ENGAÑO

 


Engaño

Caminó lentamente en el primer piso a través de pasillos oscuros franqueados por columnas inmensas que daban al vacío del patio interior. Subió las escaleras y pasó por un corredor sombrío que le daba la sensación de un agobio oprimente. Sabía que le esperaban momentos de tensión e incertidumbre. La solemne severidad del edificio de Tribunales la hacía sentir sola, minúscula y desamparada a pesar del ir y venir de personas que realizaban trámites.

Lo vio de lejos en las escalinatas y casi no lo reconoció. La cabeza gacha y el aspecto desmañado la sorprendieron. Vestía un traje marrón mostaza arrugado que le quedaba grande. Unos zapatos negros que de tan polvorientos parecían grises. El cabello grasoso se le abría en mechones sobre la frente. Parecía arrastrarse con un caminar lento y cansino. Como siempre había sido un tipo agradable y bien parecido, se dio cuenta de que estaba simulando.

Su exmarido siempre había cuidado meticulosamente su apariencia. La misma profesión se lo requería. En cambio, así trazado parecía un menesteroso, justo lo que quería figurar, pensó. Dar la visión de que era un pobre diablo frente al juez de menores con el propósito de reducir la cuota alimentaria. Ella se sintió una ilusa por haberse vestido para la ocasión con un trajecito azul y una camisa blanca. Quería ofrecer la impresión de lo que era: una mujer seria y una madre responsable. ¿A quién? ¿Al padre de sus hijos, al juez, a los abogados? ¡Qué ingenua!

Él vivía en un estudio coqueto de Vicente López. Ella con sus dos hijos en un minúsculo departamento alquilado del barrio de Congreso. La casa que antes habitaban se había dividido entre ambos y con ese dinero ella había sustentado su vida y la de sus hijos durante los años posteriores a la separación. El capital se le había escurrido como arena entre las manos. Lo que ganaba como secretaria ejecutiva no le servía ni para llegar a mitad de mes, mientras los aportes del padre de sus hijos se habían devaluado. Según la ley, los chicos debían mantener el mismo nivel de vida que antes del divorcio. Pero no era así. Apenas pagaba la prepaga, él le había pedido cambiarlos del colegio privado al público y se acordaba a las cansadas de la cuota del club. Ella había pasado de tener servicio doméstico a ocuparse de todas las tareas hogareñas. Cuando los precios se fueron a las nubes empezó a hacer comidas más económicas y ahorrar cada centavo para no verse en figurillas en el mantenimiento de su hogar. Él había dejado el trabajo del municipio donde ganaba muy bien como secretario de obras para que no le pudieran sacar ni un peso de sus ingresos informales. Ahora se dedicaba a la arquitectura por su cuenta y ella sabía por amistades comunes que le iba muy bien.

A dos años de un divorcio controvertido y seis de la separación no quedaba otra que asistir a la audiencia. Llegó al pasillo de la secretaria judicial en la que se encontró con su abogado, viejo amigo de la familia que no le cobraba un peso, pero tampoco era un estratega. Sin embargo, ella lo sabía una buena persona. Siempre le buscaba la mensualidad y se la llevaba a su casa para evitar encuentros enojosos. Luego su ex comenzó a depositársela y ya no lo veía periódicamente. Se anunciaron y sentaron en unos bancos del pasillo.

Entraron uno por vez al despacho del magistrado. Ninguno sabía lo que había dicho el otro, pero por el orden de entrada seguramente el abogado de ella había presentado el caso, solicitando la actualización de la cuota alimentaria frente a la crisis inflacionaria que vivía el país. En cambio, el de su exmarido le exhortaría al juez rebajar la mensualidad con el pretexto de que lo habían echado del trabajo y no podía afrontarla. Exactamente eso había hecho. Rata inmunda, pensó ella. No podía creer una bajeza tan ruin.

La situación durante la audiencia fue horrible para la mujer. Lo veía a él en la antesala del despacho del juez disfrazado de pobre, refregando sus manos, en una actitud que consideraba miserable. Ni siquiera la observaba, mientras ella insistía en prestarle atención para ver si le devolvía la mirada. Nada. Cuando le tocó el turno, entró al despacho del juez de menores que la trató de manera insolente ejerciendo violencia psicológica. Se sorprendió. Le vio cara conocida y pensó de dónde lo conocía. Dejó para más tarde esa indagación e irguiéndose por sobre el mal rato que estaba pasando se ocupó de explicarle con claridad su situación y la de sus hijos. Percibió una indecorosa actitud y hasta cierto encono que corroboró cuando en un momento la amenazó con quitarle la tenencia de sus hijos. No existía ninguna razón para hacerlo. Algo le advirtió sobre su vida amorosa, aludiendo a su indecencia, cuestión que ella no comprendió. Aunque estaba segura de que su pedido era justo, salió desorientada, afligida y, sobre todo, intimidada por ese hombre.

La audiencia resultó inútil. El juez amparó al exesposo y le otorgó el beneficio de la reducción de la cuota. Injusticia. Bajeza. Humillación. Se sintió muy estafada. Su abogado la consoló como pudo.

Mientras salía del Palacio de Justicia con lágrimas en los ojos recordó repentinamente de dónde conocía al juez actuante. Era muy amigo del abogado de su exmarido. Lo había visto en varios beneficios y cócteles a los que había concurrido con él. Eran otros ámbitos, superfluos y acomodados. Por eso no lo había conocido. Rememoró que se trataba de un hombre fino y atento. Un señor, un padre de familia. Había caído en la emboscada. No había advertido que su exmarido conocía al juez. Tampoco previó semejante acuerdo tramposo.

Reflexionó dos minutos mientras caminaba por Talcahuano. Pegó media vuelta e ingresó nuevamente a Tribunales. Subió corriendo entre esas columnas y estatuas lúgubres que no olvidaría jamás. Ingresó a la oficina del juez cuando él salía. Lo llamó por nombre y apellido, le dijo todo lo que pensaba, cómo la habían engañado, lo injusto de su decisión. Además, le advirtió que realizaría una demanda por violencia de género y se dio el gusto de insultarlo. El hombre quedó alelado y no atinó a nada mientras ella se iba con una leve sonrisa en su cara.


