





Foto: INTA informa. 2013
Catriel, el arriero
Mis chivos están todos,
ciento noventa y seis, los conté muy bien. Cola Larga y Manchado, los mantuvieron
juntos cuando alguno se separaba del resto o subía al cerro. Quiero llegar al
mallín antes de que anochezca para hacer el fuego y poder descansar hasta que
salga el sol. La ruta 43 se pone fea cuando los autos no
respetan al hombre de a caballo. Antes no pasaba nadie, pero ahora hay muchos
turistas que no consideran nuestro trabajo. Estoy cansado, vengo de arrear
cerca de Chile, en Pichi Neuquén. Fue un año duro. Mucha seca. Costó encontrar
pastos tiernos. Todavía tengo que pasar por Manzano Amargo, Varvarco, y las
Ovejas para llegar a Andacollo. Cien kilómetros de montaña a caballo y arreando.
Me acompaña solo el Mario a quien le pago bien. No puedo protestar porque es lo
que me gusta hacer. El ganado es mío y los dos ranchos también. No me quejo. Más
no puedo pedir. Así cavilaba el arriero.
Catriel había nacido
en las tierras más desoladas del Neuquén. Si bien los paisajes son únicos,
mezcla de roca volcánica, amarillos de la estepa y cielos pintados, están alejados
de lugares turísticos como San Martín de los Andes o Villa La Angostura. Su
cuna era Andacollo, a orillas del río Neuquén que aguas abajo se une con el
Limay para formar los solares pródigos y pujantes del Alto Valle del Río Negro.
Se trata de un pueblo donde viven solo tres mil habitantes. Tierra de
crianceros, de hombres rudos y solitarios que llevaban sus cabras a la
veranada, montaña arriba, en la búsqueda de pastos tiernos. Interminables trasiegos.
Durante el invierno, en cambio, bajaban de los cerros a los campos de invernada
donde pastaban en los bajos y se engordaban para la venta.
Catriel tenía cuarenta
años, pero su aspecto era el de un hombre mayor. El cabello reseco, el rostro
ajado y los ojos hundidos. La rudeza de su vida y el clima seco y ventoso lo habían
envejecido antes de tiempo. Sin embargo, su vitalidad estaba intacta. Este
criancero de ley podría haber sido minero de pirca a pico y pala, pero en
cambio siempre quiso estar libre, solo, sin ninguna atadura y en contacto con
la naturaleza. No necesitaba ni de su propia mujer. Ella sabía esperarlo y
criaba bien a sus dos hijos. Ese era el trabajo de una compañera. Catriel conocía
como la palma de su mano el camino a sus dos ranchos. Uno en la veranada,
arriba, a 1400 metros de altura; el otro de invernada en las afueras de
Andacollo. Allí vivía la Silvia, su mujer, con Pedrito y Juani. Él era el único
dueño de “las casas” y de su ganado. Orgulloso de sus posesiones.
Aprendió el oficio del
padre quien murió joven bajo un alud, por lo que Catriel aprendió el trabajo a
la fuerza. Recién había terminado la primaria, pero no pudo seguir. Con sus
quince años había aprendido a arrear en reemplazo de su papá. Tal fue su destino.
Ese anochecer el
cielo estaba más diáfano que nunca, el sol recién se había puesto tras la
montaña. Bajó tranquilo del caballo. Se sentó cómodo en la pirca luego de hacer
la fogata y se disponía a calentar unas tortas fritas. Escuchó entonces un ruido
ensordecedor de rocas chocando entre sí. Conocía bien ese sonido, el tronar de
la tierra. De su tierra. Quiso primero salvar a los animales. Ahuyentó a los
perros para que se los llevaran. Las primeras piedras del derrumbe cayeron
sobre él. No podía moverse, estaba atrapado. Pensó en sus cabras, en sus perros,
en su compañero y en su familia. La historia se repetía. Moriría como su padre.
Alguno de sus hijos lo iba a suceder.
