, te gusta la muzzarella, ¿no? Gracias a nosotros la podés comer. Me di vuelta sorprendida y pensé, los animales no hablan, y seguí mi derrotero. 

Para descansar del sol abrasador me interné en un bosquecillo de álamos que se veía tupido. Cuando entré lo sentí aún más cerrado. La sombra me dio un poco de frío, pero continué animada la marcha. En la penumbra pisé un charco barroso. Salté al costado para quitarme el fango de las botas cuando escuché unos gruñidos mucho más fuertes que los de un cerdo común. Apareció una pareja de jabalíes junto a sus dos crías. Trepé lo más rápido que pude a uno de los árboles. La familia se revolcó en el charco mientras hociqueaban buscando brotes frescos para alimentarse. Mi corazón latía impetuoso. No bajé hasta que desaparecieron. Pero no, uno volvió para gruñir diciendo, ¿nunca te revolcaste en el barro?, es muy placentero. Deberías practicarlo, agregó. Confusa, empecé a dudar si había escuchado o no a los animales. ¿Era el efecto de una insolación, un sueño, una alucinación? 

La alameda tenía arroyuelos y un entramado tan denso que parecía que no iba a poder salir de allí. Estaba en una especie de laberinto. Di muchas vueltas en busca de un claro que presagiara la salida. Topé con una laja recta clavada en el suelo y a cinco metros, otra muy parecida. Ningún arroyo las podría haber llevado allí. Repasé mis conocimientos de arqueología y me pregunté, ¿serán menhires? 

Fuera del bosquecillo localicé una fila espaciada de rocas de igual altura ubicadas a la misma distancia una de la otra. Me extrañó tanto que seguí cada una de ellas descubriéndolas a medida que ascendía la ladera. Seguro eran menhires por la forma y recordé que coinciden con zonas energéticas de rituales indios. Cuando alcancé la última roca descubrí un fresco manantial que surgía de una caverna. Allí me senté a descansar de tantos delirios, supuse, y aprecié las pinturas rupestres de colores rojizos y naranjas. 

Tomé la libreta de la mochila y empecé a anotar los episodios de mi mágica travesía. Registrar lo sucedido para espantar la idea de que había alucinado. Mientras escribía comenzaron a sonar ecos. Eran las voces prístinas de indios pampas. Pensé en que esas tribus nómades habían habitado en las Sierras de la Ventana. Esta vez no los vi, como pasó con los animales. Imaginé que esos sonidos hacían referencia a la caza del día. No había búfalos ni jabalíes en la zona en tiempos de los primeros pampas ni tampoco una alameda en sus tierras. En cambio, los chiflones eran sus aves adoradas y las estructuras rocosas, sus creaciones. 

Como en un baile sobrenatural las sombras milenarias de los nativos me rodearon, remontaron las paredes de la caverna, se arremolinaron en las pinturas rupestres, se difuminaron y danzaron en ronda agradeciendo la buena caza. Luego se esfumaron repentinamente. 

© Diana Durán, 11 de diciembre de 2021

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I

 


Dheisheh. Campo de refugiados. Alessandro Petti


 UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN 

 Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños. 

Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto. 

Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime. 

Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi. 

Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos. 

Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro. 

¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares. 

A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim. 

Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera. 

Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1) 

(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas palestinos de la resistencia. Madrid.


©  Diana Durán. 3 de diciembre de 2021

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...