LA ESPERA

 






Acuarela de Lola Frexas

LA ESPERA


El barrio, la cuadra, la esquina, la casa. La espera. Una mañana luminosa y el farol. Quiosco de toldo raído y paredes blanqueadas que no disimulan el paso del tiempo. Persianas abiertas a un interior cálido y consabido, el del mate amargo y algún tango. Balcones de oscuras rejas y plantas de exterior. Cuelgan enredadas hiedras y geranios enrojecidos. 

    

    Sentada en el sillón del living observo detenidamente la acuarela de Lola Frexas, la coreografía de sus pinceladas[1], las transparencias de las manchas en distintos tonos de verdes, marrones, amarillos, hasta rosados. Enjuagados y difusos. Solo remarcadas con trazo firme, las negras rejas. Cada detalle de esa pintura me transporta a La Boca con sus callejones estrechos y sus casas de zinc multicolores como los cuadros de Lola. Quieta y somnolienta armo la escena. Le agrego a esa esquina un conventillo con escaleras, la ropa colgada y el puente Pueyrredón, testigo del río, límite fluido, oscuro y aceitoso de la ciudad. Recuerdo la obra de Quinquela Martín y lo imagino conversando con Lola. Intercambian las verjas de las casas con los estibadores del Riachuelo. Los pintan cada uno en sus cuadros y luego vuelven a sus escenarios inconfundibles. Lola a San Telmo, La Boca y los edificios emblemáticos de Buenos Aires, su historia. Benito concentrado en el río y los personajes portuarios cargando bolsas, su espíritu.

    Lo cierto es que del cuadro de Frexas se escapa un personaje. Una mujer de mediana edad, cara triste, pollera grisácea y blusa blanca. Minutos antes respaldada por el farol eterno, testigo mudo de tantas lágrimas. Allí es cuando bosquejo unos versos. Siento que ella “espera la vida, convoca la vuelta. Nostalgia el amor”.

 

    La luz tenue y amarilla del cuadro traspasa mi sala y la mujer inicia el diálogo. Me dice que ya no quiere permanecer en esa esquina. Que desea alejarse de allí. Los días, las tardes, las noches la fijaron en la escena, en esa acuarela de fondo blanco en la eterna posición mirando hacia el este desde donde, pese a todo, él no vendrá. Se angustia. Le propongo que no se aflija, que dibuje otra vida, que se aparte de él, que encare un nuevo rumbo, el porvenir. Me mira y sonríe, parece aliviada. Asiente en señal de comprender mi respuesta y regresa a la acuarela, al mismo lugar donde estaba. Levanto la vista y reparo en el acontecimiento. Se acerca un hombre. Un estibador fuerte y encorvado que la abraza, intenso.



[1] A diez años de su muerte, más de cincuenta acuarelas retoman el legado de la artista argentina que retrató con destreza fachadas emblemáticas. La muestra se titula “Coreografía de pinceladas”. La exposición Lola Frexas (1924 – 2011) Pintora de Matices, es un homenaje a la reconocida acuarelista argentina en el décimo aniversario de su fallecimiento. Abre en El Obrador Centro Creativo en la sala La Rueca del 18 de noviembre de 2021 al 31 de marzo de 2022.


                                                                                         © Diana Durán. 28 de febrero de 2022

CORRIENTES EN SOLEDAD

 


Esteros del Iberá cerca de Concepción. Foto: Diana Durán

CORRIENTES EN SOLEDAD


Los focos aislados se acoplan. El fuego arrasa, el fuego encierra, crepitan las llamas. Es un incendio masivo y aterrador. Nada lo frena. Una chispa y el infierno de Dante. El humo, del rojo al negro y la muerte.

 

Don Ramón había trabajado desde muy joven en una estancia aledaña a los esteros. Una gran extensión ganadera y forestal cerca de Concepción de la Virgen María[1], donde había nacido. Dominaba los esteros como la palma de su mano o mejor dicho como el paso de su caballo por los caminos rurales. No tenía celular ni nada que se le pareciera. Se comunicaba cabalgando adonde quería.