© Diana Durán, 13 de marzo de 2023
Foto: Street View
Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos
La Plaza de los Dos Congresos. Urbana, extensa,
arbolada y monumental. Km 0 del país, en realidad son tres plazas en una. La
más significativa es la que está frente al edificio legislativo construida en
honor a la Asamblea del año XIII y al Congreso de Tucumán.
El primer recuerdo que acude a mi mente es de mi
infancia. Apenas tenía siete u ocho años cuando compraba a las vendedoras de
maíz, estratégicamente ubicadas en bancos de cemento, aquellos cucuruchos rebosantes
de semillas para atraer a las palomas. A veces, no me alcanzaban las monedas para comprarlos,
entonces me regalaban un puñado de granos que cabían en mis manitos esperanzadas. Una
gran satisfacción la de lograr que las aves las picaran al acercarse con
disimulo a mi cuerpo inmóvil como el de una estatua. A veces no les daba de comer,
sino que las corría divertida y ellas levantaban vuelo en un instante sin que
las pudiera alcanzar. Siempre volvían a posarse en los mismos canteros. Era muy
graciosas. También me llamaba la atención cuando alguna más grande (a quien
había bautizado “palomón”) perseguía tenazmente a la elegida, más pequeña y
grácil.
Evoco cruzar ese espacio histórico de noche y con
mucha zozobra junto a mi padre para enterarnos qué sucedía en la Plaza de Mayo.
Corría el año 1976 y parecía que iba a ocurrir un golpe de Estado a un gobierno
democrático, el de Isabel Perón. A la mañana siguiente una junta militar asumió
el poder dando paso a la dictadura más cruenta de la historia argentina.
Cuando fui madre por primera vez, en 1977, también paseé
muchas veces por la plaza y lo que más recuerdo fue el orgullo sublime de recorrerla
con mi beba, que tomaba sol en su cochecito azul bien arropada y volvía a casa pintada
por unas pizcas de hollín en su tersa carita. Como madre enseguida la bañaba
para despojarla de cualquier resto de posible contaminación.
A los veinte años, en 1981, desde lo alto de un
edificio en el que trabajaba situado en la esquina de la Plaza ví pasar el
cortejo fúnebre de un político, Ricardo Balbín. Lo viví como un hecho
histórico. Recordé sus discursos elocuentes intentando la reconciliación entre
fuerzas antagónicas, peronistas y radicales. Selectiva mi memoria en la que
afloran determinados hechos y otros se olvidan…
Caminé infinitas veces por la Plaza de los Dos
Congresos de ida y vuelta desde el colegio y la universidad a mi casa en el barrio
de Monserrat. Siempre estuvo allí como un hito persistente de mi adolescencia y
juventud.
También la recorrí de paso hacia la Plaza de Mayo en
circunstancias en que Alfonsín pronunció la famosa frase “la casa está en
orden” frente a un levantamiento carapintada. Recuerdo las corridas de las
juventudes peronista y radical que competían por ocupar mayores espacios.
En 2001 la plaza quedó devastada por saqueos y
desmanes y, viviendo en las cercanías, vi circular motoqueros que hacían un
ruido atronador, además del tremendo estallido social que se produjo el 20 de
diciembre. Impactaron esos hechos fuertemente en mi historia personal: pérdida
del trabajo y la degradación de quien siempre lo había atesorado.
No he vuelto muchas veces más. El destino me llevó lejos
de la Capital. Solo la he visto por televisión en días aciagos de nuestra
historia reciente. No me gusta contemplarla como un campo de batalla. Es la
Plaza de los Dos Congresos, única y significativa. En distintas circunstancias, continente de muchos hechos de mi vida.
Crónica de vapores y trenes
Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos.
Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas.
Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad
de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba
mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por
miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo
imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de
los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles
goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de
mis padres.
El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín
al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del
lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos
a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba
el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí
nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los
abuelos.
Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del
arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá,
tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del
terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que
significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos
parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza
para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para
cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar,
pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de
nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en
marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que
significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los
cítricos.
Lo cierto era que en Goya pasábamos
los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe,
entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un
hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos
cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban
aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en
un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña,
gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi
hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares
de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo
de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones,
muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa
gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.
