MIEDO EN MATADEROS


Mataderos. Tu barrio en la web


MIEDO EN MATADEROS

 

Su cabeza está llena de miedos. Miedo a viajar en avión o en micro. Miedo a los hechos violentos que ve por televisión. Miedo a enfermarse. Miedo a salir de su casa lejos.

Ester es soltera y vive en Mataderos, en el sudoeste de la ciudad de Buenos Aires. Uno de los barrios porteños de perfil industrial, de casas bajas y resabios de un pasado de corrales y frigoríficos, donde la ciudad se tornaba en campo. El viejo “Nueva Chicago” del sangriento arroyo de los vacunos. Allí se realizaba el arreo y matanza del ganado. Como patrimonio de la ciudad conserva un Museo de los Corrales de objetos relacionados con sus antiguas funciones urbanas. También una Feria gauchesca típica de atmósfera folklórica y muy concurrida por gente a la que le gusta lo criollo. La violencia no es un rasgo específico del barrio que es semejante a otros de la ciudad.[i] Por su nombre e historia no se debería estigmatizar. Es cierto que la sensación de inseguridad de los mataderenses se incrementa día a día con robos de celulares, bicicletas o arrebatos de carteras en plena calle. Esa impresión para Ester es mayor que para cualquier vecino. Quiere mudarse, pero no sabe dónde ir y además su temor a lo desconocido le impide lograr semejante proeza. Está condenada a quedarse en el barrio.

El encierro es la mejor solución a sus miedos extremos. Desde hace algunos años colocó rejas altísimas que hacen de su casa una verdadera cárcel. Es secretaria del doctor Arrieta por lo que va todas las mañanas a tres cuadras de su casa a tomar los turnos, ordenar las fichas y los análisis de los pacientes. El trabajo le reporta un magro sueldo. Su vida actual se limita a ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, cuidar de su pequeño jardín, leer alguna novela policial, ver algún programa por televisión y hacer las compras en los negocios del barrio. No es vida para una mujer de cuarenta años. Por su aspecto parece que tuviera sesenta.

Ester es mi amiga. Fuimos compañeras en el colegio secundario. En la adolescencia era algo tímida, pero no miedosa. No la recuerdo de esa manera, sino alegre y muy compinche conmigo. Nos reencontramos después de veinte años y la noté muy cambiada. Me contó que a partir de un intento de hurto en la calle tenía miedos y depresiones que le cambiaron el carácter. Desde entonces vive sola. De vez en cuando nos encontramos a tomar el té, siempre en su casa. No le gusta salir. Muy pocas veces intentamos visitar el patio gastronómico o el paseo de artesanías de la feria de Mataderos. Enseguida quiere volver. Se siente intimidada por la muchedumbre. Voy a la casa cuando puedo porque los encuentros son casi monólogos. Me cuenta una interminable letanía de sucesos dramáticos que conoce del barrio o identifica por los medios. Que una vecina tiene una enfermedad terminal, que otra se separó por violencia de género, que una tercera no puede quedar embarazada. Y sigue el relato de la serie negra de la televisión y las consecutivas muertes violentas. Llega un momento en que no podemos tener una conversación personal sin que esté mediada por crónicas de desgracias. Yo la escucho y soporto con esfuerzo. A veces logro incluir algún bocadillo positivo ante tanta calamidad. Le cuento de nacimientos, casamientos y fiestas felices y divertidas. Pero las visitas no duran más de una hora y luego apuro una rápida despedida con cualquier excusa para no seguir atendiéndola. Me agota. Ella ruega que no me vaya. Soy su única compañía. Por eso siempre regreso, no quiero dejarla tan sola.

Una mañana me desperté como todos los días para ir al consultorio. Desayuné té con galletas y me preparé para salir cerrando la casa con mucho cuidado. Cuando atravesé las rejas del portón dos hombres jóvenes me empujaron hacia el interior del jardín. No tuve tiempo de huir. Me cercaron y a los gritos me pedían dinero y joyas. Revolvieron todo. Sentí el olor que despedían sus cuerpos. Era marihuana, seguro. Había un vaho que mareaba. Recordé súbitamente el primer ataque en la adolescencia. Enseguida sentí una transformación, una fuerza incontenible que me impulsaba. Una firmeza inusitada hizo que les dijera que tenía sensores en la casa y un sistema de alarma especial conectado a la central de la policía. Que ya lo sabían y pronto iban a llegar. Lo expresé con tal convicción que los ladrones se fueron precipitadamente sin llevarse nada.

Desde entonces no tengo más miedo. Me siento otra persona. Salgo al cine y a cenar. Paseo a distintas horas y me divierto muchísimo. Mi nuevo “look” con el corte de pelo “en capas" me hace más joven. Lo mismo que mi “make up” que realza los labios con rojos intensos y delinea los ojos con el negro muy marcado que está de moda. Uso vestidos estampados y jeans elastizados. Los domingos voy siempre al club y bailo tango o bachata. Estoy buscando en diarios digitales un departamento funcional para comprar en Flores o Caballito.  

Soy Ester, una mujer feliz que disfruta de la vida. En cambio, mi compañera de colegio, la que me visita con insistencia, sigue siempre aburrida y rutinaria. A veces no sé cómo soy su amiga. Será porque le tengo lástima o siento que soy su única distracción.

© Diana Durán. 27 de noviembre de 2021 

SOLEDADES PATAGÓNICAS

 


Ingeniero Jacobacci

 

SOLEDADES PATAGÓNICAS


    Tomó la ruta más desolada desde Villa la Angostura a Ingeniero Jacobacci para ir en camino de cumplir su deseo y el de su mujer. Ella no lo quería acompañar. Temía que el sueño no se hiciera realidad. 

 

    Franco y Camila habían migrado desde Jáchal, San Juan, dejando a su familia y su tierra natal para establecerse en la villa patagónica. Todo su capital económico y cultural puesto en abrir un pequeño negocio de productos regionales cuyanos. Este se completaría con dulces artesanales que ella había aprendido a preparar con recetas de su abuela. Se insertaron paulatinamente en una sociedad tan cerrada como aquellas que conforman los centros turísticos de la Patagonia Andina. Los “venidos y quedados” (VyC) eran de una clase distinta a los “nacidos y criados” (NyC) y así se lo hacía saber la sociedad local en clubes, sociedades de fomento, iglesia. Entre el frío y las costumbres comunales vivían muy solitarios, intentando abrirse camino en una lucha tenaz en contra del anonimato. Todos los días llegaba una nueva familia en busca de “hacerse la Patagonia”. Ellos superaron la primera meta de abrir el negocio y mantenerlo sin cambiar de rubro. De a poco los iban conociendo. Su casa y su negocio eran un rincón cálido y norteño en el frío ambiente patagónico. 

 

    Lo siguiente fue concretar lo que en diez años de pareja no habían logrado. Tener un hijo. Se contactaron con una persona de Ingeniero Jacobacci. Allí debían ir a buscarlo. Él quería complacerla. Demasiado había sufrido ante cada pérdida espontánea. Su matriz era frágil como su estado anímico frente a la imposibilidad de tener un niño. Camila no se animaba a ir y le rogó a su esposo que se ocupara de todo. Él accedió. Se despidieron con un abrazo interminable.    