   © Diana Durán, 28 de noviembre de 2022

 

GESTOS

 




Gestos

La vida comprende un devenir de cosas perdidas: paraguas, anteojos, biromes, llaves, dinero, celulares, documentos, forman parte de la serie de elementos que se ocultan como por arte de magia sin que tengamos la más mínima idea de donde los dejamos. Si es adentro de la casa giramos sin ton ni son por los lugares recorridos hasta que aparecen en el menos imaginado. Si es afuera, la cuestión es más compleja porque debemos desandar los itinerarios, volver a negocios, caminar por calles ida y vuelta o esperar que algún buen samaritano en posesión de la pérdida se comunique. Entonces es la suerte y no la razón la diosa a la que invocamos.

Delia salió con su nieto a comprar un disfraz para el viaje de egresados de la escuela primaria. Ahora estos chicos hacen fiestas y excursiones a fin de ciclo, en mi época ni a la esquina íbamos, dijo la abuela. Entraron a un gran comercio y consultaron. La vendedora les contestó con pocas ganas. Los trajes que tenemos son más pequeños que los que necesita el chico, se los llevaron todos para Halloween. Decidieron buscar otras opciones entre el bullicio de la gente que llenaba el negocio. Una alternativa podía ser la combinación de máscaras y accesorios. Era sábado y quedaba poco tiempo para la partida de Lautaro, el domingo a la noche. Con meticulosidad revisaron y probaron caretas de zombis, payasos, monstruos, superhéroes y sus accesorios, anteojos, espadas, bastones, antifaces, además múltiples pelucas coloridas. Era un verdadero jolgorio para ellos. El niño se ponía y sacaba los distintos conjuntos y se reía con su abuela de cada uno.  

El negocio estaba lleno. Se acercaba el Mundial de Fútbol de Qatar y la gente no paraba de comprar banderas, sombreros, vuvuzelas, cintas, vinchas y todo tipo de conjuntos en blanco y celeste. Abuela y nieto, en cambio, a contramarcha de la mayoría, se dedicaron durante una hora a combinar opciones de atuendo para la fiesta de disfraces. Finalmente se decidieron por uno muy original: una máscara de gallo con cara de villano, una amplia capa roja y un tridente, como si fuera un animal diabólico, del que se rieron mucho inventando pequeñas fábulas. También lo bautizaron gallo Crestón. Ellos disfrutaban siempre de sus salidas, aunque fuera a la vuelta de la esquina.

Ya en la caja y con cara adusta la empleada le advirtió a Delia que debía pagar en efectivo porque no andaba el postnet. Entonces la abuela corrió a sacar dinero del cajero automático. Lauti se quedó en un pasillo con la posible compra. Tenían temor de que se la hicieran devolver. El banco quedaba enfrente. Por fin pudieron finalizar el trámite de la compra y partieron raudamente a la casa del niño, donde junto a su madre continuaron las risas cuando Lauti se probó el disfraz y cantó como un gallo.

Mientras tomaban unos mates satisfechos de la compra, Delia advirtió el mensaje de una desconocida en el Facebook de su celular. Una tal Andrea había encontrado su tarjeta de débito en el cajero y preguntaba si era ella quien la había perdido. La abuela buscó en su billetera y cayó en cuenta de que no la tenía, evidentemente la había dejado en el banco. Rápidamente le respondió para preguntar si la podía recuperar. La joven dijo que estaba en un negocio y al notar que era cercano Delia partió en el auto junto a su nieto para recobrar la tarjeta, mientras él cantaba con ritmo futbolero, ¡más gente como Andrea, se necesitan muchas Andreas en este mundo!

Llegaron al lugar del encuentro, una gran tienda típica de ciudad pequeña. No hallaba a la mujer por ningún lado. Delia recorrió los sectores de ropa de niños, de mujer, deportiva, de manteles y toallas. Nada... A medida que circulaba por los pasillos se inquietaba más. No podía perder su tarjeta de cobro de la jubilación. Mientras transpiraba se reprochaba el descuido. A pesar de su grado de concentración en ciertos temas, con las cosas más básicas era un desastre. Siguió la búsqueda con gran inquietud. Miraba el celular para ver si había alguna novedad, pero nada, estaba mudo, ningún mensaje en el Messenger. La benefactora se había esfumado. Concurrió a la entrada del local y pidió al encargado si podía solicitar la presencia de Andrea en la zona de cajas. El hombre se disculpó, no tenían megáfono ni andaban los micrófonos. Mareada por la circulación en el negocio, Delia se dio cuenta que había perdido de vista a Lauti. Se desesperó. No podía ser que estuviera tan confundida. Entonces volvió a la entrada. Allí estaba la famosa Andrea, una muchacha amable y solidaria, conversando animadamente con su nieto como si tal cosa. Después de múltiples saludos y agradecimientos, Delia y Lautaro partieron nuevamente con tarjeta en mano. Esa tarde la mujer agotada durmió una siesta de las que consideraba catamarqueñas y soñó que un gallo siniestro la perseguía por un laberinto sin fin.

  © Diana Durán, 21 de noviembre de 2022

UN DÍA EN EL JARDÍN

 


UN DÍA EN EL JARDÍN

    Salió al jardín y se acomodó en el sillón de mimbre como todos los días soleados. Lo recorrió con sus ojos cansados pero serenos. Grises eran, tan grises como su cabellera bien cuidada, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tenía noventa y tres años. Solo contaba con la descendencia. No había quedado nadie mayor que ella, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Solo algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no podía contactar. Incluso había olvidado sus nombres.

    Miró a su alrededor nuevamente. Notó que habían crecido dos rosas más. Observó el nido de la paloma en el pino, se veía completo de ramitas y plumas, hasta pudo imaginar que adentro había huevos. Vio muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y advirtió que no había nubes en el cielo. Sintió el calor del sol y el aire fresco. Se incorporó a duras penas y apoyada en su bastón dio una vuelta al jardín. Se acercaba la hora de la merienda y como siempre la iban a venir a buscar para ir al comedor. No deseaba encerrarse, pero así era el ritmo de sus días.