Años después, ya en la adolescencia,
los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y
nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó
vendiéndose.
En 1990 se dispuso la racionalización
de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal
que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como
se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a
los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por
unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los
habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían
migrado a la gran ciudad.
Tampoco el barco
de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más
por el Paraná. Su historia siguió como hotel
flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate.
Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.
Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.
© Diana Durán, 6 de marzo de 2023
El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View
Un día en el terraplén serrano
En Sierra de la
Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril
con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles
añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de
los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo
a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades.
En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes
vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde
la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los
taludes subiendo y bajando.
Cuando la sequía
arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante,
en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural
a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de
gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.
En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de
ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo
rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus
presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos.
Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos
de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.
El milano transcurría
su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época
estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía
insatisfecho.
Frente al eminente
árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho",
había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces
ocupada.
Un año durante las
Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció
una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y
las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos
de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían
para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en
el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba.
El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía
simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se
alimentaban por allí.
Don milano, en
general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros
invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres
de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.
En el mismo entorno
del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas,
chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas
y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango.
Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la
costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en
el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.
El domingo de
Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los
huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña.
Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un
tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del
terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos
tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban
en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela
le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él
salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas.
Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de
cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de
pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de
flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un
huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo
de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que
pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.
Toda la familia buscó
y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua,
hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo:
el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para
las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su
hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación
y le mostró sus propios tesoros de chocolate.
(*) MILANO BLANCO Elanus
leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE
Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín.
Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón
bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí.
Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.
DESCRIPCIÓN
L: Macho:
35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La
cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es
grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas
negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto
gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El
inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene
una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de
cobertura, con punta blanquecina.
COMPORTAMIENTO
Se lo ve
asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura.
Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y
luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas
hacia abajo. Anda solitario o en pareja.
Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)
© Diana Durán, 1 de marzo de 2023
Casita en El Frutillar. San Carlos de Bariloche. Street View.
ESO NO ERA
TODO
Santiago
Durán
El
escenario: una tarde más de tantas de consultorio de Clínica Médica. En el
listado de turnos no se destacaba su nombre, no me generaba nada distinto. Cuando
lo recorrí, su apellido mapuche común para Bariloche pensé: ¡ah! Doña Lilien,
seguro que viene a buscar la receta. Vino con su nieto de diez años.
Con
puntualidad entró a mi consultorio saludándome como todos los descendientes de
aborígenes con la mano extendida, fláccida, con su piel encallecida. Jamás
intentan apretar la mano del profesional, quizás por respeto, quizás por
aquella huella ancestral del poder chamánico. Vaya a saber.
─¿Las
recetas doña Lilien?
─Si, mi doctorcito.
Tenía sesenta
y dos años cronológicos y una década más de calidad de vida. Lo atestiguaba
la piel de su rostro incendiada de teleangiectasias por la rudeza del clima
local. Sus dedos toscos, sus uñas engrosadas con suciedad noble, de
nuestra tierra, no de mugre. Uno lo sabe. Un ojo blanco por una catarata traumática.
Su cuerpo encogido e inclinado, marcha renga, deteriorada… Abrigada como una
cebolla con varias camisetas y pullovers raídos por el tiempo. Medias de lana
largas y un viejo calzado liviano inadecuado para el invierno patagónico.
Tapado gris con el forro descosido.
Eso no era
todo. Ya se iba cuando le pregunté por qué rengueaba. No la recordaba coja y en
su historia clínica solo había datos de resfriados, sinusitis y más
recientemente su hipertensión arterial.
─¿Qué le
pasó en la pierna, doña?
─Ay, doctorcito,
me pasó con un raigón que no vi por la nieve, pero me dijo el traumatólogo que
solo son las carnes y que ya me va a pasar.
Raigón en
la nieve, pensé y me fijé en su historia clínica. Vivía en un barrio muy alto
al pie del Cerro Otto. El Frutillar.