 

Así fue como Franco emprendió un viaje por un camino muy transitado en el primer tramo hasta la intersección con la ruta nacional doscientos treinta y siete que unía Villa La Angostura con Bariloche. Luego, el desierto. Iba a conocer al niño o la niña, no lo sabía, y comenzar el proceso de adopción. Todo era incierto. 


    Los kilómetros de camino por la ruta veintitrés que circula por la meseta rionegrina fueron peores de lo que había imaginado. La soledad y el paisaje árido, polvoriento e inhóspito le hacían tener malos augurios. Nunca había pasado por Pilcaniyeu, Comallo y Clemente Onelli hasta Ingeniero Jacobacci, pueblos de origen ferroviario, del Tren Patagónico que une Viedma-Bariloche. Lo único que conocía de Ingeniero Jacobacci era su tradición ferroviaria. Cuna de la famosa Trochita que unía esta localidad con Esquel. Él iba por la ruta. Desde Villa La Angostura no había manera de tomar el tren sin un largo derrotero hasta Bariloche. Lo desanimaba ir sin su mujer y lo corroía la incertidumbre de no saber con quién se iba a encontrar.  


    Cuando llegó a Jacobacci localizó al maestro con el que había hablado días atrás. Con parquedad el hombre le dijo, si me acompaña vamos hasta a la escuela donde está el niño. Usted verá, allí tendrá su primer contacto. El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo sería el pequeño? El lugar quedaba más lejos aun, en plena barda de la meseta. Era una escuela albergue, sin agua, sin luz, solo un rancho de adobe rodeado del polvo que acumulaba el viento patagónico. Pensar que estaban a pocos kilómetros de la represa Alicurá que en vez de abastecer a los lugareños, llevaba energía a Buenos Aires. La desolación teñía el ambiente. El establecimiento era un rancho que oficiaba de escuela multigrado, adosado a un dormitorio común para los niños residentes. Un solo maestro, director, cocinero y portero. Allí estaba el pequeño. Sin más ni más el maestro le dijo a Franco, este es Marito. Y al niño, este es Franco. Marito lo miraba con sus ojazos que lo interrogaban sin decir nada. El encuentro se desarrolló entre los gritos y juegos de los alumnos que corrían en el polvoriento patio donde se erguía la bandera argentina. Así se hace patria, pensó Franco.

 

    El encuentro fue intenso. Enseguida empezaron a hablar de fútbol, del colegio, de lo que le gustaba comer, los deliciosos fideos con tuco que cocinaba el maestro. Hasta jugaron un rato a la pelota. Marito con sus ocho años apenas sabía leer y escribir, advirtió Franco, por el cuaderno que el niño le mostró. Apenas unos garabatos, números y su nombre. Lo enamoraron sus ojos tiernos y sus cachetes enrojecidos por el frío y el viento patagónico. Se le pegó como sabiendo a qué venía. Franco quería mandarle una foto a Camila pero en el lugar no había conexión posible. Soledades patagónicas. 

 

    Al atardecer retornó en un recorrido pleno de alegría. Seguro de que el niño en algún momento iba a vivir con ellos. Que Camila iba a ser feliz. Que al próximo viaje irían en busca de Marito con ella, la futura mamá. La meseta se tornó colorida y cercana. La estepa brilló con un sol radiante. Cuando divisó la cordillera nevada acercándose a Villa la Angostura su corazón estaba henchido de felicidad. En la última curva antes de entrar al pueblo no vio el camión que venía de frente a toda velocidad.



© Diana Durán, 23 de noviembre de 2021

 

 

 

REENCUENTRO EN LA TIERRA SONORA





Plaza Próspero Molina y escenario Atahualpa Yupanqui


REENCUENTRO EN LA TIERRA SONORA

    La edición 2021 del Festival Nacional de Folklore de Cosquín fue suspendida por la pandemia de coronavirus. La famosa plaza “Próspero Molina” estaba desierta y oscura. No alumbraba la negritud ni una de las nueve lunas coscoínas. Sin embargo, la estrellada noche cordobesa pintaba el escenario con unos finos haces de luz. Reposo total. La ciudad del folklore argentino dormía su sueño de silencio. Una triste quimera para este lugar y este entorno serrano. 

    A las dos de la madrugada, fueron apareciendo de la nada misma, poco a poco, algunos duendes del pasado más iluminado del folklore argentino. Eran los instrumentos musicales y las voces de quienes habían callado durante largo tiempo, tras la muerte de sus intérpretes. 

    El brilloso piano de Ariel Ramírez bajó difuminado al son de canción cuya música había creado junto a la letra de Félix Luna. Surgió del silencio profundo del escenario, indio toba sombra errante de la selva. Pobre toba reducido. Dueño antiguo de las flechas… [1] No era el fantasma de Ariel, solo la música de su piano en sombras que había recorrido un largo camino etéreo desde Santa Fe, tierra natal del folklorista. Luego de unos minutos como en un eco emergieron los acordes de la guitarra de Eduardo Falú que se instaló suspendida cerca del piano. Procedía de los llanos subandinos de El Galpón, Salta, llevando el son del lugar donde había nacido su dueño. La guitarra comenzó a tocar unos acordes que se escucharon desde lo profundo de la sierra como ecos que invocaban al amor. Y nunca te'i de olvidar, en la arena me escribías, y el viento lo fue borrando, y estoy más solo mirando el mar… [2] Tras el ensueño nocturno del indio y la tonada aparecieron suspendidos en el escenario la voz y los acordes de don Yupanqui. Procedían desde donde había nacido en Campo de la Cruz, cerca de Pergamino, surcando la planicie pampeana. Atahualpa en quechua significa “que viene de tierras lejanas para decir algo”. Y así lo hizo …La sangre tiene razones. Que hacen engordar las venas. Pena sobre pena y pena. Hacen que uno pegue el grito. La arena es un puñadito. Pero hay montañas de arena… Y siguió. Tal vez otro habrá rodao. Tanto como he rodao yo, Y le juro, creameló, que he visto tanta pobreza, que yo pensé con tristeza: Dios por aquí no pasó. [3] El poema se unió en un combate rebelde y pacífico a las otras voces reunidas en el escenario. Las guitarras y el piano siguieron sonando nostálgicas al unísono. Como ese grillo del campo que solitario cantaba..., así perdida en la noche también era un grillo, vidala y zamba…, así perdida en la noche se va mi zamba, palomitay... [4] 

    ¿Quiénes faltaban en este singular encuentro? Pues se acercaron la guitarra de Jorge Cafrune procedente de El Carmen, lugar de su nacimiento cerca de San Salvador de Jujuy, y la voz y la caja de Mercedes Sosa desde donde yacen sus cenizas en el Cerro San Javier, Tucumán. Más que cantantes, políticos de la tierra, se encontraron para evocar los sentires de la patria oprimida. Primero se escuchó la voz truncada en Benavidez que entonó, de nuevo estoy de vuelta después de larga ausencia, igual que la calandria que azota el vendaval. Y traigo mil canciones como leñita seca. Recuerdos de fogones que invitan a matea”. [5] 

    Pero tenía que ser la mujer quien lograra la fusión de todos en la noche de Cosquín. La cantora, como quería que la llamaran, porque decía que cantor es el que “debe” cantar. No el que “puede” hacerlo, que es el cantante. Así aclaró la voz de la Negra a las guitarras, el piano y la caja reunidos en medio del escenario. Evocaron algunas canciones que nunca habían cantado juntos. Se unieron para entonar unos versos rebeldes, como súplica por los niños y en contra de la violencia. Cambiamos ojos por cielo. Sus palabras tan dulces, tan claras. Cambiamos por truenos. Sacamos cuerpo, pusimos alas. Y ahora vemos una bicicleta alada que viaja. Por las esquinas del barrio, por calles. Por las paredes de baños y cárceles. ¡Bajen las armas! ¡Que aquí solo hay pibes comiendo! [6] 

    Los duendes y espíritus del folklore seguirán cantando juntos, eternos. Esa noche tocaron hasta el amanecer en Cosquín. Nadie los escuchó, pero sus voces, sus instrumentos y su música seguirán resonando en muchos hogares para evocar la tierra y las luchas nuestras. 