    Volvió al sillón y se acomodó. Cerró los ojos y comenzó a recordar el nacimiento de sus hijos y nietos, cuando su padre la llevaba a la escuela, el día que se casó con su amado, la tristeza de cuando falleció. Todo pasó por su mente en un instante. Así acostumbraba a hacerlo. Vivía de los recuerdos. No le dolían. Todo lo contrario, era su manera de sentirse viva al recordar que había tenido una vida feliz, que su historia había sido grata como siempre contaba.

    Giró su cabeza hacia donde estaba la casa, observó las paredes de ladrillo a la vista, la ventana de madera y las cortinas rosas. Sintió que desconocía el lugar, tampoco le gustaba, pero no se preocupó, sabía que la vendrían a buscar en un rato. No podía calcular el tiempo. Hacía mucho que había dejado de hacerlo.  

    Miró hacia la calle y esperó que cruzaran unos autos o alguna persona. A las cansadas pasó un taxi. Se preguntó quién iría y hacia dónde. Observó a una madre con sus dos hijos pequeños caminando rápido. Tenían delantales blancos. Recordó que ella también había llevado a sus hijos al colegio. Hacía mucho que no los veía. ¿Cuántos meses? No lo recordaba. Igualmente, no podía contarlos, había perdido la noción del tiempo. Tampoco sus nietos, siempre tan ocupados, le habían dicho.   

    Le gustaba estar en el jardín, no así adentro. Esa mañana le había costado levantarse como todas las mañanas, pero ahora estaba en el único lugar en el que deseaba estar. Se incorporó un poco, pero se sintió cansada y volvió a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrían a buscar en cinco minutos, pensó, como siempre, pero no sabía cuánto eran cinco minutos.

    Entrecerró los ojos y dormitó arrullada por el calor del sol. Así se quedó dormida. No volvió a despertar, la encontraron tranquila en el mismo sillón donde casi todas las tardes cuando podía salía a disfrutar del sol.

 © Diana Durán, 19 de noviembre de 2022

ENCUENTRO EN PEHUEN CO

 


Atardecer en Pehuen Co


Encuentro en Pehuen Co

El mejor momento del día era cuando atravesaba el médano y divisaba el mar. Caminaba con los pies descalzos sobre la arena fría y mojada y jugaba con la espuma del oleaje divagante. Solo la acompañaban unas gaviotas a pocos metros y el poderoso ruido marino. Aspiraba profundamente el aire salino y la envolvía una genuina sensación de plenitud y placer, en estrecha comunión con el entorno.

Sofía había decidido vivir en Pehuen Co, un balneario de la costa atlántica de Buenos Aires. La habían aceptado como profesora en la única escuela secundaria. Era el trabajo ideal para quien quisiera aislarse de la vida ajetreada de Bahía Blanca y, fundamentalmente, de su reciente divorcio. Había decidido alejarse de la gran ciudad y del ambiente docente en el que su exmarido también actuaba, además ganaría bastante más dado el carácter rural de la localidad. Al fin estaría libre de ataduras, luego de diez años de un matrimonio aburrido, desapasionado y anodino. Estaba a sólo setenta kilómetros de Bahía por si quería hacer alguna compra especial, visitar a la familia y los amigos, o acceder a un servicio médico y a trámites complejos. Por la división de bienes, Sofía se había quedado con el auto mediano y la cabaña de veraneo que la pareja había comprado años atrás. La joven pensaba que para recuperarse lo mejor era estar lejos y empezar de cero. Con treinta años no sabía qué le depararía el destino, pero sí que no quería tener una nueva relación. Había una distancia sideral entre el trasiego de profesor taxi de escuela en escuela al transcurrir tranquilo y solitario en la idílica villa balnearia. Todo estaba a un paso en el nuevo lugar. Había transformado la cabaña en una residencia bien acondicionada para vivir con unos pocos muebles vintage de colores pasteles y un gran sillón de mimbre con almohadones estampados, cortinas en bandas verticales black out, algunos libros elegidos y un cuadro tríptico con figuras de mujeres estilizadas. Todo distribuido con gran sencillez lo que le daba a la casa una atmósfera cálida y encantadora. Ahora podría cuidar bien de jardín de agapantos azules, margaritas blancas y amarillas y madreselvas perfumadas cubriendo los muros. Contemplaba los dos pinos a ambos lados de la tranquera y los álamos vigilantes al costado del terreno junto a los aromos amarillos en primavera. Ascendiendo el médano que limitaba su casa en la parte posterior, tres cipreses añejos proveían la sombra ideal para los ardientes veranos. Planificaba revivir su pequeña huerta de hortalizas y aromáticas y plantar algunos frutales. Plenitud completa.

Sofía reinició su vida en Pehuen Co feliz, acomodando su casa y acostumbrándose al ritmo cansino de la vida lugareña. La acompañaba el intercambio con sus colegas que venían de Punta Alta en una combi, para volver al terminar la jornada escolar. Conversaba con algunos vecinos, en general comerciantes que la proveían de los víveres cotidianos. No había mucha gente de residencia permanente, venían en general los fines de semana o en las vacaciones. Disfrutaba su soledad. Se sentía dichosa con sus caminatas sin rumbo por la ribera y el bosque que rodeaba la villa. Era una enamorada del mar, pacífico o bravío, de las nubes cambiantes en forma de penachos, estratos o cúmulos que le permitían imaginar figuras extrañas y sorprendentes. También amaba las puestas de sol tan particulares de Pehuen Co donde el astro salía y se ponía en el mar formando un arco singular de amaneceres y atardeceres únicos. Una bola de fuego alzándose y sumergiéndose lentamente en el horizonte oceánico. Deseaba contemplar el espectáculo una y mil veces. La joven nadaba como un pez desde la infancia, pero era prudente con los vaivenes marinos. Conocía el ritmo de las bajamares y pleamares como el de su corazón.

Todas las tardes, terminado el trabajo, Sofía caminaba a buen ritmo las siete cuadras de tierra que distaban entre la escuela y su casa. Cuando no tenía clases y los días se alargaban hacía otro itinerario que la llevaba por la angosta calle Las Gaviotas hasta Los Tamariscos subiendo y bajando los ondulantes médanos para luego alcanzar la avenida que daba al mar. Entonces corría feliz hasta la orilla. Allí se quedaba hasta el atardecer clasificando caracolas milenarias y rocas de erosionadas formas que coleccionaba luego de una refinada selección.   

