ORDEN Y DESORDEN. TERRITORIOS INTERIORES

 


Fuente del mosaico fotográfico: culmia.com y recreo.monoblock.tv Michael J. Lee 


Orden y desorden. Territorios interiores.

 

Ema era ordenada, metódica y hasta obsesiva en su trabajo. Su estudio contable se destacaba por la extrema prolijidad. No requería auxiliar porque reinaba una perfecta organización. Lápices, marcadores, cinta adhesiva, clips, abrochadora colocados con precisión en un amplio escritorio de madera lustrada. La computadora con todos los programas actualizados, resmas de papel de distintos tamaños y tintas de más para que no se produjeran tardanzas en sus tareas laborales. Atendía a los clientes con gran eficiencia y por ello le iba muy bien en la profesión.

 

Había aprendido de una bibliotecaria del colegio a catalogar y aplicaba el método con rigurosidad meridiana. Los libros se disponían de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo en cada estante, con un código según materia y autor indicado en el lomo, y clasificados por colores en un arco iris de obras profesionales, literarias y de consulta general. 

 

En cambio, lo cotidiano, lo hogareño la fastidiaba. No podía con las cosas más simples de la vida. Su casa, excepto el escritorio, era un modelo de extremo desorden. La cocina revuelta, el dormitorio que compartía con Matías, su esposo, atiborrado de ropa en el suelo mezclada con papeles y hasta con algún envase vacío de yogurt, sumado a varias copas abandonadas en la cómoda y las mesitas de luz.

 

Una vez que entraba a su morada desde el trabajo, Ema olvidaba dónde había dejado el celular, la cartera o la campera. Entonces empezaba a divagar de la sala al comedor, como la naranja de María Elena Walsh. Hasta que Matías con paciencia infinita encontraba los objetos perdidos. Exceptuado el escritorio, la casa era una verdadera hecatombe. Durante largo tiempo él se la pasaba buscando efectos cotidianos e incluso sus propias cosas, hasta las más básicas. Si no aparecían su máquina de afeitar, sus pantuflas o su peine era porque ella los había usado y dejado en algún insólito lugar. Quienes lo conocían no podían comprender cómo ese hombre se había casado con una mujer tan disparatada. La razón era el infinito amor que le profesaba y, también, la diversión que le producían sus despistes. Adoraba la alegría de Ema y le causaban regocijo sus rarezas.

 

Matías optó por contratar a una joven, verdadera santa, una cenicienta que arreglaba todo lo que la señora tiraba por los más recónditos lugares. María iba recogiendo la ropa, los zapatos, las cremas por toda la casa y de tanto hacerlo se acostumbró al peculiar trabajo. A veces tampoco lograba ordenar el lío reinante exceptuado, por supuesto, el escritorio que se mantenía en perfecta disposición. María no entendía cómo el señor podía aguantar a su mujer, pero había comprendido que la debía querer mucho, aunque no sabía qué más hacer para poner en cauce tanto desbarajuste.

 

Una tarde Ema empezó a delirar. Decía que se le perdían los objetos porque alguien se los ocultaba. Había cambiado, desvariaba y se confundía de tal forma que veía el mundo de manera equívoca e incluso recordaba hechos que nunca habían sucedido y los daba por ciertos. Su conciencia estaba alterada.

 

Matías, muy alarmado, decidió llevar a su esposa a un neurólogo con la excusa de que lo acompañara para consultar sobre sus propios dolores de cabeza pues no quería que ella se negara. El médico, advertido antes por el esposo, les recomendó a ambos realizarse estudios de rutina.

 

El diagnóstico de ella fue sombrío, le habían encontrado un tumor cerebral que requería inmediata operación. Matías acompañó a su mujer en todo momento. Cuando se restableció de la cirugía le aconsejaron seguir rutinas, cambiar de dieta, descansar más, organizarse a través de distintas indicaciones específicas en la vida cotidiana. Ema respondió tan bien a los consejos que no solo se mejoró de sus síntomas extremos, sino que comenzó a modificar sus conductas. Su esposo estaba azorado y cada día la veía mejor. Ella regularizó todas las obligaciones vitales, tanto que ya no necesitaron los servicios de María quien se fue muy triste porque se había encariñado mucho con la pareja.

 

A la semana de pasada la operación, Ema y Matías cumplieron una visita de control al neurocirujano quien le indicó a la mujer estudios para decidir tratamientos muy cruentos que ella todavía desconocía. El patólogo ya había arriesgado que era maligno. Faltaba el resultado final de lo extraído. Fue sorprendente. El tumor había sido benigno y no reportaba ningún peligro futuro. Nadie comprendió cómo se había producido el error.

 

Lo cierto es que al tiempo Matías dejó de adorar a su ahora cuidadosa y metódica esposa. Extrañaba profundamente el regocijo que le provocaba su alboroto anterior. La vida diaria se había transformado en un devenir lineal y aburrido. Ema acomodaba todo con tenaz obsesión. Su comportamiento sobrevino riguroso y se transformó en prolijo y hasta tedioso. La alegría del hogar se desvaneció.

 

Finalmente, un día, hastiado decidió dejarla.

 

© Diana Durán, 9 de octubre de 2023

VIAJE A LAS ALTURAS INCAICAS

 


Foto de Machu Picchu: La Vanguardia.com

VIAJE A LAS ALTURAS INCAICAS

Mateo estaba pronto a casarse con su novia de siempre. La adoraba. Martina era una joven vivaz, atractiva, inteligente. Única. Nunca manifestaba celos sobre las actividades y relaciones de su novio. Estaban juntos desde los quince años y no se obligaban ni limitaban en sus deseos y ocupaciones individuales.