[1] Antiguos dueños de las flechas. Letra de Félix Luna. Música de Ariel Ramírez. 1972. 
[2] Tonada del viejo amor. Letra de Jaime Dávalos. Música de Eduardo Falú. 1962. 
[3] Coplas del payador perseguido. Letra y música de Atahualpa Yupanqui. 1965.
[4] Zamba del grillo. Letra y música de Atahualpa Yupanqui.1945.
[5] Mi luna cautiva. José Ignacio “Chango” Rodríguez. 
[6] Ángel de la bicicleta. Luis Gurevich. León Gieco. 2001.

© Diana Durán. 12 de noviembre de 2021.

AMORES DE FRONTERA

 


Fotografía: Google Earth. Ruta 17, entre Bernardo de Irigoyen y Eldorado

AMORES DE FRONTERA

Bernardo de Irigoyen y Dionisio Cerqueira, ciudades enfrentadas en el límite de la Argentina y del Brasil. Una calle las separa o, en realidad, las une. Distintos idiomas oficiales, el español y el portugués; costumbres parecidas, ciudades hermanas. Mixtura de frontera donde las identidades se confunden. Verdaderos hormigueros humanos por el trasiego de las poblaciones. 

La bella Iracema nació en Eldorado, ciudad del litoral misionero a orillas del Paraná lindando con Paraguay. Había terminado el secundario cuando su familia tuvo que migrar por el cierre de la fábrica donde trabajaba el padre. Eligieron Bernardo Irigoyen en la frontera oriental de la provincia. Irse alentaba nuevas oportunidades, al menos en las conjeturas. Así lo pensó el hombre, un rudo trabajador, que por primera vez en su vida estaba desocupado. Había sido hachero, labrador y luego obrero de una fábrica de calzados. Su esposa e hija completaban la pequeña familia nuclear. Muy unidos, muy católicos, muy tradicionales. Iracema no quería abandonar a sus amigos y su ciudad. Rechazaba partir, pero no tenía chances de oponerse. 

El joven Joao nació en Dionisio Cerqueira y estudió en la Escola Pública Estadual. Era algo atolondrado, pero de buenos sentimientos. Su padre trabajaba en la Delegación de la Policía de la ciudad. La madre y los dos hermanos varones completaban una familia donde reinaba el rigor paternal. Era un hombre estricto que impartía una férrea disciplina a sus hijos. Como policía de frontera estaba al corriente de las actividades ilegales de la zona, el contrabando, el tráfico de drogas y las migraciones ilegales. 

Iracema y Joao se conocieron en los continuos trajinares de una ciudad a la otra. Ella quería estudiar profesorado de Lengua y Literatura, pero primero debía encontrar un trabajo. Salió a recorrer a pie los negocios en el borde de ambas ciudades. Consiguió emplearse en un minimercado cercano al paso internacional del lado argentino. Joao trabajaba como conserje en un hotel brasileño. Él concurría al mercado cotidianamente porque le convenía al cambio. Quedó alucinado por la belleza de la joven. Bom día, muito prazer, le dijo Joao a Iracema. Ella le respondió bajando los ojos, bom día, obrigado. Comenzó la relación en "portuñol". Siguieron las charlas informales y las más personales. Paseaban por el límite de ambas ciudades. Había muchos negocios, parquecitos y arboledas. Un boulevard con bancos propicios para sentarse y tomar mate. Los animaba el bullicio de la gente con sus bolsos y cajas de compras en la frontera. Se distraían conversando sobre sus “aldeias” y sus gentes. Se enamoraron. A los seis meses empezaron a soñar con una vida juntos. Eran casi mayores de edad. 

Las diferencias irreconciliables partían de las religiones que profesaban fervientemente las familias, católica, la de ella; evangélica, la de él. Fieles a sus tradiciones, los padres se opusieron a la unión rotundamente. No debían casarse. Las madres de ambos, no cumplieron ningún papel mediador. La contracción absurda a los respectivos cultos limitaba su libre albedrío.  

Iracema y Joao tomaron una osada decisión. Animados por el dinamismo del modo de vida fronterizo y la pulsión a migrar planificaron vivir juntos en otro lugar. Ella extrañaba su terruño. Él se sentía capaz de todo por estar junto a ella. Estaban seguros de encontrar trabajo y poder casarse. Querían alejarse de las vanas negativas y las restricciones religiosas. 

Evadiendo a las familias se encontraron una siesta en la estación terminal de Irigoyen para viajar a Eldorado. Podrían haber pensado en alguna ciudad más distante, pero se decidieron por un lugar cercano y conocido. Tomaron un micro que cruzaba Misiones por la ruta diecisiete hasta Eldorado. Atravesaron el camino selvático, ondulado, rojizo, húmedo y tropical. Muy de vez en cuando veían algún cartel destartalado de “prohibido cazar”, con dibujos despintados de yaguaretés y osos hormigueros. “Salida de camiones” o “cuidado, pendiente” en los tramos más serranos. Escucharon de fondo los cantos estridentes de loros, papagayos y tucanes. En el trayecto vieron a la vera del camino algunos caseríos en medio de la selva misionera o de los bosques ralos por la deforestación. Viajaron abrazados y seguros del presente y futuro juntos. Jóvenes y enamorados nada temían. 

Cuando bajaron en la terminal de Eldorado, ella sintió cuánto añoraba su pueblo natal. Estaban felices. Llegaron al humilde alojamiento que habían reservado donde pasaron una anticipada noche de bodas de fantasía. A la mañana siguiente seguían dormidos cuando golpearon fuertemente la puerta de la habitación. Era el recepcionista del hotel. La policía local los esperaba en la entrada del residencial para devolverlos al mundo real. Los habían dado por desaparecidos. 

El escarmiento fue retornar a sus lugares. A la frontera seca, al empleo chato, a la rutina de las ciudades linderas. Ahora separados. Iracema recibió la penitencia paterna de no salir de su casa durante un mes. Con la carátula de inmigrante ilegal, Joao fue privado indebidamente de su libertad en el destacamento policial. Su propio padre obtuvo la orden judicial. Fin de la relación. Comienzo del desafío frente a los sueños truncados. Cuando recuperaron su libertad se vieron a escondidas durante más de un año. Nadie pudo frenarlos. Esta vez lo planearon muy bien y juntaron los reales necesarios. Viajaron a la ciudad más poblada del Brasil, San Pablo, a mil kilómetros de sus residencias para iniciar una nueva vida. En el anonimato nadie los detendría.