Nunca pensó en un encuentro tan inesperado. Una tarde cálida de octubre hizo el recorrido hasta llegar a la bajada de Ameghino y comenzó su acostumbrado vagabundeo por la playa. El mar estaba calmo. Entonces distinguió la silueta de un hombre saliendo del agua con una tabla de surf bajo el brazo. Le pareció de su misma edad. Sin poder evitarlo, se ruborizó intensamente. El joven se le acercó para atravesar el camino por donde ella había bajado. Le sonrió con un gesto amistoso y Sofía le devolvió una tímida sonrisa. Ninguno atinó a decir palabra, pero quedó entre ambos una estela de seducción. Al día siguiente se repitió la escena, solo que esta vez se saludaron e intercambiaron nombres y actividades. Tomás era el nuevo guardaparque de la Reserva Pehuen Co-Monte Hermoso. Se había acabado la tranquilidad emocional para Sofía. No podía dejar de pensar en ese joven encantador al que esperaba ansiosa ver luego del trabajo. Su camino hacia la costa ahora le hacía latir fuerte el corazón. Cuando se encontraban conversaban de todo lo que a ella le gustaba, el mar, la playa, los deportes náuticos, el cuidado del médano, la concientización de los turistas, el aluvión veraniego. Odiaba los días de lluvia porque sabía que no lo iba a encontrar. Se sentía totalmente atraída no solo por el trabajo tan singular de guardaparque, sino porque era un joven atlético, tranquilo y solitario. Entablaron una relación amorosa desde aquel ocasional encuentro. La embargó la pasión. ¿La soledad había quedado atrás?

La joven debió ir a Bahía Blanca para atender a su madre que se había operado. Eran solo tres días, pero los sufrió intensamente. Quería regresar lo antes posible. Se acercaba el verano y sabía que Tomás se sumergiría en el cuidado de la reserva y las visitas guiadas a las huellas paleontológicas. No lo vería tanto como ahora lo que la sumía en el desasosiego.

La muchacha regresó el lunes cuando se anunciaba una temible sudestada. Se habían suspendido las clases. Arreciaban vientos de más de 80 km por hora. Había vuelto a tontas y a locas solo pensando en el reencuentro. Por suerte su casa estaba en orden, nada se había arruinado, aunque los árboles se bamboleaban peligrosamente. Ella solo imaginaba a Tomás. Se animó a bajar a la costa, aun sabiendo lo que significaba ese temporal. Apenas pudo llegar por el viento huracanado, los truenos amenazantes y la lluvia torrencial. La playa se había convertido en una estrecha franja contra los tamariscos. La arena le azotaba el cuerpo. No lo encontró, pero descubrió un morral colgado de una rama. Se desesperó. Corrió a su casa y se comunicó con el delegado municipal quien atareado no podía responderle, solo le exigió que se refugiara en su casa. Estaba trabajando con los bomberos debido al mal estado de las defensas costeras, el posible retroceso y derrumbe del médano y las consecuencias en los chalets veraniegos de la línea de costa. Sofía suponía que Tomás como guardaparque sabría cuidarse, pero estaba muy afligida. Podía resultar una tragedia. Por primera vez, el lugar le parecía sombrío y triste. Supuso que el joven había ido a revisar el estado de la casilla en la entrada de la reserva paleontológica y habría preferido quedarse protegido tras los médanos hasta que amainara la tempestad. También pensó que habría olvidado su morral durante la recorrida matinal. Pasada una hora Sofía se sentía impotente y alterada por la desaparición de su amado por lo que volvió a llamar al delegado municipal que le contestó que los dos guardaparques, Luis y Esteban, estaban a buen resguardo. ¿Cómo Luis y Esteban? ¿Y Tomás?, preguntó sorprendida Sofía. En Pehuen Co no hay ningún guardaparque llamado Tomás, le respondió el funcionario y agregó algo molesto, manténgase a resguardo, por favor. Sofía volvió a preguntar, pero se cortó la comunicación. No podía entender lo que estaba sucediendo, cómo que no había un guardaparque llamado Tomás. Entonces, quién era su amor. Sofía nunca más lo volvió a ver. La imagen del joven surgiendo del mar con su tabla de surf se transformó en una incógnita amarga e inconcebible. 


© Diana Durán, 14 de noviembre de 2022

QUIERO TODO

 


QUIERO TODO

Josefina estaba obsesionada por comprar y comprar. Le gustaba especialmente decorar el departamento donde residía con su esposo e hijo. Su última adquisición había sido un conjunto de tres elefantitos de madera de sándalo que completarían el estante donde se situaba la emperatriz de marfil entre dos estatuillas de piedra dura, un buda y un dragón. La disposición era estética, armoniosa y equilibrada. Josefina decía poseer algún antepasado coleccionista ya que, a diferencia de ella, su mamá había sido sumamente sobria, tal es así que en el living materno solo se destacaban un antiguo reloj de madera y dos piezas de cristal de Bacará, una bermellón y otra azul que con el tiempo formaron parte del acervo de su hija. En cambio, Josefina seguía acomodando objetos en la vitrina de marco dorado a la hoja, tallado y repujado con un espejo en la parte trasera y laterales de terciopelo bordó. Siempre había querido tener una así y finalmente la consiguió en el remate que hizo una amiga al mudarse a un departamento más chico. Fue una bicoca el precio, pensó Josefina, pero le pidió a la amiga pagarlo en dos o tres meses, que finalmente se convirtieron en seis.

