Historias de suburbios. Contrastes vitales.
Julia contemplaba su jardín
desde la ventana del escritorio en el que componía su novela. La extasiaba ese mundo
vegetal creado por sus propias manos, paleta asimétrica y multicolor de
lavandas, rosales, margaritas y pequeños arbustos que tras la reja admiraban
vecinos y caminantes. La hiedra trepaba perezosa la blanca pared que lindaba con
la casa de los vecinos. Gozaba de su invernadero, cubierto de plantines con
incipientes brotes que regalaría cuando se tornaran maduros, y del pequeño
alero donde colgaban helechos, potus y lazos de amor que se reproducían
vivamente por lo que se afanaba en preparar más y más. En una esquina del patio
trasero tenía reservado un rectángulo de tierra fértil en el que con solo tirar
semillas brotaban plántulas que disponía en diminutas macetas recicladas. Hasta
el viejo galpón había renovado con sus ingeniosas manos y era el resguardo de
ropas, revistas, herramientas y demás enseres que no entraban en la vivienda.
Su casa, heredada de los
abuelos, estaba decorada por sus manos, combinando muebles, cuadros, libros, recuerdos
de viajes en perfecta armonía. A los treinta y cinco años Julia se sentía plena
en ese cálido hogar con su esposo y su hijo de diez años. Pequeña la familia, pues
sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico años atrás. Había
borrado de su mente esa triste historia. Los
había archivado en su frágil memoria. No se había permitido duelo ni desánimo.
Era una eficaz emprendedora
en las más diversas tareas, fueran laborales o domésticas. Las primeras,
entregar los artículos solicitados por la editorial y, a la par, escribir una
novela por año, además de dar clases de Lengua y Literatura en un profesorado
cercano. También adoraba conversar durante las tardes o fines de semana con los
vecinos camino a hacer las compras y a veces tomar mate con alguno de ellos.
Podía tratarse de la esposa del tapicero que vivía enfrente, la joven madre de
la casa lindera, el jardinero con el que discutía sobre las plantas que quería
incorporar al jardín, la tímida muchacha de la esquina cuya cocina relucía, el
carpintero al que le encargaba renovar viejos muebles. La anciana dama que
residía en una casa de madera prefabricada le contaba coloridas historias de ese
barrio suburbano, de casas bajas, arbolado y poco transitado. Comunidad
afincada hacía muchos años en la que la mayoría se conocía.
Su vida placentera. Casada
con un hombre querido, honesto y trabajador, compañero en toda circunstancia, y
madre de un niño adorado, con el que jugaba todas las tardes después del
colegio y acompañaba en las tareas escolares. Una biografía organizada y feliz.
Su mente había esfumado por completo el accidente de sus padres. Ni siquiera un
retrato había querido disponer entre sus recuerdos.
Hasta que un día el espejo le devolvió una mirada
triste, una mueca en vez de sonrisa, los ojos hundidos y pequeños. Comenzó a
sentirse cansada y melancólica. Su alegría, cúmulo de actividades e intereses se
desvanecieron en poco tiempo. No sabía por qué. Lo que le estaba sucediendo
contrariaba su esencia vital, activa y vivaz. Día tras día se sentía más fatigada.
Se despertaba confusa y afligida. No podía comer bien y deseaba seguir
durmiendo para no enfrentar lo cotidiano. Ella, la reina de los hábitos diarios,
no tenía siquiera fuerzas para levantarse. María, que la ayudaba en las tareas,
empezó a reemplazarla paulatinamente en la preparación del desayuno de su hijo y
el almuerzo del esposo. A la noche, él cocinaba. Las tareas diarias quedaron
relegadas por una apatía que la tenía perpleja. El jardín comenzó a llenarse de
malezas mientras las flores terminaron mustias; el invernadero se convirtió en
una confusa maraña de plantas que crecían al azar; el galpón se llenó de polvo
y telarañas. Julia descubrió que su familia le era ajena y sus vecinos
distantes. Ya no los frecuentaba. Casi no salía de la casa y había abandonado
la novela. Tuvo que pedir licencia en su trabajo. Permanecía estática y
aburrida frente al televisor. Sentía que la vida de los otros, la de su propia
familia devenía, mientras que la de ella se había detenido en un páramo
incierto. Se había apagado de nostalgias pensando en el accidente de sus padres.
Nadie en el barrio la veía pasar. Fue una especie de autoexilio alarmante. Un
verdadero destierro. Julia olvidó amigos, contuvo sueños, se esfumó de su natural
actividad. Así vivió casi un año.
En la noche deliro. Hadas misteriosas acompañan mi
sueño. Auroras boreales disipan su imagen. Duendes imaginarios transitan el
bosque umbrío. Caminos intrincados extravían sus rostros. Oscuridades inciertas
me envuelven. Y entonces: abrazo el osito de felpa, lloro, sueño. Prefabrico
volver a verlos.
Muchas veces Julia se sentó en su escritorio,
tantas otras se levantó sin tocar sus trabajos. Poco se asomó a la ventana.
Cierta tarde de primavera una pareja de torcazas se posó sobre el arbusto raído.
Hicieron un nido. Escuchó sus arrullos. Imaginó que traían un mensaje de sus
padres. Los recordó y lloró amargamente. Sollozó durante días cada vez que escuchaba
a las palomas. Algunos rayos de sol atravesaron la ventana. Sintió extrañeza y
calor. Ayudada de
múltiples maneras por su pequeña familia y la terapia que no abandonó, un buen
día volvió a su lugar de escritura. Releyó los últimos párrafos de la novela y redactó
unas pocas oraciones. Advirtió tras la ventana el abatido estado de su jardín y
con esfuerzo infinito tomó la tijera de podar y la pala más pequeña. Salió y notó
que sus propias manos podían extraer malezas y pastos altos. Emergieron las
plantas abandonadas. Con la pala removió la tierra reseca y la regó. Podó el
rosal cuyas ramas se habían estrujado contra el muro. Le costaría retomar su
trabajo de jardinería, pero sintió un brote de placer. Durante los días subsiguientes
retornó al invernadero y ordenó parte del caos reinante. Entró a la casa y se
miró al espejo. Descubrió cierto brillo en su mirada. No más que eso.
Poco a poco regresaron los días
de bonanza, cosas concretas que tantear, de nuevo los encuentros en el barrio,
de nuevo la confianza. Fue volviendo de a migajas, sintió que podía luchar. Julia
recuperó su vida a fuerza de mucha paciencia, esfuerzo y del infinito amor de
su esposo e hijo. Comenzó a recordar a sus padres con ternura. Hasta pudo poner
su retrato en un esquinero que mandó a hacer especialmente. Volvió a ser Julia,
la buena vecina, la del jardín, el invernadero, el galpón y las letras. La
madre y esposa que había olvidado ser. De nuevo la vida de los otros se incluyó
en la propia. La pareja de torcazas abandonó el nido y voló. Julia recuperó su edén.
© Diana Durán, 19 de setiembre de 2022.