© Diana Durán, 5 de noviembre de 2011

GAVIOTA DEL HUMEDAL



Fotografía: Héctor Correa

GAVIOTA DEL HUMEDAL 

Una gaviota cangrejera sobrevuela la inmensidad del humedal. La diviso posada en un poste del camino al puerto. El ave descubre los cangrejos de la bahía. En bajamar los encuentra cuando se asoman y los deglute. La distingue sus alas negras, cuerpo blanco, pico rojinegro y patas naranjas. Es bella aunque el graznido irrite. Su vuelo atrae a los visitantes de esos litorales. 

Es una gaviota especial que reconozco cada vez que voy a Arroyo Pareja. Erguida y orgullosa, parece reírse de quien la ve. Levanta vuelo hacia el pastizal de la isla Cantarelli cruzando el puente. Seguro allí debe tener su nido y algunos polluelos. 

En el humedal esta gaviota se integra al ambiente. A los atardeceres encendidos, a la marisma tornasolada, al ir y venir de las mareas. Otras aves la acompañan, flamencos rosados, playeros rojizos, finos teros reales. Garzas, chorlos y coscorobas suelen chapotear en el fango o refugiarse entre los juncos y espartillos. Hay muchas otras aves que residen permanentemente o migran a tierras árticas. Por eso mi gaviota es singular en este sitio peculiar. No vuela más allá de algunos kilómetros, aunque hay colonias en todo nuestro litoral. Dicen que la gaviota cangrejera está “casi amenazada”. Me pregunto por qué el “casi”. 

En esas tardes otoñales en que decido avistar, ella siempre pareciera vigilarme. Sabe que utilizo solo un arma, la máquina de fotos, para divisar la multiplicidad de especies de este paisaje único. 

Cierto es que cada primavera regresan las golondrinas y distingo los rojos churrinches, los amarillos benteveos, los cabezudos suiriríes, los pequeños chingolos, la monjita blanca, junto a las aves playeras en una extraña fusión. Aves de la llanura y del litoral mezcladas en perfecta armonía. Solo quien las conoce puede admirar esta singular armonía. Muchas veces la gente pasa sin verlas. La invisibilidad las protege. 

Una tarde de primavera no volví a ver a mi gaviota en su acostumbrado poste. Me pareció extraño. Seguí el camino preciso donde estaba su nido. Y ahí reconocí lo que había sucedido. Pavimentaron el camino para localizar una industria en la marisma. Tampoco pude divisar los nidos de las lechuzas con sus crías níveas. 

Me apena que ya no esté. Seguramente sobrevolará el basural a cielo abierto de la entrada a la ciudad y comerá residuos. Los despojos. 

Es como si hubieran destruido el hogar de nuestros hijos y tuviéramos que “cartonear” por el centro comercial. Así siento, así comparo, así me estremece el triste destino de mi gaviota cangrejera. También el de la humanidad.   




Fotografía: Héctor Correa

Multiplicidad alada 

Tierra del humedal en itinerario temprano. 
La curiosidad inspira avistar 
los festivos revoloteos
de pájaros pampeanos 
y aves marinas. 
El vergel encierra 
un bullicio orquestal, 
suaves plumajes, 
rojos de fuego, 
amarillos de sol, 
marrones veteados, 
blancos y rosados. 
Picos corvos, rectos, finos se afanan. 
Comparte el chimango el solar de la tijereta. 
Carpinteros reales cavan el tronco horizontal. 
La paloma paciente empolla su cría. 
El mixto trina agudo y espera. 
El benteveo y el hornero residentes dominan. 
Las gaviotas sobrevuelan el barrizal costero. 
Los flamencos pintan de rosa la planicie del mar. 
Las migrantes descansan de kilométrico viaje. 
Los pastizales se balancean. 
El arroyo divaga. 
 
Multiplicidad alada, la vida nuestra. 

©  Diana Durán, 1 de noviembre de 2021.

CONFLUENCIAS EN MALVINAS


Foto: Héctor Correa

    Lautaro era neuquino nacido en Loncopué, un pueblo colorido, ovejuno y mineral. Camino a la cordillera, entre mesetas y sierras a orillas del río Agrio. Trigueño, bajito y fuerte como la mayoría de los lugareños. A los dieciocho años era criancero trashumante de ovejas. Su mayor deseo, ser militar. Había ingresado al servicio en el regimiento de Covunco, a ochenta kilómetros de su lugar natal. Carlos era salteño, de Payogasta, pequeño poblado a orillas del río Calchaquí. Vivía entre cardones y salinas en la extrema aridez de la puna. Así era de rudo y curtido. Deseaba con fervor conocer el mar. Solo lo había visto en fotos. Viajar parecía imposible para su economía. Solo para llegar a Salta tenía que recorrer más de cien kilómetros por caminos de cornisa. Juan Bautista era correntino. Su nombre honraba al sargento Cabral, héroe de Saladas, su pueblo natal. Su figura era parecida al soldado del combate de San Lorenzo. Había terminado con mucho esfuerzo el secundario y quería ser profesor de historia. Era conocedor de la gesta de San Martín. Amaba el paisaje de los esteros del Iberá donde navegaba y pescaba en una pequeña canoa. 

  Lautaro, Carlos y Juan Bautista fueron trasladados como conscriptos a principios de 1982 a un destacamento naval. Juntos contemplaban la inmensidad del mar, su fusión con el cielo, los atardeceres en la bahía, el ocre del pajonal y el negro del cauce contaminado. Un viejo barco encallado volvía extraño el sitio. Avistaban las gaviotas que sobrevolaban las naves o se posaban en los postes. Los flamencos tornaban rosadas las planicies de marea. Los playeros rojizos descansaban en el humedal antes de migrar. Se hicieron amigos. Siempre contaban historias de sus tierras natales. Las preferían antes que aventurarse sobre un futuro incierto. Habían sido entrenados mínimamente, pero tenían buen ánimo. 

    Viajaron junto a otros conscriptos a Comodoro Rivadavia para integrar un batallón de infantería de marina. En el barco había jóvenes procedentes del norte, centro y sur del país de diecinueve a veinticinco años. Después de días de navegación llegaron a la Isla Soledad, al oeste de la Gran Malvina. El paisaje les resultaba muy parecido al del continente. Frío, desolado, arisco. Distinto al del puerto donde los habían entrenado. 

     El 2 de abril de1982 se desató la guerra de las Malvinas. 