─¿Qué
andaba haciendo, Lilien’?
Con una
sonrisa vergonzosa me confesó:
─Estaba
picando palos pa’ la salamandra. Nos cuesta encontrarlos allá arriba cuando
nieva. Y na… iba con el nene y no vi el raigón. Caí con la pierna torcida.
Tuvimos que bajar con mi nieto, pobrecito, con la leña.
El nene
con su corta edad, que al revés de su abuela parecía de siete por la madurez
y envergadura, ya llevaba vestigios de la rudeza invernal en su piel. Sus
cachetes teñidos de púrpura para siempre. Pocos dientes en su diluida sonrisa. Averigüé
luego que su madre lo había dejado con su abuela cuando decidió irse con un
hombre de plata y nunca más se supo. El tipo era un viejo y no quería al nene.
Su madre lo dejó pensando que algún peso le iba a pasar, pero nada. Allí vivían
los dos en un ranchito en lo alto del Alto, ladera sur del Otto, con mucha
sombra, frío, viento, lluvia y nieve durante varios meses al año. Allí estaban
los dos, solos de toda soledad. Ninguno de sus seis hermanos mayores los ayudaba
con el nene. Lilien era viuda de un alcohólico que murió de hipotermia o
ahogado una vez que, tras una changa, el tinto barato le arruinó la subida
nocturna al barrio y cayó inconsciente en una zanja helada.
Después
supe, porque la vergüenza me apaleaba, porque quise saber más de mis pacientes,
que desde el rancho hasta el bosquecito de lengas había unos 600 metros
escarpados. Allí llegaban los dos para picar palos, que el nene arrastraba un
trineo casero con los palos porque a su abuela el cuero no le dejaba tironear, iban
al rancho y cuando la leña estaba húmeda no había forma de calentarse ni siquiera
el cuerpo, ni la sopa o el guiso. Si había.
Luego de
que se fueron pensé mucho. Los imaginé en el medio del silencio removiendo
nieve, buscando palos. Asocié que doscientos metros más arriba chicos y jóvenes
disfrutaban del esquí nórdico. Imaginé el dolor de cuerpo y alma que aquejaba a
mi pobre paciente. La pobreza, soledad, hambre y frío son mucha cosa para esta
gente tan vulnerable. También pensé que yo no hacía mucho por ellos. Hay que
parir estos sinsabores profesionales, no inculparse y tratarlos con el respeto
y la dignidad que merecen. Hay que mirarlos a los ojos. Hacerlos sentir que al menos
en ese momento de la consulta, alguien se va a preocupar por ellos. Pero lo
peor que de estos casos es que hay cientos de miles. Los médicos somos testigos
del abandono social y protagonistas de la impotencia.
En el caso
de mi paciente, eso no fue todo. Tiempo después en un diario local leí en la
primera plana “Anciana y niño mueren calcinados en una casilla del Frutillar”.
No quise leer más. Estuve tentado, pensé, dudé casi desesperado. ¿Serían ellos?
Hacía meses que ya no me visitaban. ¿Cambiaría confirmarlo?
San Lucas,
médico de cuerpo y almas, sentía lo mismo que sus pacientes. Lejos del
santo colega sufrí una tibia y triste melancolía por ambos. No me quemaba el
cuerpo, me latía la rabia. ¿A quién acusar? Lo mastico aun en un vergonzoso
silencio.
Ahora sé que,
en cada consulta, cuando se escarba y despeja el sufrimiento de los pacientes, siempre
hay más. Un adicional enmascarado que estamos obligados a sacar y a
protagonizar con sentido profesional. Aunque nos duela. Siempre hay más.
© Santiago Durán, 17 de enero de 2023
Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View
La madre, el hijo y el fútbol
El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo.
Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella
y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.
Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste
para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.
Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro
comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General
Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje
urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más
residencial.
Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena
de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como
la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con
la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia.
Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo
lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las
calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y
Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la
apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado
muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza
superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el
centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas,
excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la
guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche,
se abrazaba a su retoño y dormía con él.
Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba
a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar,
rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que
fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una
especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad
sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y
dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.
A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y
la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en
un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando
los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda
prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano
al corazón.
De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa.
Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la
Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el
crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos
intereses aggiornados con el correr de los años.
El primer partido oficial de Martín fue en una cancha
polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín
inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia
saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz,
iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el
sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su
mamá.
Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar
a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su
nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de
fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción
en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol,
mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero.
Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo
extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El
consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos
de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los
pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por
equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el
deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo
interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta
de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.
Por esas épocas, el fútbol femenino se había
afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la
redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.
Antonella había crecido también en un barrio tranquilo,
entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba.
Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente.
Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado,
ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña
no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus
compañeros.
Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos
pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en
cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se
la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la
cancha estudiando las jugadas de las mujeres.
Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño
patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y
en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el
amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era
la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles
cambiaron y ella lo hizo con él.
La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue
indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño.
Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los
itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había
peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en
los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron
a la par.
Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores.
Ya casado Martín
concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena
jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con
una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una
dupla indestructible que no relegará jamás.
Graneros. Tucumán. Street View
Una mujer que trabaja y está sola
Palmira nunca deja de cumplir con su trabajo. No falta.
Va con lluvia, viento o granizo; caminando, en bicicleta o colectivo. Siempre
llega exactamente en el horario acordado, las ocho y treinta de la mañana. Es
un reloj cotidiano.
Se despierta a las seis treinta para tomar unos mates
con galletas y salir. Su vida es el afuera. La propia es permanecer sola de
toda soledad. Los únicos gustos que se da en su casa son coser o ver un programa de televisión. Cose para la
hija y los nietos que viven en otra ciudad, para algún vecino y para los fieles
de la parroquia. Otros clientes ignotos son mencionados al pasar. De su casa
solo sale para hacer las compras del día, a la mercería o a algún té o bingo de
la iglesia. Luego trabaja y trabaja sin cesar.
Vino de Tucumán, vía Buenos Aires. Recuerda en ocasiones
su infancia, no directamente, sino que, en alguna conversación cotidiana, alude
a las tareas del campo y a la comida que le hacía su madre. De allí vienen seguramente
esas empanadas riquísimas que sabe cocinar con perfecto repulgue. Debe haber
residido en el campo cañero, porque su cuerpo está algo encorvado, quizás de
tanto carpir, sembrar, cosechar y cuidar de los animales y la huerta. Pero no
lo cuenta como anécdota, le sale al pasar como pinceladas de una historia
personal ajena, como si no fuera de ella.
Palmira es pequeña, morocha, su pelo muy corto, su
edad indescifrable. Cuando entra a la casa saluda y cuenta algunas novedades habituales
de las personas con las que interactúa en otros lugares donde trabaja. Narra,
refiere, relata, describe lo que vivencia en un continuum impreciso. Observa la
vida de los otros. No se trata de chismes, simplemente de un relato persistente
hasta que uno termina de desayunar entre medio del ruido del lavarropas, la
radio y la organización de los cacharros de la limpieza. Cuenta cómo evoluciona
el esguince del pequeño de la calle Dufour, qué enfermedad tiene el señor de las
oficinas que limpia, cómo sigue de la operación la señora de Irigoyen. Los
temas médicos dominan su narración. No la escucho mucho porque a esa hora
intento despabilarme como puedo y el murmullo de su voz monótona termina por aturdirme.
A la vida de su hija y nietos alude con menor frecuencia. No se sabe dónde nació,
quién fue el padre. Cuál fue su trasiego entre Graneros y Tres Arroyos pasando
por Buenos Aires. Es un misterio. No lo cuenta, no dice nada. Por respeto a su historia
de migrante, callo.
Reflexiono. Se que tuvo otra historia. Una violenta.