Cuando era una niña Josefina iba con sus padres a la residencia de la tía Eugenia donde se detenía maravillada frente a dos esculturas chinas colocadas sobre pedestales de mármol de Carrara en la entrada pasando la puerta cancel. Luego se quedaba extasiada frente a un cristalero de pie donde lucían los juegos de comedor de porcelana en miniatura; docenas de copas de cristal de múltiples colores; estatuillas de pájaros, leones, tortugas y demás animalejos en cuarzo blanco, pasta blanda y hueso; entre otros múltiples adornos. Las paredes estaban totalmente cubiertas de platos ingleses de cacería y franceses de doncellas y flores. En el gran comedor separado del living había una mesa de roble tallada para veinte personas y en la pared, un estante de madera que rodeaba todo el ambiente situado a gran altura repleto de jarrones de porcelana. Josefina los miraba con admiración mientras transcurría el almuerzo dominical. Había observado con tanto detalle esa residencia fabulosa que cuando se casó la usó como modelo para decorar la suya. Pero claro, sus tíos eran ricos, situación nada comparable con la suya, esposa de un visitante médico de relativa capacidad económica. Igualmente, ella pensaba que su departamento estaba muy bien engalanado y le gustaba hacer reuniones en las que desplegaba la vajilla y la cristalería que le habían regalado para su casamiento a la que sumaba nuevas adquisiciones de fuentes, posa cubiertos y candelabros, entre otros enseres. Así se sentía feliz.

Usualmente salía con su vecina Sarita a pasear por la calle Cuenca. Siempre encontraban adornos para comprar. La amiga, esposa de un comerciante de muy buen pasar no tenía problemas de dinero. En cambio, Josefina engañaba a su esposo con las compras pues extraía los fondos de las cuentas e impuestos a pagar que él le encargaba. No tenía ningún remordimiento por esas trampas, sino que disfrutaba de sus adquisiciones. Se tiraba en el sofá y miraba en detalle cada objeto nuevo pensando donde ubicarlo o cuál de ellos reemplazar. En varias ocasiones habían quedado cuentas impagas, pero la mujer no cesaba de mentir a su marido en un ajedrez delirante de préstamos y ahorros para poder pagarlos. Pensaba que ella podía hacer lo mismo que Sarita. Tenía la rara cualidad de ubicar sus novedades sin que fueran muy notorias o esconderlas e ir cambiándolas por otras que ya se había cansado de ver a sabiendas de que ni su esposo ni su hijo repararían en sus acciones. Este último, sin embargo, ya le había dicho que su casa parecía un museo, pero ella ni se inmutaba. Continuaba pensando en más tesoros que obtener.

Lo que más anhelaba era una porcelana de Lladró. Había visto una estatuilla de una mujer con un cántaro en la galería Santa Fe. Quedó extasiada, pero era imposible acceder a la compra. Obnubilada había entrado al negocio dejando una seña que nunca recuperó. El sueño de Josefina era ir a Europa y además de visitar París, Londres y Roma, comprar unas piezas de Sevres y Limoge con sello, auténticas, aunque sabía que en Bavaria estaban las mejores, por lo que también quería viajar a Alemania. Hasta soñaba con traerse algún plato alusivo a la reina Isabel del palacio de Windsor.

El anhelo y la acción de adquirir objetos a partir de los ingresos de su esposo no tenían límites. Llegó un momento en que el síndrome de la compra compulsiva abarcó no solo adornos sino también ropa, maquillaje, libros de colección y cualquier otro elemento atractivo para su insaciable ansiedad consumidora.

Todos los objetos se iban acumulando en el departamento y Josefina llegó a padecer de irritabilidad cuando no podía salir de compras y, a su vez, tenía que canjear pagos imprescindibles como la luz, el gas o el teléfono por elementos que se acumulaban en los placares sin ton ni son. Ello implicaba nuevos préstamos y prestamistas.

Cuando conoció la existencia de Mercado Libre, Josefina ya no tuvo límites. Se pasaba horas revisando múltiples publicidades. No paraba de conseguir chucherías a bajo costo sin ni siquiera salir de su casa. Con solo poner el rubro deseado en la lupa de la página, elegía y llenaba el carrito virtual con todo tipo de trastos inservibles que cargaba a las extensiones de las tarjetas que le había proporcionado su esposo hacía unos años.

Josefina alcanzó el máximo desequilibrio cuando ocultó la compra de una mesa para veinte personas como la de la casa de su tía rica. El día en que se la trajeron estaban su esposo y su hijo. Los repartidores no tenían donde disponerla por lo que fue devuelta inmediatamente. Josefina quedó en estado de estupor cuando su marido le canceló todas las tarjetas y se fue de la casa con su hijo dejándola en medio de un mar de porcelanas y adornos inservibles.


© Diana Durán, 7 de noviembre de 2022

 

SEGUNDO LIBRO DE CUENTOS TERRITORIALES

 




En poco tiempo presentaremos el segundo libro de ficción titulado: " Mujer en las yungas y otros cuentos territoriales". 

El prólogo fue escrito por Yima Santa Cruz.

Esta vez los cuentos se reunieron en los siguientes capítulos:

- Estampas territoriales

- Urbanos y suburbanos

- Impresiones vitales

- La guerra


Estos son los cuentos:


Estampas territoriales

El otro país

Un relato pampeano. Sequías e inundaciones.

Senderos quebrados


Soledades patagónicas


Amores de frontera

Espejos de agua

Un camino hacia la libertad en la Quebrada de Humahuaca

Mujer en las yungas

Tras la mesa de un café

El puma y los niños

Encuentro en el Delta

Crónica de un secuestro

 

Urbanos y suburbanos

Miedo en Mataderos

Dos niños en la Isla Maciel

La Reja

Contrastes vitales


De Buenos Aires a Yokohama


Enfermo de virtualidad

Distancia en el encuentro

Reflexiones de una madre pobre


Impresiones vitales

Infancia compartida

La abuela Francisca

El abuelo griego


Juego de niños

La espera

Fin de siglo


Misterio fotográfico


Secretos indeseados

Reloj testigo

Espejismos


Madre e hija


Amigos siempre


Noches blancas


Noche helada


Viaje al futuro


La pelota y yo

 

La guerra

Dimitri, el griego

Ucrania. La decisión de Kalina

Kalina y el niño de la guerra


El libro también será publicado vía la publicación de Profes Geo Revista ProfesGeo en el mes de febrero de 2023.


Espero les guste, Diana Durán

                  





CRÓNICA DE UN SECUESTRO

 




Río Segundo en Anisacate. Córdoba.