    Juan Bautista se dio cuenta de la situación. Demasiados secretos, les comentó a sus amigos. Lautaro y Carlos eran más confiados, creían en la honra y el honor. No se separaron y se apoyaron mutuamente durante los combates. Al poco tiempo advirtieron que no estaban bien adiestrados, sus armas eran obsoletas y no tenían uniformes acordes al frío de las islas. Fueron los chicos que combatieron en la batalla de Pradera del Ganso. Resistieron con su compañía, pero fueron vencidos. Juntos se perdieron al alejarse. Caminaron inseguros por terrenos escabrosos entre campos minados. Exhaustos, se refugiaron en una cueva rocosa y oscura. Tengo mucho miedo, exclamó Juan Bautista. Pero no Juan, ya van a encontrarnos, respondió Lautaro, sacando fuerzas de donde no tenía. Estaban en pleno teatro de guerra. ¿Cómo volver a encontrarse con el resto de la tropa? Ni siquiera tenían una brújula. En realidad, no comprendían la guerra, nadie les había explicado nada. Solo arengas. La pavura erizaba los cuerpos ateridos. Vamos a morir, gimió Carlos. No seas tonto, replicó Lautaro, vamos a llegar si no nos separamos, si nos mantenemos juntos. Juan Bautista rezaba a la Virgen de Itatí. 

   Silencio de muerte. Una bandada de gaviotas sobrevoló la colina donde los tres murieron. Fueron testigos alados de su sufrimiento y agonía. 

    El 14 de junio de 1982 terminó la guerra. 

   Sus cuerpos yacen en el Cementerio de Darwin. Sus nombres, tan ligados a la tierra, tan cargados de la identidad de sus lugares -de Loncopué, de Payogasta y de Saladas-, son todavía anónimos. Las tres cruces rezan, “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

                                                                © Diana Durán. 29 de octubre de 2021

LA GRAN REGADERA. Un cuento para enseñar


Lluvia en Sierra de la Ventana. Por Héctor Correa.


LA GRAN REGADERA. Un cuento para enseñar 

    Imagínense una regadera gigante que ocupa parte de la primera capa de la atmósfera en cada lugar donde la lleva el viento. 

    En las zonas tropicales la regadera arroja lluvias muy abundantes y torrenciales que caen del cielo a las tierras y los mares. En el Sudeste Asiático son a la vez peligrosas porque producen inundaciones, pero también benéficas pues millones de habitantes comen arroz gracias a ellas. Durante el invierno parte a otras regiones dejando las tierras amarillas, sedientas y rajadas. Recarga las lluvias que quedan y viaja hacia los climas templados que son los más benignos. 

    Esta regadera no para de girar. Es raro. Lo hace en el sentido de las agujas del reloj en el hemisferio sur y en el sentido contrario a las agujas del reloj en el hemisferio norte. Dibuja unos rulos gigantescos que se desplazan en los mares calientes ocasionando ciclones solitarios o, lo que es peor, familias de ciclones muy violentos que azotan las costas del Caribe. La regadera es muy injusta porque deja una estela de mayor destrucción en los pueblos pobres que en los ricos. 

    A veces se le tapan sus agujeros. Entonces forma una lluvia finita pero constante que algunos llaman llovizna y otros, los tangueros, le dicen garúa. 

De allí surgió el dicho “que te garue finito”, que significa “que te sea leve”. La gente solía olvidarse de estas expresiones. La garúa fue tan famosa que hace tiempo Aníbal Troilo y Enrique Cadícamo le escribieron una canción que dice en una de sus estrofas: 

¡Qué noche llena de hastío y de frío! 
El viento trae un extraño lamento 
Parece un pozo de sombras la noche 
Y yo en las sombras camino muy lento 
Mientras tanto, la garúa 
Se acentúa con sus púas 
En mi corazón.

    Cuando los agujeros de la gran regadera se destapan pueden caer gotones que forman charcos. Los chicos se divierten saltándolos. A veces amasa unas bolitas de hielo o granizo destructor de autos y cultivos. Aunque también alegra las tardes de los niños encerrados por el mal tiempo. Cansada de viajar y viajar se va quedando sin lluvias y sedienta. Pero siempre tiene el recurso de ir al océano a recargarse. Puede también toparse con alguna montaña. Entonces la muy aventurera escala la ladera, se recarga lluvia cada vez más fría y forma nieve en los picos. Los helados glaciares se derriten en la primavera y alimentan a los ríos. Ellos riegan los oasis ricos de los pueblos agricultores. 

    Desde hace dos siglos la gente comenzó a derrochar. Comprar más autos, usar más energía, consumir más carne de vacas, radicar más industrias y, sobre todo, talar selvas y bosques. Las grandes ciudades que crecen como hongos sobre el campo lo consumen todo. ¿Escucharon hablar de los famosos “gases de efecto invernadero” y del calentamiento global? La gran regadera no podía atraparlos a todos justamente porque eran gases. De tan enojada comenzó a calentar el aire y a descargar lluvias donde antes no lo hacía. Los huracanes y tormentas fueron cada vez más destructivos. Hacía mucho calor y el hielo comenzó a derretirse en todas partes elevando los mares. 

    Con el tiempo los oasis empezarían a secarse. Los osos polares no tendrían como pescar porque los témpanos marinos se disolverían. Los bosques talados ya no darían sombra. Las costas se cubrirían de agua y muchas ciudades quedarían sumergidas por los océanos. La gente se tendría que ir a vivir lejos de las antiguas orillas. 

    Todo el mundo habla del calentamiento global y del aumento del nivel del mar. Los científicos claman por disminuir la influencia humana sobre la atmósfera en muchas reuniones mundiales. Los políticos parecen ignorarlos. En los colegios los chicos aprenden sobre el cambio climático y saben mucho más que los grandes sobre el tema. Muy pocos les hacen caso. Todavía no se sabe qué pasará con la fuente de todas las lluvias que nacen de una sola capa de aire global.

 

© Diana Durán

22 de octubre de 2021

FEMINISMO ADOLESCENTE

 



Carmen Rey Berrocal. Adolescencia



    Transcurría la década de los sesenta en la Argentina, un período de ebullición en el que comenzaban a gestarse ideales y utopías en su generación. Ellos vivían en otra dimensión. Oprimidos por la educación normalista, ella, y religiosa, él, no participaban de movimientos estudiantiles. Sus ideales no iban más allá de los típicos de la clase media argentina. Sus destinos yacían en ser profesionales y constituir una familia. Las dictaduras y democracias débiles de esos tiempos no los rozaban. Su sociedad era pacata y tradicional. Estaban muy lejos de conocer las rebeliones juveniles de Europa o Estados Unidos. 

    El verano del setenta fue decisivo en sus vidas. Él se fue a la estancia de los tíos en Catriló. Ella con sus padres a Mar del Plata. Se quedarían los tres meses del verano. Comenzó una intensa etapa de noviazgo epistolar. Cartas de amor iban y venían. En un principio eran tiernas y edulcoradas. Él le narraba sus cabalgatas, sus ganas de ir a vivir al campo y de alejarse un poco de los mandatos familiares. Deseaba vivir en el interior. Ella de a poco desvió el tono sentimental de sus cartas y le contó el argumento de “El Rehén” del Clan Stivel que la había atrapado. Nunca había concurrido a una función de teatro alternativo. En poco tiempo él se dio cuenta que el tenor de sus escritos era diferente. Había dejado atrás las novelas románticas para leer a Simone de Beauvoir. Le escribió que devoró el libro “El segundo sexo” que la hizo pensar que su destino de mujer debía ser otro. Subrayó en una de las cartas la frase, “en la humanidad la superioridad es acordada no al sexo que engendra, sino al que mata”. También le expresó fervientemente su rabia por la crianza machista que había recibido. 