Él quería cumplir un sueño adolescente. Una aventura en su vida tan metódica. Anticipaba que después vendrían el casamiento, los hijos y, con ellos, el trabajo más intenso. Ya no habría otra oportunidad. Bastante había tenido con seguir Derecho según las aspiraciones de sus padres. Es cierto que de esa manera había obtenido un trabajo seguro en el estudio paterno, pero sus ilusiones habían quedado truncas. La máxima, conocer las ruinas de Machu Picchu.

Mateo había viajado mucho con Martina por la Argentina e incluso por Europa, pero no por la América Andina. Esta vez quería cumplir con su propio deseo. Se lo merecía, aunque en esta ocasión no pensó en los de su novia.

El joven organizó el itinerario hasta el último detalle. Lo lógico era volar de Buenos Aires a Lima y luego hacer la conexión a Cusco y un autobús hasta Aguas Calientes, la entrada a la ciudad incaica. Sin embargo, Mateo quería ir por tierra para vivir el norte argentino y luego cruzar a Bolivia para llegar al Perú. Su entusiasmo era tal que la contagió a Martina, siempre compinche, con quien calculó un viaje total de cincuenta y tres horas, sin contar las estadías cortas en las distintas etapas. Dividió el trayecto en tramos durante el otoño pues debía evitar las lluvias torrenciales del verano. Sabía que se trataba de un clima de montaña tropical al que había que tener respeto. Planeó cada aspecto de la travesía en detalle. Acompañado por su novia compró zapatillas para trekking, pantalones desmontables y la vestimenta recomendada. De las guías se ocupó ella que lo había hecho para otras excursiones compartidas.

Llegado el día de la partida se despidió de Martina en la estación de micros de Retiro. La vio lagrimear a último momento. Se sorprendió, entonces la abrazó fuerte reconociéndole cómo lo había ayudado con los preparativos. ¡Gracias, gracias por todo!, le dijo. Sin embargo, estaba más imbuido en la próxima aventura que en un adiós amoroso. No lo hubo.

Después de visitar el valle de Lerma y los viñedos de Cafayate en Salta, viajó a la imponente quebrada de Humahuaca en Jujuy. Estaba deslumbrado, pero reconocía que su objetivo estaba más al norte. Transcurrieron once horas en micro hasta La Paz, la ciudad capital más alta del mundo a más de tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el altiplano andino de Bolivia. Desde allí se dio un tiempo para visitar el Lago Titicaca. Su entusiasmo iba en aumento y lo compartía con Martina a quien le enviaba frecuentes mensajes, fotos y videos pródigos en impresiones y relatos. Ella siempre le respondía compartiendo su felicidad. 

El destino principal estaba próximo. No imaginaba cómo sería transitar esos últimos seiscientos kilómetros hasta llegar al Cusco, capital del Imperio Inca, donde haría una parada luego de quince horas de recorrido. Pero en realidad su meta suprema era Machu Picchu. En su largo itinerario pensó mucho en Martina imaginando lo que hubieran hecho juntos. Cómo se hubieran divertido. Le esperaba todavía el tren desde Cusco a Aguas Calientes y más tarde dos opciones hasta el destino final. Un viaje en bus de treinta minutos o una caminata de dos horas, aproximadamente. Eligió el micro por su continua frecuencia. Se sentía esperanzado en el último camino a la meta. Sin embargo, a la vez estaba ansioso y nostálgico.

El recuerdo de Martina se le cruzaba a cada rato. Ya en el micro la extrañó más. No había podido comunicarse en los últimos días con la asiduidad habitual. Era imposible hacerlo por la interrupción de internet en su celular. Ella tampoco enviaba un mail siquiera. Eso le preocupaba más. La ruta sinuosa por la carretera selvática lo mareó. Apunado como se sentía supo que su mayor pesadumbre era la ausencia de su novia. Veía a otras parejas disfrutar. Comenzó a cuestionarse la razón de su plan solitario.

Cuando llegó a destino pudo apreciar un escenario sublime más allá de si se tratara de santuario, palacio, fortaleza o ciudadela. Machu Picchu estaba inserta en la quebrada cordillera andina en medio de una densa floresta amazónica, contrastada por los azules del cielo diáfano y los marrones montanos. Parecía un autómata al recorrer la zona agrícola de terrazas de cultivo y la zona urbana, separadas por un muro[1], un foso y una escalinata. Visitó los templos del Sol[2] y de las Tres Ventanas[3], el ave esculpida[4] y la roca sagrada[5]. A medida que avanzaba en semejante magnificencia el escenario se iba tornando gris, no por las nubes como plumas que se intercalaban en el paisaje, sino por su creciente melancolía. Ese abatimiento le impidió subir a la montaña Huayna Picchu, el atractivo mayor desde donde se toman las fotos clásicas de Machu Picchu. Se sentía agotado. Pasó un día contradictorio admirando lo que había deseado tanto, pero cada vez más agobiado por su egoísmo incalificable.

Emprendió el regreso antes de lo previsto. Uno tras otro los autobuses recorrían como filas de hormigas las curvas y contracurvas en medio de la selva, los acantilados y los precipicios. Imaginaba el rostro de Martina entre las nubes con formas raras y también la soñaba adormilado por el vaivén del transporte. Ya no disfrutaba del paisaje.

En un zig zag de la carretera Hiran Binghan se produjo el accidente. El vehículo se desbarrancó con sus treinta pasajeros. Mateo escuchó gritos ensordecedores y un fuerte impacto hasta que no sintió nada más.