Crónica de un secuestro

Es mi otro yo, es mi luz, si la pierdo me muero. Puede estar en cualquier lado, en un motel, en una hostería, en una casa, en el fondo de un depósito. Mi niña en la oscuridad absoluta. Oculta, secuestrada, lastimada, herida, muerta sin que alguien la haya visto. Es mi culpa por no buscarla bien. Una semana de incertidumbre. Tengo que seguir indagando.

La primera pista fue en Anisacate cuando la vieron cruzar el puente del río Segundo y después haciendo dedo camino a Alta Gracia. Allí se perdió el rastro. Nadie más la vio. Desde que Martina desapareció el 20 de octubre del 2018 su madre no cesaba de buscarla. Había denunciado el hecho a la policía, pero desconfiaba de la justicia, la política y las fuerzas del orden frente a cualquier acontecimiento vinculado con la violencia, de todo tipo, pero en especial, de género. Sabía que pocos casos terminaban bien. Había participado en marchas como la de “Ni una menos” en Córdoba. No era especialmente feminista, pero su condición de madre soltera la impulsaba a manifestarse. La abrumaban las cifras de femicidios. Pero en este caso la horrorizaba, no se trataría de un dato más, sería su hija. Arrancó de su mente tamaña idea y se dispuso a la acción.

Julia había trabajado duro desde que tuvo a Martina a los veinte años. Ya habían pasado otros veinte. No había vuelto a ver al papá de la niña, alejado antes de que naciera. Un padre ausente que se había mudado quién sabe adónde. El sector turístico ofrecía buenos trabajos. Había sido camarera de hotel, moza, vendedora, los oficios más diversos hasta conseguir estabilizarse como administradora de varias cabañas en el valle de Calamuchita. Se sentía satisfecha con sus logros. El sacrificio le había permitido comprar una casa pequeña pero digna en la localidad de Anisacate. Allí residía con su hija, su mundo, con la que compartía la vida. No tenía una buena relación con sus padres que habitaban en Córdoba Capital. Pasado tanto tiempo aún la juzgaban por haber sido madre soltera. No le importaba, bastaba con Martina y sus amistades lugareñas.

Durante esos días sombríos Julia sufrió pensando que Martina era bonita, inocente y atractiva, bien podía ser una víctima. Presa fácil, concluyó, al salir de la subcomisaría local. Tan sólo por la edad deberían haberla buscado en el acto. Martina no tenía novio ni nadie que la acechara, razonaba Julia. Era una joven amante del arte, del teatro callejero, del stand up. Tocaba varios instrumentos musicales, contaba cuentos para grandes y chicos y bailaba muy bien cualquier ritmo. Había hecho el profesorado de educación inicial en Alta Gracia. Pero no quería enseñar a los pequeños. Tenía otras pretensiones. Martina actuaba en distintos pueblos turísticos de Córdoba. Casi siempre a la gorra, no había logrado un sueldo seguro, pero Julia confiaba en su futuro. Desde niña se había destacado por sus dotes de bailarina, lucía en los actos escolares y, después, en pequeños teatros y escenarios de la comarca. Su madre esperaba otra cosa de ella, una profesión segura, un trabajo formal, la docencia, por ejemplo, pero prefería no condicionarla. Sabía que Martina poco a poco se encausaría. Más aún, la acompañaba cuando podía dejar sus actividades en sus itinerarios artísticos por los valles de Punilla, Calamuchita y Traslasierra. Una pléyade de pequeñas localidades marcadas por el ritmo del turismo.

En los días subsiguientes a la desaparición, más allá de lo que hicieran las autoridades, Julia comenzó a recorrer con la ayuda de amigos y vecinos, las localidades más cercanas a Anisacate. Empezaron por Alta Gracia, distante a quince kilómetros; siguieron por Villa Serranita, a solo diez. Ampliaron la recorrida a la zona del dique Los Molinos, que quedaba cerca, pero era más difícil de abarcar. Esos lugares la desesperaban. Había miles de cabañas, hoteles, negocios de todo tipo diseminados en un amplio territorio. Una aguja en un pajar. Repartieron la fotografía de Martina por todos lados y también a través de las redes, pero sabían que la búsqueda podría resultar infinita. Otra opción era la capital de Córdoba que los abrumaba por su dimensión urbana. Julia se había comunicado para ampliar la pesquisa con mujeres militantes de toda la provincia que habían sufrido historias parecidas. Además, tenía que descubrir un móvil. ¿Quién querría llevarse a Martina?, ¿por qué razón?, ¿la habrían engañado?, ¿se habría ido por su propia decisión? Esto último estaba descartado porque la relación entre ambas era armoniosa.

El nefasto día en que su hija no volvió, Julia comenzó a contemplar la posibilidad de la trata, ya fuera para el trabajo forzado, delitos o lo que era peor, la explotación sexual. Razonaba que este tipo de crimen era predominante en las provincias norteñas y del litoral, pero en el fondo sabía que podía suceder en cualquier lugar del país. No quería imaginar una tragedia, pero tampoco podía evitar hacerlo.

Repasaba las fotografías que Martina había publicado en Facebook e Instagram vestida de payaso, odalisca o tanguera debidas a sus distintas actuaciones y pensaba con pavura que atrajeran a algún loco o pervertido. Había revisado uno por uno los perfiles de las amistades de su hija con el fin de encontrar alguna pista. Nada. También contemplaba su necesidad de trabajo formal lo que la podía haber llevado a engañarse con alguna falsa propuesta. Martina quería seguir estudiando el profesorado de danzas en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba. Tendría que residir en esa ciudad y contar con el dinero para hacerlo, aunque la joven no le había dicho nada sobre algún interés o decisión repentina de irse de Anisacate. En ese caso, ella la habría ayudado a orientar su destino. Martina lo sabía.

Pasaron tres meses y la desaparición de la joven había alcanzado dimensión nacional con todo lo que ello significaba. Entrevistas en los medios. Recorrida por juzgados. Cambios de abogados. La vida de Julia se había transformado en un tormento. No tenía otro objetivo que localizar a su hija.