    Cuando se reencontraron eran personas distintas. Ella le explicaba sus nuevos ideales y debatían sobre la situación de la mujer. Quería estudiar filosofía en la universidad estatal. Él le decía que era peligroso porque corrían tiempos políticos violentos. A veces lo increpaba. Él se sentía irritado por sus ideas feministas. No abandonaba sus firmes creencias religiosas, mientras ella seguía a Simone al pie de la letra y la dominaba la rebeldía. Una tarde ella le leyó con vehemencia algunos párrafos en los que se preguntaba por un mundo igualitario. En ese momento él se dio cuenta de que no sabía qué responderle. Los caminos se habían bifurcado.

© Diana Durán
20 de octubre de 2021

CAJITA DE FÓSFOROS

 


Foto: Street View.

Todas las tardes salía a caminar adonde su pueblo se convertía en campo. Le gustaba esa periferia en la que podía ver el horizonte desde la última calle de tierra. Terminaba de trabajar a las dos de la tarde. Lo abrumaban los papeles apilados y la atención al público. La rutina y la soledad eran su sino. Tenía sesenta años, le faltaba poco para jubilarse y alejarse de ese mundo gris. Le atraía despejarse mediante una caminata diaria. No le importaban la estación ni el tiempo. El asunto era evadirse al aire libre. Desde su casa al borde del pueblo mediaban diez cuadras por lo que llegaba en pocos minutos. Podía vagabundear hasta la ermita, subir y bajar por caminos medanosos o caminar unas cuadras más hasta divisar la ribera del mar. Le gustaba cuando una liebre se espantaba a su paso, intuía una pareja de carpinteros campestres al escuchar su fuerte canto, a veces lo acompañaba algún perro flaco. Mientras tanto meditaba cómo encontrar un significado a su vida. 

A un lado del camino había casas modestas. No saludaba a los vecinos pues a la hora de la siesta nadie se asomaba. Del otro lado de la calle, el campo, el pastizal, los arbustos, algunos despojos de ramas apiladas. Disfrutaba del paisaje. Tenía todo el tiempo para hacerlo pues no lo esperaba nadie. 

Solo un personaje se distinguía en sus cotidianos trajinares. Era un hombre de ropa raída y sucia, con los pelos grasientos y largos. Un viejo que le hacia la venia al verlo pasar. Él también lo saludaba. Pensaba que era un soldado loco o un vagabundo. Parecían compartir soledades anónimas. 

Un día el viejo le dijo con voz ronca, buenas tardes, señor. Y él le respondió, buenas tardes. Al día siguiente lo divisó frente a otra esquina echado en un montículo de tierra y, otra vez, repitieron los saludos. La presencia se hizo cotidiana en su vagar. Se saludaban, pero a la vez se ignoraban. Cada uno ensimismado en su propia soledad. Una tarde encontró al viejo apostado en un zaguán de una casa de la calle de tierra. Había cambiado de lugar pues siempre estaba del lado del campo. El hombre le dijo, ¿tendrá unos fósforos, señor, que quiero fumar? Justo tenía una cajita. Sintió lástima del pobre hombre y se la dio. De vuelta a su casa compró otra. Al llegar encendió el fuego en la parrilla y disfrutó su cena. Era otra de sus ceremonias solitarias.

A la tarde siguiente, continuó sus caminatas. No encontró al hombre, solo vio la cajita de fósforos tirada. La levantó y guardó en ella su tristeza. Era su único conocido durante los paseos cotidianos. Su soledad había llegado a extremos impensados. Sintió que era el límite. Tenía que buscar otros rumbos. No recorrió más ese mismo itinerario. Comenzó a concurrir lugares donde había niños, jóvenes y adultos. Caminó todas las tardes por el gran parque de la ciudad.

UN NO LUGAR


Marta Bahrull. Pintor contemporáneo.



UN NO LUGAR 

Caminan con la cabeza gacha, deambulan, imbuidos en sus pensamientos erráticos. Están ocultos, desterrados, obscuros, pétreos. Disimulan la muerte. La vida perdura, sin aliento, lenta, perezosa, cautiva, entre rejas. La libertad es una quimera. Vale solo el presente, no hay futuro. Es el encierro, la soledad, el hastío. Ni los unos ni los otros existen. Son almas que deambulan inciertas, extrañas. 
Como locos. 

Me sacan de la cama a los gritos. Se ve que no me quieren dejar solo. Tengo quince años. No voy a acompañarlos, me voy a quedar durmiendo. Mamá me dice que visitaremos a un tío lejano. No lo recuerdo. Vamos en auto hasta un caserón de Caballito. Me hacen entrar a la fuerza. ¡Traidores!, ¡malditos! Me obligan a quedarme en esta clínica para locos con la excusa de mi depresión. Octavio no llores, es por pocos días, me dice mamá. 

El lugar es espantoso. Hay habitaciones para hombres y otras para mujeres. Muchos pasillos que no se sabe a dónde llevan. Un salón comedor con mesas largas y una sola tele. El único lugar pasable es el patio. Las paredes son de color blanco con algunos graffitis, tiene plantas y se ve el cielo. Pero está cerrado con rejas. Nunca voy a poder escapar. Tampoco puedo salir por el pequeño balcón del cuarto. Tiene barrotes. A través de ellos veo la vida de los otros, de los que están libres.

Me siento en una jaula humana. Todos encerrados como bestias salvajes. Muchos gritan, otros lloran. Hablan muy despacio o muy fuerte. Van y vienen por los pasillos. De vez en cuando se cruza un enfermero. Las mucamas siempre están limpiando los ambientes. Odio ese espantoso olor a lavandina que lo invade todo. La médica me dice que durante un mes no podré ver a nadie. Sin juegos, ni actividades que me atraigan, los días transcurren de forma lenta y triste. 

En la habitación hay cinco camas. Los otros duermen y roncan como animales. Las cucarachas recorren las paredes. Nadie se da cuenta de que esos insectos asquerosos caminan sobre nuestros cuerpos. Yo los siento, aunque me tape íntegro. Me doy vuelta hacia la pared, veo una gran mancha de humedad y a esas pequeñas sombras aterradoras que se mueven. Giro y veo a mis compañeros en sus camas. Parecen muertos. Vuelvo a rotar. Así me paso toda la noche. Al despertar, nos mandan a bañar. Desnudos, nos escondemos uno del otro. Nos gritan que nos apuremos. Alguno muestra sus partes. Siento asco. Ganas de vomitar. Las filas para tomar los remedios me avergüenzan. No hago nada en todo el día. Solo en el patio me siento un poco mejor. Imagino. Respiro. 

Un hombre me cuenta su historia, de entrar y salir a este lugar. Hice mucho esfuerzo para no llorar. Algunos reciben a su familia, que se quieren ir rápido, se nota. Nadie soporta esta cárcel. Hay una chica, más flaca que la muerte. Se llama Daniela y es anoréxica. Tiene los cabellos raídos. El rostro de pómulos salientes, los ojos hundidos, cadavéricos. No quiere comer. Pide ir al baño, se levanta mil veces con distintas excusas. La vigilan y la traen de vuelta. Me da lástima. Sufre más. Pero ella lucha, yo no. 