Se despertó luego de veinte días de conmoción cerebral en el hospital de Cusco con Martina a su lado. Su deseo de tenerla cerca se había cumplido. En las peores circunstancias.

© Diana Durán, 2 de octubre de 2023



[1] Un muro de cuatrocientos metros de largo divide la ciudad del área agrícola. Paralelo corre un foso usado como el principal drenaje de la ciudad. En lo alto del muro está la puerta de Machu Picchu.

[2] Torreón de bloques finamente labrados. Fue usado para ceremonias relacionadas con el solsticio de junio.

[3] Antiguo templo de piedra en Machu Picchu conocido por sus tres ventanas que ofrece vistas espectaculares en la Plaza Sagrada.

[4] El Templo del Cóndor es una construcción inca de Machu Picchu separada en tres bloques de piedra que, al ser unidos de forma tridimensional, forman la figura del cóndor andino, ave sagrada de los incas.

[5] Es un amplio conjunto arquitectónico dominado por tres grandes kanchas dispuestas simétricamente y comunicadas entre sí. Sus portadas dan a la plaza principal de Machu Picchu. Incluye viviendas y talleres.

AMENAZADOS EN LA RESERVA YABOTÍ

 


Foto: Alfredo Boenigk. Google Maps

AMENAZADOS EN LA RESERVA YABOTÍ


En el lugar paradisíaco donde vivían formaban un todo perfecto, enlazado, entretejido por sutiles redes invisibles.

Sin embargo, sabían que iba a ocurrir, lo presagiaban. Desconocían si podrían subsistir ante tamaña situación. Era, una desgracia, la peor de todas. Una hecatombe.

En los últimos días vehículos enormes habían atravesado a gran velocidad el camino de tierra roja donde todo era estable y equilibrado. Esos fueron los primeros síntomas amenazantes. Pronto se sumaron otros como la mayor frecuencia de presencias indeseables y desconocidas, y algunos claros en la oscuridad selvática.

Fue en la Reserva Yabotí, cruzada por la ruta costera del río Uruguay donde se habían producido accidentes con desenlaces fatales. El primero, un oso hormiguero gigante atropellado. El oso que no es oso, sino un mamífero lento y tranquilo yacía en medio del camino con su lengua larga y estrecha fuera de la boca. Miles de hormigas y termitas habían quedado impregnadas en su saliva pegajosa. Era una hembra cuya cría todavía estaba subida a su lomo porque recién habían pasado seis meses del nacimiento y le faltaban otros seis para bajarse. Allí permanecía muy quieta condenada a un trágico destino. Su madre, solitaria como era, no había podido recibir ayuda a tiempo.

El hecho dio origen a la primera asamblea extraordinaria de la selva para tratar el tema que acuciaba. Para no ser vistos lo hicieron de noche en un abra en la que fueron convocados por el yaguareté jefe. Peludos, coatíes, carpinchos, tapires, monos capuchinos, aguará guazúes, tucanes, papagayos y loros, entre otros habitantes destacados.

Cada uno a su modo explicó la experiencia nefasta. Primero rugió el yaguareté quien adujo la deforestación y la caza furtiva nos están haciendo desaparecer, somos pocos sobrevivientes. Según los datos de mis informantes solo quedan trescientos familiares en todo el país, pero no sé con exactitud qué ocurre en la Reserva. Debemos lograr un diagnóstico certero frente a la posible deforestación de nuestro hábitat ante el avance de la tala para cultivar. Los animales participantes de la reunión se miraron desconcertados.

El oso hormiguero explicó, entre lágrimas por la pérdida de su compañera, que se producirían más atropellamientos. Dada nuestra forma de movilidad lenta, paso a paso, mis camaradas no pueden cruzar la ruta con facilidad, dijo. Además, aseveró que se había registrado un mayor pasaje de camiones con rollizos de madera. Es el principio del fin, concluyó.

A todos les importaba mucho la Reserva de la Biosfera Yabotí (1), su lugar, uno de los más bellos y agrestes de la selva misionera.  

Las aves más vistosas del ecosistema paranaense, guacamayos y tucanes, parlotearon en representación de las otras especies. Anunciaron que apreciaban mucho a ciertos humanos de la zona, los mybás guaraníes (2), pero no a los de tez blanca. Esos grandes depredadores son muy peligrosos, dijeron al unísono. Un tucán de veinte años, el ave más vieja de las presentes representó a las cinco familias de la reserva golpeteando fuerte con su tremendo pico anaranjado y amarillo de punta negra para explicar la situación de varios compañeros. Han sido vendidos a treinta mil pesos como si fueran esclavos. Si continúa la caza ilegal nos tendremos que ir o nos extinguiremos sin remedio, razonó.

Un coatí descendió del timbó con una pirueta de cabeza invirtiendo sus tobillos y luego de vanagloriarse de sus funciones ecológicas aseveró que sus familiares no estaban en extinción, pero que llevaba el mandato de compartir las desgracias de todos. En el mismo sentido se expresó el delegado de los carpinchos, luego de alardear de ser el roedor más grande del mundo. Nosotros estamos ampliamente distribuidos, por ahora sin peligro de extinción y, por el contrario, hemos invadido parques y jardines de los humedales durante la pandemia causando estupor en territorios humanos. Podemos transmitir nuestra experiencia, expresó.

Un mono capuchino, ruidoso como él solo, saltó con su cola desde un lapacho e interrumpió al coatí vanidoso que había retomado su discurso. Fue cuando advirtió el riesgo de la cacería por el tráfico de mascotas. Nos cazan sin piedad para encerrarnos y divertir a los humanos, dijo. También agregó orgulloso su función de diseminador de semillas al desplazarse lejos para engullir los frutos. 

