Fuente del mosaico fotográfico: culmia.com y recreo.monoblock.tv Michael J. Lee
Orden y
desorden. Territorios interiores.
Ema era ordenada, metódica y
hasta obsesiva en su trabajo. Su estudio contable se destacaba por
la extrema prolijidad. No requería auxiliar porque reinaba una perfecta
organización. Lápices, marcadores, cinta adhesiva, clips, abrochadora colocados
con precisión en un amplio escritorio de madera lustrada. La computadora con todos
los programas actualizados, resmas de papel de distintos tamaños y tintas de
más para que no se produjeran tardanzas en sus tareas laborales. Atendía a los
clientes con gran eficiencia y por ello le iba muy bien en la profesión.
Había aprendido de una
bibliotecaria del colegio a catalogar y aplicaba el método con rigurosidad
meridiana. Los libros se disponían de izquierda a derecha y de arriba hacia
abajo en cada estante, con un código según materia y autor indicado en el lomo,
y clasificados por colores en un arco iris de obras profesionales, literarias y
de consulta general.
En cambio, lo cotidiano, lo
hogareño la fastidiaba. No podía con las cosas más simples de la vida. Su casa,
excepto el escritorio, era un modelo de extremo desorden. La cocina revuelta,
el dormitorio que compartía con Matías, su esposo, atiborrado de ropa en el
suelo mezclada con papeles y hasta con algún envase vacío de yogurt, sumado a varias
copas abandonadas en la cómoda y las mesitas de luz.
Una vez que entraba a su morada
desde el trabajo, Ema olvidaba dónde había dejado el celular, la cartera o la
campera. Entonces empezaba a divagar de la sala al comedor, como la naranja de
María Elena Walsh. Hasta que Matías con paciencia infinita encontraba los
objetos perdidos. Exceptuado el escritorio, la casa era una verdadera hecatombe.
Durante largo tiempo él se la pasaba buscando efectos cotidianos e incluso sus
propias cosas, hasta las más básicas. Si no aparecían su máquina de afeitar,
sus pantuflas o su peine era porque ella los había usado y dejado en algún
insólito lugar. Quienes lo conocían no podían comprender cómo ese hombre se
había casado con una mujer tan disparatada. La razón era el infinito amor que
le profesaba y, también, la diversión que le producían sus despistes. Adoraba la
alegría de Ema y le causaban regocijo sus rarezas.
Matías optó por contratar a una
joven, verdadera santa, una cenicienta que arreglaba todo lo que la señora tiraba
por los más recónditos lugares. María iba recogiendo la ropa, los zapatos, las
cremas por toda la casa y de tanto hacerlo se acostumbró al peculiar trabajo. A
veces tampoco lograba ordenar el lío reinante exceptuado, por supuesto, el
escritorio que se mantenía en perfecta disposición. María no entendía cómo el
señor podía aguantar a su mujer, pero había comprendido que la debía querer mucho,
aunque no sabía qué más hacer para poner en cauce tanto desbarajuste.
Una
tarde Ema empezó a delirar. Decía que se le perdían los objetos porque alguien
se los ocultaba. Había cambiado, desvariaba y se confundía de tal forma que veía el mundo de manera equívoca
e incluso recordaba hechos que nunca habían sucedido y los daba por ciertos. Su
conciencia estaba alterada.
Matías, muy alarmado, decidió
llevar a su esposa a un neurólogo con la excusa de que lo acompañara para
consultar sobre sus propios dolores de cabeza pues no quería que ella se negara.
El médico, advertido antes por el esposo, les recomendó a ambos realizarse estudios
de rutina.
El diagnóstico de ella fue sombrío,
le habían encontrado un tumor cerebral que requería inmediata operación. Matías
acompañó a su mujer en todo momento. Cuando se restableció de la cirugía le aconsejaron seguir
rutinas, cambiar de dieta, descansar más, organizarse a través de distintas indicaciones
específicas en la vida cotidiana. Ema respondió tan bien a los consejos que no
solo se mejoró de sus síntomas extremos, sino que comenzó a modificar sus
conductas. Su esposo estaba azorado y cada día la veía mejor. Ella regularizó
todas
las obligaciones vitales, tanto que ya no necesitaron los servicios de María
quien se fue muy triste porque se había encariñado mucho con la pareja.
A la semana de
pasada la operación, Ema y Matías cumplieron una visita de control al neurocirujano
quien le indicó a la mujer estudios para decidir tratamientos muy cruentos que
ella todavía desconocía. El
patólogo ya había arriesgado que era maligno. Faltaba
el resultado final de lo extraído. Fue sorprendente. El tumor había sido benigno
y no reportaba ningún peligro futuro. Nadie comprendió cómo se había producido
el error.
Lo cierto es que
al tiempo Matías dejó de adorar a su ahora cuidadosa y metódica esposa.
Extrañaba profundamente el regocijo que le provocaba su alboroto anterior. La
vida diaria se había transformado en un devenir lineal y aburrido. Ema acomodaba
todo con tenaz obsesión. Su comportamiento sobrevino riguroso y se transformó en prolijo
y hasta tedioso. La alegría del hogar se desvaneció.
Finalmente, un
día, hastiado decidió dejarla.
© Diana Durán, 9 de octubre de 2023