A los veinte días de encierro me visita Mariana, mi hermana. Me pregunta cómo estoy con dulzura. Le pregunto por mamá. Conoce mis sentimientos. Ella me quiere. Me regala un libro, “Las aventuras de Tom Sawyer”. Lo leo y releo, subrayo los párrafos que me gustan, miro en detalle los dibujos. Me imagino que tengo un amigo como Huckleberry y que este lugar donde estoy es una cueva de la que voy a salir. Sueño que me voy con Daniela, como si fuera Rebeca, la amiga de Tom Sawyer, cuando estuvieron perdidos. Si soy valiente el premio será irme de aquí. Fantaseo navegar en bote por el río Mississippi y me olvido de las cucarachas. Le pido a Mariana que me traiga más libros fantásticos y de viajes. Me consigue “Frankenstein”, “Viaje al centro de la Tierra”, “El principito”, “El castillo ambulante”. Los devoro. El tiempo pasa. Muy lentamente, mi mente se va aclarando. El miedo se torna en esperanza. Empiezo a entender lo que me dice la psiquiatra. Siento coraje. Me iré en poco tiempo de esta jaula. La decisión es mía. 

Hoy se asegura que las internaciones deberían ser cortas y dentro de hospitales generales, sin discriminar a los enfermos por su salud mental. La Ley Nacional de Salud Mental, sancionada en 2010, prevé la sustitución de las instituciones psiquiátricas monovalentes por un sistema de atención en salud mental de base comunitaria que respete los derechos humanos.

© Diana Durán
15 de octubre de 2021


ALTO VALLE


Foto. Diana Durán

ALTO VALLE 

Martina vivía en Buenos Aires, Luis, en Bahía Blanca. Su relación había comenzado a través de una página de encuentros, pero en poco tiempo quisieron conocerse personalmente. Coincidieron en que el mejor lugar sería San Martín de los Andes. Paisaje de tarjeta postal. A ella la seducía su vasta cultura y su amor por la naturaleza. A él lo atraían su entusiasmo y ansias de aventura. Era una mujer diferente a las que había conocido.

Luis salió en auto sin apuro de Bahía pensando en un viaje corto, de solo cinco horas. Martina viajó doce en micro desde Buenos Aires. Se encontrarían a mitad de camino. En alguna ciudad del Alto Valle del río Negro. La elegirían durante el trayecto según el horario en que llegaran a destino. De esa manera ella no tendría que transitar sola el resto del recorrido hasta la comarca andina.

El paisaje del valle comenzó a dibujarse. Cortinas forestales de álamos en brillante verdor. Hileras de troncos plateados y copas piramidales. Flanqueado por terrazas polvorientas y grisáceas de sequedad, el río Negro irrigaba un ajedrez de chacras y fincas, un vergel en medio de la aridez patagónica. Las bardas se recortaban como escaleras rugosas contra el cielo azul. Tras la desolación de la meseta ovejuna se sucedía el esmeralda del valle agrícola. 

Faltaba poco para llegar a Villa Regina, el lugar donde finalmente resolvieron encontrarse. Martina miraba a través de la ventana el desfile de las chacras tras las alamedas. Las manzanas rojas brillaban sostenidas por unas extensas varas curvadas. ¿Se caerán por el peso de las frutas?, conjeturó. Esa imagen se superpuso a la deseada escena del encuentro. 

Diez kilómetros antes de llegar, al salir de la meseta y entrar de nuevo al valle, una manifestación de quinteros en la ruta cortó el tránsito en protesta por los bajos precios de la fruta. Camiones, micros y coches quedaron varados. Se formó una fila interminable en la autopista. Martina y Luis estaban cerca pero no lo sabían. Justo en ese tramo no había señal. Él decidió que lo mejor era desviarse por los caminos rurales. El conductor del micro en el que iba ella hizo lo mismo. La fila serpenteaba entre las chacras en un derrotero lento y tedioso que mareaba a los viajeros. ¿Cuándo llegará el momento de verlo?, se preguntó ansiosa. La señal iba y venía. Cuando pudieron comunicarse ella le suplicó, ¿y si nos bajamos ahora?, no aguanto más. Le indicó el lugar donde, antes de consultarlo, ya le había dicho al chofer que la dejara. Me voy a bajar en la entrada de una chacra que se llama Rugliano. Fijate en el celular y la vas a localizar. Te espero allí que hay una posada. Caminó entre las cortinas de álamos dos o tres cuadras. Divisó una casa construida a partir de un invernadero por la forma de los ventanales. Era un ambiente muy acogedor con plantas colgadas, frutas en canastos y una acequia refrescante. Vio unos troncos de madera dispuestos en semicírculo y se sentó. Un rato después entró a la posada y se registró para esperarlo. Llamó varias veces al celular de Luis sin respuesta. No insistió demasiado. Se dio cuenta de su actitud atolondrada pero así era ella. Informal y bohemia. 

Luis no sabía muy bien dónde estaba y comenzó a irritarse. El navegador no le indicaba la posada. Estaba sumergido en un inquietante paisaje ajeno. Qué locura bajarse así, qué poca consideración, pensó. Hacia el sur por momentos se divisaba el río y su galería boscosa. Como en una ficción ingresó en un tramo desértico donde reinaba la estepa espinosa. Quiso volver, pero no pudo. Tuvo que esperar que cruzara la huella de tierra un inoportuno rebaño de ovejas. Se perdió en torno a las bardas que se sucedían desérticas. Finalmente pinchó las dos gomas delanteras por los guijarros de una cantera abandonada. 

Dejó el auto fastidiado y caminó de regreso cerca de dos kilómetros hasta que alcanzó de nuevo la autopista. Ya no pensaba en el encuentro, solo quería resolver su situación. Hizo dedo hasta la ciudad. Nervioso como estaba logró encontrar una gomería cerca del inefable hito de la gran manzana que anunciaba la entrada a Villa Regina. Rescatar su auto le significó otras dos horas. Se hizo de noche. Desilusionado, descansó un rato en una estación de servicio y en cuatro horas estuvo de nuevo en Bahía Blanca. ¿Y Martina? El romance se evaporó como las mismísimas nubes del cielo patagónico.

© Diana Durán
11 de octubre de 2021

BARRIOS INOLVIDABLES





BARRIOS INOLVIDABLES 

Viví muchos años en Buenos Aires. Devoto, Congreso, Belgrano, Flores, Olivos, Parque Centenario, algunos de los barrios que no olvido. Eternas mis ganas de andar migrando. 

Devoto de mi infancia, el “jardín de la ciudad” por su arboleda. Ese aroma a tilo inconfundible; sus caserones ocultos por jardines; la plaza del guardián que nos protegía; cortadas con chicos jugando a la pelota; balcones floridos en los edificios de pocos pisos; negocios de dueños habituales, casi familiares. La librería donde compraba recortes de revistas para el colegio. Allí quisiera volver mañana.

Ahí viene el abuelo, está a una cuadra, lo veo desde el balcón y se va acercando de a poquito, elegante con su sombrero y siempre de traje gris oscuro. Cómo lo quiero. Seguro me trae un chocolatín y unas figuritas y se queda a tomar la leche. Poco dura la fiesta porque cuando se va otra vez lo miro desde el balcón y lloro desconsoladamente. 