Lo presiento. Lo ausculto en su mirada triste. Lo advierto en sus silencios. Algo
me dice que su parquedad, su soledad incluyen un drama, una vergüenza profunda,
algo que no puede ni quiere expresar. Reflexiono. La miro. La sondeo. Entonces advierto a la mujer que sufrió lo indecible, que fue golpeada, maltratada y despreciada
por un mal tipo. Se me ha puesto en la cabeza que es así. Su postura gacha, la preminencia
de su vida exterior, su gesto perdido me lo anticipan. Ese es el secreto de
Palmira. No hay duda. Y en él el de todas las mujeres que sufren violencia. Sin
salida. Nada que las salve, excepto la consabida muerte que está al acecho.
Palmira la espera agazapada en su sostenida soledad.
Engaño
Caminó lentamente en
el primer piso a través de pasillos oscuros franqueados por columnas inmensas
que daban al vacío del patio interior. Subió las escaleras y pasó por un
corredor sombrío que le daba la sensación de un agobio
oprimente. Sabía que le esperaban momentos de tensión e incertidumbre. La
solemne severidad del edificio de Tribunales la hacía sentir sola, minúscula y desamparada
a pesar del ir y venir de personas que realizaban trámites.
Lo
vio de lejos en las escalinatas y casi no lo reconoció. La cabeza gacha y el
aspecto desmañado la sorprendieron. Vestía un traje marrón mostaza arrugado que
le quedaba grande. Unos zapatos negros que de tan polvorientos parecían grises.
El cabello grasoso se le abría en mechones sobre la frente. Parecía arrastrarse
con un caminar lento y cansino. Como siempre había sido un tipo agradable y bien
parecido, se dio cuenta de que estaba simulando.
Su
exmarido siempre había cuidado meticulosamente su apariencia. La misma profesión
se lo requería. En cambio, así trazado parecía un menesteroso, justo lo que
quería figurar, pensó. Dar la visión de que era un pobre diablo frente al juez
de menores con el propósito de reducir la cuota alimentaria. Ella se sintió una
ilusa por haberse vestido para la ocasión con un trajecito azul y una camisa
blanca. Quería ofrecer la impresión de lo que era: una mujer seria y una madre
responsable. ¿A quién? ¿Al padre de sus hijos, al juez, a los abogados? ¡Qué
ingenua!
Él
vivía en un estudio coqueto de Vicente López. Ella con sus dos hijos en un minúsculo
departamento alquilado del barrio de Congreso. La casa que antes habitaban se
había dividido entre ambos y con ese dinero ella había sustentado su vida y la
de sus hijos durante los años posteriores a la separación. El capital se le
había escurrido como arena entre las manos. Lo que ganaba como secretaria ejecutiva
no le servía ni para llegar a mitad de mes, mientras los aportes del padre de
sus hijos se habían devaluado. Según la ley, los chicos debían mantener el
mismo nivel de vida que antes del divorcio. Pero no era así. Apenas pagaba la
prepaga, él le había pedido cambiarlos del colegio privado al público y se
acordaba a las cansadas de la cuota del club. Ella había pasado de tener
servicio doméstico a ocuparse de todas las tareas hogareñas. Cuando los precios
se fueron a las nubes empezó a hacer comidas más económicas y ahorrar cada
centavo para no verse en figurillas en el mantenimiento de su hogar. Él había
dejado el trabajo del municipio donde ganaba muy bien como secretario de obras
para que no le pudieran sacar ni un peso de sus ingresos informales. Ahora se
dedicaba a la arquitectura por su cuenta y ella sabía por amistades comunes que
le iba muy bien.
A
dos años de un divorcio controvertido y seis de la separación no quedaba otra
que asistir a la audiencia. Llegó al pasillo de la secretaria judicial en la
que se encontró con su abogado, viejo amigo de la familia que no le cobraba un
peso, pero tampoco era un estratega. Sin embargo, ella lo sabía una buena
persona. Siempre le buscaba la mensualidad y se la llevaba a su casa para
evitar encuentros enojosos. Luego su ex comenzó a depositársela y ya no lo veía
periódicamente. Se anunciaron y sentaron en unos bancos del pasillo.