Así continuó la reunión a la que se sumaron los árboles, fuente de alimentos y resguardo de los atribulados animales, a quienes habían escuchado en su diagnóstico. Los rodeaban cobijándolos a distintas alturas, cedros, peteribíes, timbóes, guatambúes, pinos Paraná, lapachos y laureles que también temían por sus propias existencias frente al avance de la tala en las cercanías de la reserva.

La asamblea continuó hasta el amanecer cuando se escuchó el ruido de motores y el paso de cazadores furtivos. El yaguareté propuso reunirse a la brevedad para ir más allá de los análisis poco concretos de los problemas que los aquejaban.

Decidieron resistir juntos al invasor. No querían la selva convertida en páramo, ni más sacrificios en los caminos o bajo las balaceras de los cazadores. Los animales se dispersaron como pudieron a sus guaridas en ramas, cuevas y bosques cerrados. Los árboles se quedaron muy quietos.

A los pocos días los osos hormigueros rodearon de temibles termitas a dos cazadores furtivos. Los yaguaretés y tapires invadieron un campamento de desmonte. El sotobosque se cerró abruptamente sin dejar entrar a nadie. La rebelión de las especies había comenzado.

© Diana Durán, 25 de setiembre de 2023

1- La Reserva de la Biosfera, Yabotí, abarca 235.959 hectáreas de áreas naturales protegidas que incluye el Parque Provincial Moconá con los saltos homónimos, la Reserva Provincial Esmeralda y otras áreas en las cercanías de las localidades de San Pedro, San Vicente y el Soberbio. Su función es preservar la selva Paranaense y todo su ecosistema asociado.
 
2- Los mbyas son una fracción del pueblo guaraní que habita en Paraguay, sur de Brasil y en Misiones, Argentina. 



RATÓN DE BIBLIOTECA

 


Biblioteca del Maestro. Argentina.gob.ar

Ratón de biblioteca

 

Amaba la biblioteca de sus padres donde de niña leyó libros como Mujercitas, Cumbres Borrascosas y las Aventuras de Tom Sawer. Más tarde devoró otros como La Buena Tierra, El Diario de Ana Frank o La importancia de vivir. Siguieron las novelas de Simone de Beauvoir, Camus y los cuentos de Borges, Cortázar y García Márquez. Los libros más bellos eran los que tenían hojas de papel biblia, de premios nóbeles y escritores clásicos explorados con sumo cuidado y las enciclopedias que la fascinaron por la variedad de temas descubiertos. Esos anaqueles atestados de libros colmaban sus intereses durante muchas tardes, acurrucada en el sillón de la esquina del living.

Clasificaba los artículos de la Enciclopedia Estudiantil que le había regalado su abuelo según le parecían más atrayentes mientras se iba quedando dormida y los fascículos se deslizaban apilándose al lado de la cama. Jugó a la librería y a la bibliotecaria y registró muchos libros en pequeñas fichas que más tarde caerían amarillentas al removerlos.

La mejor época fue la universitaria cuando comenzó a tener su propia biblioteca que la acompañaría durante toda la vida. El libro número uno entre los clasificados se llamó Historia de los mapas y así continuó el orden mientras avanzaba la carrera. Catalogó de mil maneras todos ellos sumados a guías de viajes, revistas y fascículos que llegaron a sus manos para incorporarlos a sus colecciones.

Sufrió mucho cuando tuvo que desprenderse de algunos al mudarse a un departamento más pequeño durante épocas de dificultades económicas.

Quedaron grabadas a fuego en su memoria la biblioteca del Normal, con sus frágiles escaleras de madera en el fondo del pasillo de quinto año; la del Maestro, en la que se sentía feliz al sentarse en unos sillones de cuero frente a los escritorios de madera lustrada y luces de bronce del Palacio Pizzurno; la del Museo de Antropología, en la que encontró los libros más curiosos del mundo y las de sus propios profesores en las que apreció las obras hasta entonces desconocidas. Años más tarde inauguró la de un centro de estudios a la que llevó muchos de sus libros para que se pudieran difundir entre sus alumnos.

Fue feliz al contribuir a las primeras lecturas de su nieto que inició con los cuentos de María Elena Walsh. El pequeño los distribuía en el suelo encantado de elegir una y otra vez alguno, según el color de sus tapas y la letra de las canciones que sabía de memoria, además de los bellos dibujos que les causaban risas imborrables.

Fui ese ratón de biblioteca, ¡de bibliotecas! que ahora contemplo desde mi escritorio, feliz de haberla podido atesorar a lo largo de la vida. Anaqueles infatigables que guardan los recuerdos más dichosos, entre postales, cajitas, monedas, artesanías, huellas de viajes. Sobre todo, las fotografías de mis hijas de pequeñas, adolescentes y jóvenes quienes, de esa manera, me acompañan cada día y en todas las circunstancias.

 

© Diana Durán, 18 de septiembre de 2023

VIENTOS CRUZADOS

 


Río Colorado, provincia de Buenos Aires.


Vientos cruzados

Se acercaban las fiestas. El 2021 era un año prometedor. La cuarentena había concluido y por fin podíamos viajar. Osvaldo y yo habíamos sufrido tanto el encierro y el aislamiento que la posibilidad de visitar a nuestros hijos en Buenos Aires significaba la gloria. Habíamos podido comunicarnos solo virtualmente durante más de doscientos días contados uno por uno como los presos. Estábamos hartos de videollamadas. Hasta los cumpleaños de los nietos habíamos festejado tras las pantallas.