Mamita, mamá, buscame por favor. No puede ser que no me encuentres. ¿Cómo no te conté que me estaba persiguiendo? Yo sé que no te imaginaste que se me acercaría, tampoco que me acosaba. No podías advertirlo.

Así rogaba Martina encerrada en un galpón de las afueras de Córdoba pensando en su mamá. Allí la encontraron sana y salva a través de una pista que brindó una vecina del lugar al reconocerla. Era el padre quien la había recluido y estaba a punto de venderla a una organización de trata de blancas. Un desgraciado, un monstruo. La crónica de un secuestro no anunciado que nadie y menos Julia, podía imaginar.


© Diana Durán, 31 de octubre de 2022

AL ACECHO

 


Delta del Paraná. Street View


Al acecho

 

Mara escuchó los ladridos del perro. Se asomó por la ventana e instantáneamente sintió miedo. Estaba sola en la quinta y atardecía. Sus padres se habían ido temprano de compras al Tigre. La lancha habitual no los abastecía de los materiales que requerían para resolver el tema de la filtración de los techos. Ya tendrían que haber vuelto. La muchacha pensó que, si fueran ellos, Igor hubiera ladrado distinto, con el entusiasmo de siempre. Pero esta vez sonaban gruñidos de alerta. No podían ser por su gata Zaira ni por cualquier otro animalito silvestre. En ese caso el ladrido lo hubiera delatado. Esta que escuchaba era una manifestación de peligro. Conocía bien los diferentes sonidos que emitía su querido perro. De allí su temor.

No distinguió nada, ningún movimiento, pero los ladridos continuaban cada vez más fuertes hasta que alcanzaron la dimensión de aullidos. El corazón le comenzó a latir fuerte y sintió que transpiraba frío. No sabía si esconderse o salir a ver qué le pasaba a Igor. Apagó las luces del comedor y se encerró en su habitación para tranquilizarse. No encendió el televisor, no quería que nadie supiera que estaba en su casa. Le quedaba el celular para comunicarse, pero la señal de Internet estaba muy baja. Siempre pasaba lo mismo a esta hora en las islas. Transcurridos diez minutos logró mandar un wsp a sus padres, pero no obtuvo respuesta. Maldijo la única rayita que indicaba que su mensaje no había salido, ergo tampoco leído. Finalmente, los ladridos se acallaron luego de los últimos que la habían aterrado. Pensó que algo le había sucedido a su perro. Tenía que ver qué había pasado. Por eso decidió salir.

Mara tomó coraje, agarró una pala de hierro que se usaba en la chimenea y se acercó a la puerta. Había pasado una hora entre el primer ladrido y el momento en que atravesó la entrada. Ya eran las siete de la tarde. Se habían encendido las luces del parque. Se asomó apenas por la mirilla y nada. No se veía nada. El perro había cesado de ladrar y tampoco se lo divisaba.

Estoy a la buena de dios, se dijo. Pensó que sus padres podrían haber sido ser atacados en el muelle por ladrones. Entonces no dudó, saldría para ayudarlos de la manera que fuera.

Apenas atravesó la puerta, escuchó maullidos suaves. No dudó en acercarse hacia los ligustros que rodeaban la casa. Allí estaba Igor tendido al lado de la gata Zaira que había tenido seis primorosos gatitos. Si serás escandaloso, Igor, dijo Mara, tranquilizándose. No pude ver el nacimiento de los gatitos con tus tremendos ladridos. Me asustaste mucho. Le extrañó la inmovilidad de su perro, pero se arrimó feliz a ver el tierno espectáculo. Fue entonces cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó desmayada.

 

REFLEXIONES DE UNA MADRE POBRE

 


Calle Bartolomé Mitre, Once. Street View.


Reflexiones de una madre pobre

 

Esta noche no sé qué les voy a dar de comer. Al mediodía se acabó el último paquete de fideos de la bolsa que recibo del movimiento. Estoy desesperada. Ya no puedo pedir más fiado en el almacén. No volví por la vergüenza de no poder pagar lo que debo. Mis padres están peor que yo. Con la mínima los dos, no me pueden ayudar, tapados de deudas. Me pregunto para qué se jubilaron, pero, aunque sea tienen para comer de la huerta y el gallinero. Extraño mis pagos. Mi Corrientes. Mi Empedrado. Mi yvy[1].

Los chicos me miran con ojos tristes porque saben lo que pasa. Esa pena me pide comida. A Romancito le di la teta hasta hace poco. Va a cumplir cuatro. Lo vengo engañando para que tenga algo en la pancita. Pero se da cuenta. Lo mismo pasa con Diego. A veces como cena les doy mate cocido con el pan de sobra que me regalan en la panadería de la vuelta. Hacemos cola para conseguirlo. Mi hijo mayor aguanta más porque tiene ocho, hasta se las arregla solo. Va al bar de la otra cuadra y pide, aunque sea una porción de pizza, a veces lo sacan cagando. No sé cómo pueden ser tan desgraciados. También pasa por el Mac Donald’s de Rivadavia y revisa las sobras, encuentra algunas papas o el resto de una hamburguesa. Lo que tiran. Después le duele la panza, muchas veces sufre por lo que come. Se le hincha el estómago y a mí me lastima como a él, pero es la tristeza que me duele.

En el colegio recibe el almuerzo, de lunes a viernes. El fin de semana es de terror. No me gusta mandarlo al colegio sin las fotocopias del libro y que se atrase porque no tengo plata. A veces tenemos que copiar del cuaderno de otro chico. Debo dos meses de alquiler. Si no consigo un trabajo mejor nos van a echar. Le dije a la asistente que con la asignación que tengo me alcanza para pagar el alquiler de este cuarto de pensión roñosa. Baño y cocina compartidos. Olor rancio. Se escuchan peleas. Mantengo limpio nuestro cuarto, aunque el resto sea un asco y las cucarachas entren por debajo de la puerta. Fue lo único que encontré. No me hallo en este barrio, me pongo triste cuando paso por Cromañón, pobres pibes. Pero está a un paso de la estación de Once cerca de todos lados. A veces voy al merendero de la otra cuadra. Se llama “Luz y Esperanza”, como si la hubiera. Es de la Rama Cartonera del movimiento Evita. Muchos van.