Entraron
uno por vez al despacho del magistrado. Ninguno sabía lo que había dicho el
otro, pero por el orden de entrada seguramente el abogado de ella había presentado
el caso, solicitando la actualización de la cuota alimentaria frente a la
crisis inflacionaria que vivía el país. En cambio, el de su exmarido le exhortaría
al juez rebajar la mensualidad con el pretexto de que lo habían echado del
trabajo y no podía afrontarla. Exactamente eso había hecho. Rata inmunda,
pensó ella. No podía creer una bajeza tan ruin.
La
situación durante la audiencia fue horrible para la mujer. Lo veía a él en la
antesala del despacho del juez disfrazado de pobre, refregando sus manos, en
una actitud que consideraba miserable. Ni siquiera la observaba, mientras ella
insistía en prestarle atención para ver si le devolvía la mirada. Nada. Cuando le
tocó el turno, entró al despacho del juez de menores que la trató de manera insolente
ejerciendo violencia psicológica. Se sorprendió. Le vio cara conocida y pensó de
dónde lo conocía. Dejó para más tarde esa indagación e irguiéndose por sobre el
mal rato que estaba pasando se ocupó de explicarle con claridad su situación y
la de sus hijos. Percibió una indecorosa actitud y hasta cierto encono que
corroboró cuando en un momento la amenazó con quitarle la tenencia de sus
hijos. No existía ninguna razón para hacerlo. Algo le advirtió sobre su vida amorosa,
aludiendo a su indecencia, cuestión que ella no comprendió. Aunque estaba
segura de que su pedido era justo, salió desorientada, afligida y, sobre todo,
intimidada por ese hombre.
La
audiencia resultó inútil. El juez amparó al exesposo y le otorgó el beneficio
de la reducción de la cuota. Injusticia. Bajeza. Humillación. Se sintió muy estafada.
Su abogado la consoló como pudo.
Mientras
salía del Palacio de Justicia con lágrimas en los ojos recordó repentinamente
de dónde conocía al juez actuante. Era muy amigo del abogado de su exmarido. Lo
había visto en varios beneficios y cócteles a los que había concurrido con él. Eran
otros ámbitos, superfluos y acomodados. Por eso no lo había conocido. Rememoró que
se trataba de un hombre fino y atento. Un señor, un padre de familia. Había
caído en la emboscada. No había advertido que su exmarido conocía al juez. Tampoco
previó semejante acuerdo tramposo.
Reflexionó
dos minutos mientras caminaba por Talcahuano. Pegó media vuelta e ingresó
nuevamente a Tribunales. Subió corriendo entre esas columnas y estatuas
lúgubres que no olvidaría jamás. Ingresó a la oficina del juez cuando él
salía. Lo llamó por nombre y apellido, le dijo todo lo que pensaba, cómo la
habían engañado, lo injusto de su decisión. Además, le advirtió que realizaría
una demanda por violencia de género y se dio el gusto de insultarlo. El hombre
quedó alelado y no atinó a nada mientras ella se iba con una leve sonrisa en su
cara.
Gestos
La vida comprende un devenir de cosas perdidas:
paraguas, anteojos, biromes, llaves, dinero, celulares, documentos, forman
parte de la serie de elementos que se ocultan como por arte de magia sin que
tengamos la más mínima idea de donde los dejamos. Si es adentro de la casa
giramos sin ton ni son por los lugares recorridos hasta que aparecen en el
menos imaginado. Si es afuera, la cuestión es más compleja porque debemos
desandar los itinerarios, volver a negocios, caminar por calles ida y vuelta o
esperar que algún buen samaritano en posesión de la pérdida se comunique.
Entonces es la suerte y no la razón la diosa a la que invocamos.