Casi un año de inventarnos actividades dentro de la casa y de salir solo a hacer compras en el barrio nos habían sumido en un estado alterado. Sabíamos que muchos otros lo habían pasado peor. No éramos personas depresivas, pero el hartazgo estaba cerca y las noticias de muertos y circunstancias horribles que sufría la gente socavaba el espíritu. Lo peor era no ver a Sofía y Diego, nuestros hijos, y a los adorados nietos, la pequeña Lorena de cuatro años y el mayor, Matías, de diez. Mi esposo y yo éramos ingenieros agrónomos dedicados a asesorar a los regantes, productores de cebolla, zapallo, cereales y pasturas de la comarca.

Vivíamos en Pedro Luro, una ciudad pequeña, a ciento veinte kilómetros de Bahía Blanca, situada a orillas del río Colorado y sobre el eje vial más importante de todo el sur marítimo, la ruta nacional número tres. Tierras de Ceferino Namuncurá, de históricos malones y de migraciones europeas como las de nuestros abuelos vascofranceses. El desierto se había transformado en vergel cultivado en el valle gracias al regadío fluvial. De otra manera, la tierra maldita de Darwin hubiera triunfado por causa de los vientos y la aridez patagónica.

No veíamos la hora de sacar los pasajes aéreos a Buenos Aires. Concretarlo nos cambió totalmente el ánimo. Solo nos habíamos enfermado una vez de COVID y con síntomas muy leves.

Emprendimos ilusionados el viaje al aeropuerto Comandante Espora en el auto dejándolo allí estacionado para disponer de él al regreso.

El avión carreteó y durante el ascenso admiramos las aldeas eólicas, esos conjuntos de molinos gigantes dominantes en la llanura del sudoeste bonaerense apenas quebrada por las sierras de Ventania que parecían unas pequeñas arrugas en un mar llano, mosaico de cultivos en distintos tonos de verdes y amarillos.

Atravesamos un manto de nubes para ascender a los diez mil metros. El vuelo fue tranquilo hasta poco antes del descenso cuando comenzaron las turbulencias. No nos preocupamos demasiado, ¿será que hace mucho no viajamos?, comentamos. La azafata anunció que en pocos minutos aterrizaríamos en la ciudad de Buenos Aires. Desde ese momento el avión comenzó a bambolearse de un lado para el otro. Los vientos cruzados eran muy fuertes, mientras la aeronave se aproximaba a la pista de aterrizaje con extraños movimientos laterales y perpendiculares al fuselaje. Parecía que la Patagonia nos hubiera seguido con sus ventarrones eternos. El piloto comunicó tripulación de cabina preparados para el aterrizaje. Al intentar hacerlo apenas pudo elevarse en un vuelo rasante sobre la pista para volver a levantarse con un ruido ensordecedor que sentimos en nuestras vísceras. Nos abrazamos fuerte. Algunos pasajeros gritaban, otros se acurrucaban en sus asientos. Luego de unos terribles minutos de angustia el piloto expresó, señores pasajeros, debido a los vientos que nos impiden aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery lo haremos en pocos minutos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Nosotros estábamos agarrados de nuestras manos transpiradas mientras nos mirábamos intentando calmarnos. Le dijimos adiós al deseo de abrazar a hijos y nietos que esperaban en tierra. Deberíamos hacerlo en su casa, pero no podíamos usar los celulares. Imaginamos que en el aeropuerto ya se lo habrían comunicado.

Aterrizamos en Ezeiza sin dificultad donde el piloto informó, hemos aterrizado, la temperatura es de veintidós grados centígrados. Los pasajeros que deseen ir a Aeroparque pueden quedarse en el avión pues nos anuncian que podremos aterrizar, los vientos han mermado en Buenos Aires. Osvaldo y yo no necesitamos más que cruzar nuestras miradas para tomar la decisión. Bajaríamos en Ezeiza y de allí que nos llevara el transporte que fuera a la casa de Sofía. Ningún viento, ni patagónico ni local nos iba a limitar. Iríamos por tierra a encontrarnos con la familia.

© Diana Durán, 11 de setiembre de 2023

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 


Parque Leloir. Gustavo Olivera. Google Maps.

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 

Ese entorno verde de calles sinuosas y arboladas quedaba en Parque Leloir. Llegábamos desde Devoto con nuestros dos hijos luego de un largo camino por rutas muy transitadas. No nos importaba, la dicha era arribar y saber que íbamos a pasar el fin de semana allí.

La quinta era un rectángulo de quince por treinta metros, pero para nosotros significaba la pampa, el solar, el territorio. Nuestro lugar, aquél donde disfrutar el contacto con la naturaleza, observar el cielo y descubrir los astros; hurgar la tierra y encontrar pequeños insectos junto a diminutas flores rosas y amarillas. Los frutales, la huerta, los pinares y eucaliptos, el fogón, los canteros de hortensias y margaritas, las hamacas y el tobogán. Todo en armonía paisajística. La casa amplia y sencilla. Cada uno disfrutaba de su sector. Las cosas simples de la vida nos unían como pareja y con los chicos después de la semana agitada de trabajo y escuela. Algunos domingos nos visitaban amigos para el consabido asado. En los cumpleaños solíamos reunir a toda la familia.

La habíamos comprado en tiempos de sueldos de clase media acomodada, pero resultante de un gran esfuerzo. Teníamos un departamento en Capital y ahora la quinta. Faltaban pocos trámites para que ese retazo natural nos perteneciera.