Belgrano de la preadolescencia, en sus manzanas más apacibles. Soldado de la Independencia entre Zabala y Loreto, arbolada y soleada. Cómo no recordar los gratos momentos allí vividos. La barra de hielo derritiéndose en el zaguán de la casa de los abuelos; la terraza de alquitrán y el altillo con pilas de muebles desvencijados; el quiosco donde compraba talonarios para jugar a la oficina con mi vecina. Una legión de bicicletas en bandada de chiquilines perseguidos por los porteros de edificios; las fiestas infantiles y los primeros asaltos en séptimo de la escuela primaria.

“Manubrio duro, patines fuertes”, le canto a Santi para que aprenda a andar en la bici nueva rodado veinte. Se lo grito bien fuerte desde la ventana del segundo piso y el muy distraído me saluda sonriente y se lleva por delante una obra en construcción. Flor de chichón y la bici nueva destruida. Mamá lo va a matar. 

Congreso de la adolescencia y primera juventud. Bullicioso, central, kilómetro cero de la política nacional, centro de imponentes concentraciones y decisiones históricas, pero también del aleteo de las palomas y los vendedores de semillas de la Plaza de los Dos Congresos donde jugué con mis hijas. Esa que crucé con mi hermano caminando una noche del año setenta y seis hacia la Casa Rosada para ver qué pasaba, horrorizados por las circunstancias que se aproximaban. Fue el barrio del colectivo doce, testigo viajero de la secundaria y la universidad. 

Siento miedo, una pavura gélida que me recorre el cuerpo al pensar lo que está sucediendo en este país. Tengo angustia por mi hermano y mis amigos que son militantes. No sé qué les va a pasar. 

En Flores y Olivos viví poco tiempo. Barriadas contrastadas como lo fue mi vida en esos tiempos. Flores, demasiado comercial e inseguro para mi gusto. Olivos, estético con su puerto lindando el río de la Plata, la avenida del Libertador surcada por jacarandás, las calles de adoquines internas y los chalés elegantes de gente opulenta y esnob. 

Tengo un recuerdo encantador de ese barrio porque fue en él donde crie a mis hijas. Me encierro en la tesis y en el trabajo a destajo. La primera va al jardín, la chiquita a la plaza todos los días.

Parque Centenario, hermoso barrio central de Buenos Aires tan diverso, residencial y comercial con la avenida Corrientes como eje. Las cinco esquinas del edificio de Cangallo donde vivimos muchos años. Pasamos enfermedades, hiperinflaciones y penurias económicas, pero siempre salimos adelante en la cotidianeidad nuestra. Fue el secundario para las chicas y sus primeros noviazgos. La menor, y su vivaz originalidad. “Tan distintas e iguales”. 

Solo están ellas que soy yo de nuevo y las veo eternas ramas de renuevo. Solo están ellas, pura risa y fantasía, brillantes las miradas, eternos los caminos. Solo están ellas y esta intensa esperanza que me promueve, cuando estoy con ellas.

Lo que soy está en todos y cada uno de esos barrios; en mi memoria latente. Un mosaico de vivencias entretejidas en esos lugares que son mucho más que espacios delimitados por calles y avenidas. Están cargados de identidad y me conforman en cada uno de los recuerdos que afloran como manantial sereno en la madurez.


© Diana Durán
8 de octubre de 2021

EL BASTÓN FAMOSO




EL BASTÓN FAMOSO 

    Durante muchos años fui un bastón de caña finita, como un junco por mi delgadez y aspecto ligero. Era un elemento común utilizado por las personas para ayudarlos a caminar o para completar su ropaje. Lo cierto es que no me gustaba ser un desconocido. Tanto rogué al “hada de los bastones” que un día me otorgó la capacidad de viajar en tiempo y espacio, y de transformar mi aspecto. Así fue como viví muchas aventuras. 

    Acompañé al más famoso personaje de Chaplin en la época del cine mudo. Se llamaba Charlot y era un vagabundo bondadoso e inocente que siempre lograba escapar de la policía y enamorar a bellas damas por su gracia. Charlot me adoptó como su bastón. Así fue como giré ágilmente entre sus dedos mientras él levantaba su sombrero bombín y caminaba con sus zapatones rotos y los pies hacia afuera. Logró ser tan famoso que la reina de Inglaterra lo nombró caballero. 

    También me empleó Hércules Poirot, el célebre detective creado por Agatha Christie. Era un hombre pequeño y gordito con la cabeza en forma de huevo y asombroso bigote. A pesar de su aspecto raro, este señor muy inteligente explicaba que había que “utilizar las células grises” -del cerebro-, con el fin de atrapar a los asesinos y ladrones. Para escoltarlo me transformé en un bastón muy distinguido con un cabezal brillante de metal plateado. Juntos resolvimos muchos casos en el río Nilo, en los campos de golf y en el tren Oriente Express. 

  Uno de los papeles que más me gustó en mi carrera fue acompañar a Bert cantando “Supercalifragilisticoespialidoso” junto a la niñera mágica, Mary Poppins. Él era un artista callejero que bailaba conmigo una especie de charleston junto a la nodriza y su paraguas. Me alegré mucho de que los niños que cuidaba olvidaran por un rato la severidad de su padre y fueran felices en medio de la divertida orquesta de dibujos animados.

    La pequeña Heidi y su mejor amigo, el pastor Peter, vivían en los Alpes de Suiza con sus abuelos y dormían en camas de heno. Ellos se divertían mucho con las cabras traviesas y saltarinas en los prados de hierbas y bosques de abetos perfumados. Allí me transformé en un fuerte palo para ayudarlos a arrearlas en busca de pastos tiernos durante el verano. Una gran escritora se hizo famosa con el libro sobre Heidi en el que aparezco en muchos de los dibujos. 

    Cansado de vagar por las distintas épocas de películas y novelas practiqué mi habilidad de ir a cualquier lugar. Llegué a subir a las alturas del Himalaya para salvar a un expedicionario extraviado y bajé a una fosa oceánica para rescatar a un submarino a punto de naufragar. Llegué a atravesar una selva para socorrer a un viajero perdido entre enredaderas y lianas, indicándole el camino de vuelta con la brújula que mágicamente apareció en mi empuñadura. Pude sostener justo a tiempo con mi cabezal a personas imprudentes que estaban a punto de caerse al borde de un acantilado marino, de una escalera empinada o al fondo de un pozo en casas de los suburbios. 

    Con el tiempo, aprendí a estirarme y retraerme como si fuera de material elástico y comencé a hacer otras hazañas como meterme debajo de las puertas cuando algún padre irritado quería pegarle a un niño. Entonces le hacía una zancadilla que le impedía soltar su ira. Cuando un ladrón pretendía robar una casa me introducía a través de la mirilla de la puerta, sacándolo de un salto a palazos limpios con mi propio cuerpo. 

    Algunas personas multimillonarias se enteraron de mi existencia y me quisieron comprar. Siempre pude desaparecer de las subastas justo en el instante en que me estaban por entregar al mejor postor. Preferí seguir vagando, haciendo felices a los niños y salvando a las personas en peligro o apoyando a actores y personajes famosos en cualquier tiempo y lugar.

© Diana Durán
7 de octubre de 2021

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...