Delia salió con su nieto a comprar un disfraz para el
viaje de egresados de la escuela primaria. Ahora estos chicos hacen fiestas
y excursiones a fin de ciclo, en mi época ni a la esquina íbamos, dijo la
abuela. Entraron a un gran comercio y consultaron. La vendedora les contestó
con pocas ganas. Los trajes que tenemos son más pequeños que los que necesita
el chico, se los llevaron todos para Halloween. Decidieron buscar
otras opciones entre el bullicio de la gente que llenaba el negocio. Una
alternativa podía ser la combinación de máscaras y accesorios. Era sábado y
quedaba poco tiempo para la partida de Lautaro, el domingo a la noche. Con
meticulosidad revisaron y probaron caretas de zombis, payasos, monstruos, superhéroes
y sus accesorios, anteojos, espadas, bastones, antifaces, además múltiples
pelucas coloridas. Era un verdadero jolgorio para ellos. El niño se ponía y sacaba
los distintos conjuntos y se reía con su abuela de cada uno.
El negocio estaba lleno. Se acercaba el Mundial de
Fútbol de Qatar y la gente no paraba de comprar banderas, sombreros, vuvuzelas,
cintas, vinchas y todo tipo de conjuntos en blanco y celeste. Abuela y nieto,
en cambio, a contramarcha de la mayoría, se dedicaron durante una hora a combinar
opciones de atuendo para la fiesta de disfraces. Finalmente se decidieron por uno
muy original: una máscara de gallo con cara de villano, una amplia capa roja y
un tridente, como si fuera un animal diabólico, del que se rieron mucho
inventando pequeñas fábulas. También lo bautizaron gallo Crestón. Ellos disfrutaban
siempre de sus salidas, aunque fuera a la vuelta de la esquina.
Ya en la caja y con cara adusta la empleada le advirtió
a Delia que debía pagar en efectivo porque no andaba el postnet.
Entonces la abuela corrió a sacar dinero del cajero automático. Lauti se quedó en
un pasillo con la posible compra. Tenían temor de que se la hicieran devolver. El
banco quedaba enfrente. Por fin pudieron finalizar el trámite de la compra y partieron
raudamente a la casa del niño, donde junto a su madre continuaron las risas cuando
Lauti se probó el disfraz y cantó como un gallo.
Mientras tomaban unos mates satisfechos de la compra,
Delia advirtió el mensaje de una desconocida en el Facebook de su celular. Una
tal Andrea había encontrado su tarjeta de débito en el cajero y preguntaba si
era ella quien la había perdido. La abuela buscó en su billetera y cayó en
cuenta de que no la tenía, evidentemente la había dejado en el banco. Rápidamente
le respondió para preguntar si la podía recuperar. La joven dijo que estaba en
un negocio y al notar que era cercano Delia partió en el auto junto a su nieto para
recobrar la tarjeta, mientras él cantaba con ritmo futbolero, ¡más gente
como Andrea, se necesitan muchas Andreas en este mundo!
Llegaron al lugar del encuentro, una gran tienda
típica de ciudad pequeña. No hallaba a la mujer por ningún lado. Delia recorrió
los sectores de ropa de niños, de mujer, deportiva, de manteles y toallas. Nada...
A medida que circulaba por los pasillos se inquietaba más. No podía perder su
tarjeta de cobro de la jubilación. Mientras transpiraba se reprochaba el descuido.
A pesar de su grado de concentración en ciertos temas, con las cosas más
básicas era un desastre. Siguió la búsqueda con gran inquietud. Miraba el
celular para ver si había alguna novedad, pero nada, estaba mudo, ningún
mensaje en el Messenger. La benefactora se había esfumado. Concurrió a la
entrada del local y pidió al encargado si podía solicitar la presencia de
Andrea en la zona de cajas. El hombre se disculpó, no tenían megáfono ni
andaban los micrófonos. Mareada por la circulación en el negocio, Delia se dio
cuenta que había perdido de vista a Lauti. Se desesperó. No podía ser que
estuviera tan confundida. Entonces volvió a la entrada. Allí estaba la famosa
Andrea, una muchacha amable y solidaria, conversando animadamente con su nieto como
si tal cosa. Después de múltiples saludos y agradecimientos, Delia y Lautaro
partieron nuevamente con tarjeta en mano. Esa tarde la mujer agotada durmió una
siesta de las que consideraba catamarqueñas y soñó que un gallo siniestro la
perseguía por un laberinto sin fin.
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