Comenzó la desgracia. Debíamos firmar la escritura y no encontrábamos al titular. Teníamos solo el boleto de compraventa. No queríamos saber nada de registros, esperas inútiles, o lo que hubiera sido peor, caer en un juicio. Hicimos el acuerdo de manera privada. Solo unas firmas más y la felicidad sería completa. Habíamos hecho las cosas bien. Restaba pagar y obtener el documento. Tan simple como eso. Sin embargo, no logramos contactar a nadie, todos se habían esfumado. Todavía no habíamos concurrido a un abogado, la idea era ir por las buenas. No hubo caso, no logramos obtener la escritura. Decidimos esperar, había tiempo para enfrentar conflictos.

Un viernes al mediodía llegamos a la quinta luego de un mes de intenso frío y lluvias, gripes de los niños y trabajos ajetreados. Era la primera vez que faltábamos más de una semana. El casero de la propiedad aledaña la cuidaba.

La sorpresa fue tremenda. El tronco de un sauce pegado a la casa había sido quemado para hacer fuego. El pasto contiguo lo demostraba. Los muebles del living estaban desparramados en la galería; trastos dispersos por todos lados; ramas de los frutales cortadas, ciruelos y duraznos fermentados en el suelo; residuos volcados en los distintos rincones del terreno. No dábamos crédito a lo que veíamos. Dos perros nos ladraban amenazantes. El sitio que tanto amábamos era un caos.

La quinta había sido ocupada. Lo peor fue ver las caritas sucias y enrojecidas por el frío de tres niños pequeños que correteaban sobre la huerta arruinada. No sabíamos quién o quiénes estaban adentro de la casa. Supusimos que los padres de los niños. Tuvimos miedo de que fueran violentos. Nadie salió cuando llamamos. Corrimos a ver al casero que nos dijo sin inmutarse que la familia se había instalado hacía veinte días y no había podido detenerlos. Los padres estaban haciendo changas y los niños quedaban solos hasta su regreso. Solo sabía que era gente del norte que había migrado por causa de las inundaciones y la pobreza. La pregunta obvia. ¿Cómo no se había comunicado con nosotros?

Nos quedamos paralizados. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Esperar a los ocupantes para enfrentarlos? No habíamos traído el boleto de compraventa, ¿para qué hacerlo? La firma de la escritura ya no importaba. Todo estaba trastocado. Además, nos invadía un sentimiento de conmiseración frente al espectáculo de los niños solos y desprotegidos en nuestra propiedad. Atontados por la situación inesperada, no podíamos enfrentarla. Reconocimos de nuevo cómo había quedado la quinta. Inhabitable.

Subimos al auto y regresamos en silencio al departamento. Durante el interminable trayecto un sol radiante iluminaba el día. Al llegar, los cuatro corrimos a arremolinarnos en el balcón para percibir su calor, sin espacio, sin verde. Solo cemento y ciudad. 

 

© Diana Durán, 4 de setiembre de 2023

EL PUEBLO QUE SE VOLABA

 


El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba


Yan Lu, Secretario General de las Naciones Unidas, estableció en una Asamblea de doscientos países la emergencia mundial por el cambio climático. La historia de la humanidad había cambiado de manera dramática. Lo que antes era la preocupación de unos pocos científicos y ambientalistas se había convertido en una verdad categórica cuyas consecuencias debían enfrentarse a escala planetaria. Los gobiernos se dedicaban a paliar los tremendos efectos y a asistir a los pueblos para defenderlos de los fenómenos extremos que estaban sucediendo.

Las zonas más pobladas de Europa, Asia y América del Norte estaban inundadas o sometidas a otras catástrofes climáticas. En algunas regiones los habitantes desesperados se agolpaban para emigrar. Los países no podían enfrentar los tremendos gastos frente a la crisis económica provocada por las consecuencias imprevistas de aluviones, sequías severas, incendios devastadores, tifones y huracanes de categorías extremas, además de la proliferación de nuevas enfermedades infecciosas por causa de vectores desconocidos.

El nivel del mar había subido tanto que la mayoría tuvo que partir hacia el hemisferio sur donde la Cruz Roja y otros organismos internacionales habían construido pueblos para alojar a la enorme cantidad de migrantes. Los nuevos poblados no tenían nombre, se los designaba con números hasta que definieran sus consejos locales.

“Pueblo 153” se había fundado tres meses atrás en la Argentina. Allí llegó, junto a muchas otras, la familia Wright constituida por el padre, Harry; la madre, Alison; y dos hijos adolescentes, Thomas y Bridget. Provenían de Escocia, país que se había inundado casi en su totalidad. Solo había quedado como una isla el monte más alto, Ben Mevis. Los Wright viajaron a la Argentina porque tenían dinero para mantenerse lejos de las áreas más afectadas de Europa. En el país fue necesario localizarlos en un lugar designado por el gobierno que era una zona protegida de amenazas en un valle entre serranías. Debido a la rapidez con que se construyeron las casas, no hubo tiempo de orientarlas de manera racional para menguar tempestades y borrascas. Los pronósticos meteorológicos eran inciertos por lo que nadie tenía la posibilidad de conocer lo que iba a suceder al día siguiente,

Los Wright se sentían a salvo a pesar de la precariedad de su situación. En “Pueblo 153” ingleses, sicilianos, cretenses, irlandeses, chipriotas, cubanos y haitianos formaban una mezcla variopinta de gente procedente de islas sumergidas al norte del Ecuador. A todas las familias se les entregó una vivienda prefabricada. La adaptación climática fue caótica ya que durante el invierno la gente enfrentó vientos helados del sur, la nieve arreciaba y cuando las ráfagas mermaban las casas quedaban convertidas en lodazales.

