Fuente: Street View
Amigos siempre
Los tres
amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre
mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno,
ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad.
Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la
Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes
discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho
fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando
no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba
atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era
un tipo parco y reservado.
El tema de
conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no
había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían
cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento
menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil.
Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.
Día por medio
se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco,
especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían
conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el
trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le
decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.
Los debates eran
“para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los
tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban
a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos
temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y
entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada
uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían
inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera
marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia
que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el
despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.
―Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me
pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto
tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a
la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de
Alfonsín y la economía empeoraba día a día.
―Yo por
suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra
―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.
―Nosotros
tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una
estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un
solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté
el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro
por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se
hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era
el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún
film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.
―Ay, Negro,
qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el
abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos
cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele”
―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le
alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.
―¿Y si el viernes
nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan
la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones
a comer. Los amigos aprobaron la moción.
Entre los tres
se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines
y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su
ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien
afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una
chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación
arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas
de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.
Las
cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los
que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los
nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo,
no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de
sus encuentros.
Un atardecer
de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.
―Hola
Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos
qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide
por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez
minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y
risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la
esposa con quien había sido compañeros del colegio.
―¿Qué
pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.
―Que
no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol,
hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió
acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia
intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.
―Señora,
fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.
Oscar
tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del
velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la
señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al
hospital.
Cuando
iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la
herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su
cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la
ventana.
© Diana Durán, 15 de agosto de 2022