El padre, bien gracias, desaparecido en acción. Pensar que era buen hombre. Trabajador. Lo echaron de la curtiembre y empezó a tomar. Yo me fui con mis hijos de la casita donde vivíamos en Mataderos apenas se puso violento. Ya vi mucha violencia en mis pagos. No me iba a agarrar a mí, me la vi venir y al primer cachetazo me fui con los críos.

No me queda otra que ir a los cortes, aunque no soy piquetera. Ellas sí que se organizan, arman trueques y cocinan en los comedores. Algunas van contentas. A mí no me gusta porque tengo que llevar a Román a cuestas mientras Diego está en el colegio y después lo tengo que ir a buscar. La AUH me sirve solo para el alquiler de este cuarto. No quiero volver con mi marido. Ni sé en qué andará. Aquí por lo menos trabajo por hora. Junto mil, mil quinientos por día. No puedo laburar mucho porque me tengo que ocupar de mis hijos. No quiero que se queden solos porque me da miedo. ¿Y si se los llevan? Ha pasado.

Es domingo. Son las once de la mañana. A pesar del frío y la llovizna, hacemos fila en la puerta del comedor. Hoy hay guiso de lentejas. Al menos van a comer al mediodía. Después se verá.

Pienso en esta vida desgraciada, en morir. A veces imagino dejar a los chicos en algún lugar. Después miro esas caritas y me arrepiento. Me abrazo a ellos de noche y sueño con otra historia.

        Hoy me desperté con una idea. Regresar a donde nací, a la casa de mis padres, a mis pagos. Salir de esta mugre, de la tristeza, de la calle de Cromañón. Que mis hijos conozcan el verde y el cielo. Volver a los esteros claros, a las costas coloridas del río Paraná, a oler el aroma de los pinos y eucaliptos, a trabajar la tierra. No importa lo duro que sea. Se que allá también hay pobreza. Pero es distinto. Tengo que ahorrar para los pasajes. ¿Podré? Ahora tengo un sueño, una esperanza.


Allí va el futuro, emergiendo con muletas del exilio.



[1] Yvy: tierra en guaraní


© Diana Durán, 24 de octubre de 2022

LA PELOTA Y YO

 


Benja



La pelota y yo

Pienso. A los seis años ya se puede entrenar en el club. Los cumplo en julio. Mi mamá seguro me lleva. Tengo que pedirle. Por eso hago los deberes bien. Para que se acuerde y me anote en Rosario. Rosario es el más grande de Punta Alta. El mejor club para mí. Sporting también, pero me gusta más la camiseta de Rosario. Además, mi mamá es de Rosario y mi abuelo también.

Hoy empiezo. Volví del colegio y ya hice los deberes. Ahora, me toca ir al club. Me dijeron mis amigos de segundo que el profesor de la 2010 es lo más. Se juega por el año en que naciste. Se anotaron Milton, Bruno, León, Santi de mi escuela y no sé quiénes más. Ramiro, mi vecino de la cuadra, también. Vamos a ser un equipo tan bueno como Boca o como Argentina. Capaz puedo ganarme una copa.

Me doy cuenta de que me gusta más el fútbol que el colegio, pero no puedo dejar de ir porque sin colegio no hay fútbol, me dijo mamá.

El otro día mi mamá me quiso poner unos dibujitos para que me durmiera rápido a la noche. Daba vueltas y no me podía dormir. No me gustaban los dibujitos. Entonces cuando mamá se fue a la cama, cambié de canal y puse Sportcenter. Mi mamá me dijo que a veces hablo de noche dormido. Debe ser porque se me ocurre una jugada. Soy un campeón haciendo eso. Me gustaría ser periodista deportivo como mi mamá. Mi mamá es la mejor de todas las mamás porque nadie sabe de deportes como ella.

Me sigue gustando más el fútbol que el colegio, pero no se lo digo a mi mamá. A mi abuela tampoco porque ella me va a decir lo mismo. Sin colegio, no hay fútbol. Eso quiere decir que me tengo que sacar buenas notas.

Los viernes mi abuela me va a buscar al colegio para ir a su casa. Cuando llego almorzamos algo que me gusta. Siempre me hace cosas ricas, empanadas, milanesas, fideos con crema y mucho queso. Yo llego, me saco las zapas y voy a buscar pelotitas. Comemos y jugamos con esas pelotitas chiquitas de colores. Hay por todos lados, debajo de los sillones, detrás del escritorio, debajo de la mesa. Yo solo sé dónde están. Mi abuela se sienta en la silla y yo hago un arco que son las baldosas del horno y empezamos. La tiro y me la devuelve. La tiro y me la devuelve. Siempre le gano. Todas las veces juega conmigo. Mi abuela es una genia. También ella mira mis cuadernos, me felicita y repite: sin colegio no hay fútbol.

Hoy estoy muy enojado. La señorita dijo que no podíamos jugar más a la pelota en la escuela. Nos aburrimos sin fútbol en los recreos. Por eso inventamos “la pelota invisible” y jugamos igual. Hacemos las jugadas de los genios. Todos vimos videos de los mejores. Maradona, Messi, Ronaldo. Las imitamos sin pelota. Di María corre y corre, se la pasa a Lavezzi, él a Messi. La Pulga gambetea a todos y gooool de Argentina. Las maestras mucho no entienden lo que hacemos. Sin pelota igual se puede.

Tengo doce años y recuerdo lo que pensaba de chico. Ya estoy en sexto grado. Este año termino la primaria. Todavía no sé a qué colegio secundario iré. Creo que al Nacio como muchos compañeros. Me sigue gustando el fútbol. Ahora voy solo en bici a los entrenamientos, no me pierdo ninguno, y me quedo a ver a los grandes. Este año hice varios goles, pero un golazo se lo dediqué a mi mamá como hacen los jugadores de primera y alguien lo filmó. Ahora lo tengo de recuerdo para siempre. También me tomó la abuela cuando entré con la bandera de la provincia de Buenos Aires en el acto de San Martín. Me puse muy orgulloso y me acordé del dicho “sin colegio no hay fútbol”.

Diana Durán, 22 de octubre de 2022

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...