Harry estaba exhausto de tanto palear, Alison, de limpiar. Había racionamiento porque la comida no alcanzaba para todos los arribados. Las viviendas tenían pocas ventanas, pero no había caso, igual el frío se colaba por las rendijas y había que consumir leña permanentemente. De ello se encargaban Thomas y Bridges. Acostumbrados al buen vivir en tierras escocesas, su existencia actual era agotadora. Sin embargo, sabían que Europa estaba sumida en la desolación.

Superaron la primavera ventosa como pudieron y llegó el verano. Los vientos giraron hacia el norte, procedentes de la selva tropical amazónica. Entonces las lluvias fueron copiosas y el aire caliente se filtraba en las casas por todas las rendijas. Nada que se pareciera a Escocia. Las prefabricadas no estaban preparadas para trescientos milímetros en un día. Eran aguaceros torrenciales que se desplomaban de nubes negras gigantescas que nunca se habían visto. Alison y Bridget lloraban desesperadas de miedo cuando las puertas y ventanas golpeaban los postigos. Por más que Harry y Thomas se habían ocupado de cruzarlas con maderas, en varias ocasiones se les inundaba la casa, como a la mayoría de los habitantes de “Pueblo 153”. El valle no era una zona de ciclones ni de tifones, pero, sin embargo, las ráfagas lo parecían manteniendo a las familias en un estado de alarma permanente. El otoño seco trajo nubes de polvo y arena de un medanal cercano que se colaron por todas partes.

Habían pasado las cuatro estaciones. La familia apenas conocía a sus vecinos ocupados en mantener sus casas y recibir las raciones que entregaban los cuerpos de paz y las organizaciones ambientales. Los diferentes idiomas no ayudaban. “Pueblo 153” era una verdadera Torre de Babel de gente desconocida que poco se comunicaba por miedo a las patrullas que vigilaban las calles.

 Los Wright vivían al lado de los Pierre, pero se habían comunicado poco con ellos, aunque se los percibía muy animados a través de las ventanas. Algo insólito ante las circunstancias que se vivían.

Thomas y Bridges habían aprendido francés en la escuela escocesa por lo que podían hablar con Jean y Samuel, jóvenes de Haití que formaban parte de la familia vecina. Ellos estaban acostumbrados a la pobreza y a las catástrofes así que se mantenían más alentados a pesar de las circunstancias. Cantaban y danzaban según sus rituales religiosos en forma carnavalesca y así animaban a los jóvenes escoceses. A Harry y Alison no les gustaba mucho esa relación, pero sabían que era el único divertimento de sus hijos. Además, habían aprendido a respetar a los Pierre porque sabían y compartían habilidades como cortar leña, cazar en los alrededores y recolectar frutos comestibles.

Cuando llegó el siguiente invierno las tempestades arreciaron también en el hemisferio sur. Todo volaba, las casas se desplomaban. “Pueblo 153” desapareció tras una tormenta semejante a un huracán con vientos a más de trescientos kilómetros por hora. En la central de contingencias no se sabía si había sobrevivientes.   

Los Wright y los Pierre pudieron escapar a tiempo. Armaron hatillos con pocas pertenencias, caminaron al oeste y treparon los cerros hacia mayores alturas. Se salvaron milagrosamente gracias a los haitianos quienes días antes habían advertido a sus vecinos que se venía una nueva catástrofe. Su intuición iba más allá de pronósticos racionales. Ellos observaron los cielos e invocaron a sus dioses vudúes. Los jóvenes Wright habían convencido a sus padres de huir a “Pueblo 140” en la ladera del otro lado de las sierras. Llegaron allí, pero no encontraron lo que buscaban. No existía tal lugar, solo unos arcos de entrada que cuando los atravesaban descendían de manera abrupta por la cuesta hacia el valle anterior. Así siguieron intentándolo indefinidamente. 

 

© Diana Durán, 14 de agosto de 2023

ROSALÍA Y SUS OCHO PERROS

 


San Mauricio. Provincia de Buenos Aires. Fotografía: La Nación

Rosalía y sus ocho perros

 

No hace mucho tiempo en San Mauricio había gente. La plaza se animaba con el bullicio de los niños cuando volvían de la escuela rural. Si hasta tenían farmacia, destacamento policial y una pequeña confitería, además de la salita de primeros auxilios, la escuela y la capilla. El tren traía las noticias y a las familias de visita, al pueblo y los campos aledaños. Eran en ese tiempo mil ochocientos habitantes integrados a la tierra que los rodeaba.

El entorno era curioso porque a pesar de estar en la pampa arenosa, que así se llama por los médanos alargados, resabios de viejos tiempos secos, el pueblo se situó entre lagunas paralelas sin nombre. Médanos y lagunas, lagunas y médanos. A veintisiete kilómetros se localizaba América, un poblado más importante y solo a quince González Moreno justo en el límite entre Buenos Aires y La Pampa.

San Mauricio fue fundado por los hermanos Duva, unos italianos que llegaron vagando por la llanura y plantaron un buen roble que aún permanece en su vieja casona. Algunos pobladores rurales de las cercanías se proveían en el almacén de ramos generales, pero la mayoría lo hacía en América, el lugar que logró ser cabecera del partido de Rivadavia, lo que les permitió tener un camino pavimentado de acceso. En cambio, a San Mauricio solo se llegaba por tierra desde la ruta setenta y tres, siempre poceada y peligrosa.

Rosalía formaba parte de una familia típica de costumbres rurales constituida por el padre, la madre y dos hermanos varones. A los veinte se casó con un paisano. El pobre murió en un accidente de ruta cuando lo chocó una camioneta. Iba al trote en su caballo manso, tanto como bonachón había sido. Entonces se quedó sola con sus padres y hermanos y se acostumbró a una vida poco sociable. A pesar de eso fue maestra rural.

Un aciago día se cerró la estación ferroviaria. El presidente riojano de ese entonces dictaminó “ramal que para, ramal que cierra”. Entonces los vecinos comenzaron a irse. Primero fueron las familias del ferrocarril y enseguida las que de él dependían. Con ese cierre comenzó la partida, el abandono, pero todavía quedaban habitantes en San Mauricio, aunque cada día partía alguna familia, en general detrás de sus hijos. Rosalía permanecía con sus padres y se había acostumbrado a la viudez. Eso sí, a sus dos perros los cuidaba como si fueran hijos.

En 2001, la escuela se quedó sin alumnos y ella sin trabajo. Varios negocios más se cerraron y todos se iban yendo. Entonces aceptó ser enfermera, curso acelerado de por medio, en la sala de primeros auxilios del pueblo.

En la primavera se produjo la lluvia más torrencial del siglo. Tras el diluvio, vino la inundación. No cualquier inundación, fue un manto que lo cubrió todo. El pueblo debió ser totalmente evacuado. Sus padres y hermanos también marcharon lejos, muy lejos porque América también estaba inundada. No se querían ir, la mayoría deseaba cuidar sus casas. A Rosalía la llevaron a la fuerza junto a sus perros. En los pueblos grandes pusieron defensas, pero en San Mauricio por ser tan pequeño no había cómo ayudarlos. Tanta fue la devastación que los vecinos no volvieron.

Hasta sus padres dejaron San Mauricio para vivir en América junto a sus hermanos. Cuando se retiró la inundación quedó la mugre y el barro. Pero Rosalía volvió, limpió el hotelito del lugar y allí vivió. Arreció el viento y poco a poco los pastizales crecieron en las calles. El polvo lo cubrió todo y los cardos rusos empezaron a meterse en las casas abandonadas.

Las viviendas de bellas fachadas estaban cubiertas de moho en la mayor parte de sus paredes y los techos derrumbados. El aspecto era tan fantasmagórico que a cualquiera le hubiera dado miedo recorrerlas, pero Rosalía no tenía miedo, sino una profunda tristeza. Sus padres se murieron al poco tiempo, uno tras otro, desterrados. Los hermanos se mudaron a Trenque Lauquen. La mujer no quería por nada del mundo dejar a sus perros que ya eran ocho.

Cuando un peón fue a verla a la salita, ella le comentó. Mi historia es la de una mujer que se quedó sola en el medio de la nada, con mis ocho perros, esperando que alguno de ustedes tenga una dolencia y llegue a mi sala de primeros auxilios. Aquí estaré con mate y pan casero para ayudarlos, porque del pueblo yo no me voy.

Hoy salí a caminar para estirar las piernas cuando vi dos caballos blancos desconocidos que pastaban en la plaza desierta. Me senté en un banco de cemento descascarado entre los juegos rotos que aún quedaban y me sentí muy satisfecha. ¡San Mauricio es mi tierra!

El tiempo, las lluvias y los depredadores hicieron de San Mauricio una especie de museo al aire libre que se deterioraba día a día. Los edificios ruinosos eran los únicos testigos de que alguna vez hubiera estado habitado. A veces cruzaban el lugar algunos motoqueros o turistas de paso para sacar fotos de las ruinas entre las ovejas y cabras que andaban por la estación.

Los hermosos aljibes de las casas que quedaron en pie se herrumbraron y fueron cubiertos de enredaderas. Un árbol había crecido en lo que fuera la cocina de pisos relucientes de la confitería que delataba el tiempo del abandono. Hasta la campana de la capilla fue a parar al museo de América y el nombre de las tres calles principales ya no se leía. Las ocho manzanas del pueblo apenas resistían al embate del tiempo y de las cuarenta casas solo quedaba en pie el pequeño lugar donde vivía Rosalía. Parecía un pueblo fantasma, pero para ella no lo era. Allí subsistía, allí desafiaba la soledad.

Se avecinaban tiempos de inundación. Así decían en América y en todos los pueblos de la comarca. Había más previsión en esa época frente a las catástrofes. Alguien se acordó de Rosalía, la única habitante de San Mauricio. La que vivía con sus ocho perros. La gente la nombraba como “la loca de los perros” y se narraban historias de su vagar por el pueblo y sus treinta y nueve casas derruidas.

Días antes de la tormenta había pasado una patrulla rural que le avisó a Rosalía el pronóstico de tremendas tempestades. La mujer los ignoró y cuando insistieron los ahuyentó a los gritos e insultos sumados al ladrido de sus guardianes. A ella no la iban a sacar del pueblo.

Un sábado comenzó el aguacero. La tierra ya no absorbía el agua que precipitaba. La patrulla volvió a rescatarla. Ella no quiso saber nada, les dijo de aquí no me muevo. Ya pasé muchas y este es mi lugar. Luego salió corriendo con sus perros detrás. Los hombres quedaron asombrados de su actitud agresiva y turbada.

Fue un verdadero tornado, no una inundación. Cuando los policías volvieron a San Mauricio no encontraron a nadie. Rosalía se había esfumado. Sus hermanos la buscaron infructuosamente.

Se dice que en las noches de luna llena se escucha una voz quejumbrosa que aúlla de aquí no me sacan ni muerta junto a ladridos ensordecedores. Nunca más se la volvió a ver.

 

© Diana Durán, 7 de agosto de 2023

 

 

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