Amaba los caminos, podía surcar las orillas de los esteros y hasta internarse en algunas lagunas sin temor a los yacarés. Sabía cuándo salían a tomar sol. Era el Quijote de los Esteros. Subía a la barda como se le decía a ese terraplén de tierra que se había construido no hacía mucho para atravesar la zona. Desde allí divisaba el panorama y bajaba para arrear el ganado a pastos más tiernos. A veces iba a Concepción por alimentos o alguna herramienta. También para la “Fiesta provincial del peón rural”, único festejo al que concurría para comerse un buen asado y conversar con el gauchaje. No necesitaba mucho, se autoabastecía. Sus padres, nacidos en Colonia Santa Rosa, ya habían fallecido. La soledad lo acompañaba sin quejas. Su comparsa eran los carpinchos, el ciervo de los pantanos, el aguará guazú, los monos aulladores, los zorros, los venados de las pampas. Había dejado de ver yaguaretés. Intuyó que estaban en peligro. Sabía ver a las familias de los “chajases” que cruzaban el pajonal con las crías doradas.

El ostracismo de don Ramón estaba acompañado por la naturaleza. Lo animaba el recorrer los campos inundados naturalmente. Conocía cada una de las aves magníficas de los esteros. Para él no había límite en sus recorridos, salvo los arrozales y yerbatales de fincas ajenas. Su piel estaba siempre quemada a pesar del sombrero chato y de ala ancha que lo protegía. Lapachos y timbóes le daban sombra en sus paradas. Muchas veces se había preguntado qué hacían esas palmeras pindó en las lomadas arenosas. Las imaginaba relictos de un pasado árido cubierto por las aguas de lluvia del presente.

Había tenido problemas con el título de propiedad del pequeño terruño heredado de los padres y sin pensarlo mucho le pidió prestada una hectárea al patrón para construir un nuevo rancho de madera a la sombra de un tala. El renunciamiento, la soledad y la mansedumbre eran su filosofía de vida.

Lo conocí una fresca y luminosa mañana de agosto de dos mil dieciocho. Lo cruzamos con un grupo de alumnos y profesores que proveníamos desde Saladas en trabajo de campo para reconocer el impacto de la barda sobre los esteros. Los chicos habían presentado un trabajo sobre ese tema y me habían invitado a recorrer en camioneta el paisaje único del Iberá. Don Ramón fue parco pero amistoso en el encuentro. Logramos que contara su historia de pérdidas y arraigos. No voy a olvidar jamás su gran porte y sus ojos negros. Nunca bajó del caballo.

La sequía había empezado un año antes, nos contó. Algo se notaba en el suelo arcilloso y quebradizo, y en el amarilleo de la vegetación. La seca llega así muy lentamente y casi no se percibe hasta que está instalada. Entonces reina la incertidumbre porque no se sabe cuándo termina y puede conducir a los incendios o al desierto. A don Ramón no lo engañaba, había pasado muchas y la que se avecinaba le parecía peor. Prefería dos inundaciones a una sequía, nos dijo. Aprendimos del gaucho más que de cualquier especialista.

En dos mil veintidós el foco se inició en una forestación de pinos a cincuenta kilómetros de su rancho en las cercanías de Concepción. Desde ahí se empezaron a quemar primero los campos de pastos naturales y los sembradíos. Pronto alcanzó las forestaciones de pino, lo más inflamable que puede haber, la savia, el humo, la brea.

Imaginé a Don Ramón recorriendo la zona en un itinerario más amplio que nunca. Vio a los yacarés huir con ese trajinar lento por los caminos rurales, vio a familias enteras de carpinchos quemarse por la lentitud de su andar, vio miles de aves de los esteros huir despavoridas, tenían la facilidad del vuelo, pero no así los “chajases” y los ñandúes que yacían carbonizados. Vio caballos y vacas intentar atravesar los alambrados y morir atrapados. Las reses que él cuidaba. Por primera vez en su vida las lágrimas corrieron por su ajada cara. No pensó en él ni en sus modestas posesiones. El espectáculo era dantesco. Estaba solo.

Lejos, muy lejos del infierno leí y vi las noticias. Las imágenes satelitales tomadas al Este de Concepción mostraban el daño que habían provocado las llamas en el Parque Nacional Iberá. Habían alcanzado pastizales, palmares, montes y bañados. Un fotógrafo escribió, vi fotografías de yacarés refugiados en una pequeña laguna, mientras alrededor las llamas lo consumieron todo; un mono que miraba con temor el avance del fuego, y una serpiente curiyú que escapaba como podía de los incendios[2].

Me comuniqué con una amiga de Saladas que había organizado el congreso de geografía y me contó que lo estaban pasando muy mal pero que después de semanas de súplicas habían llegado más bomberos y el ejército. Me quedé un poco más tranquila por la gente del pueblo. Pero enseguida recordé a don Ramón y su única compañía, los animales del Estero. Lloré por él. También por Santo Tomé, Gobernador Virasoro, Caá Catí, Paraje Galarza, Santa Rosa, Mariano Loza, Santa Lucía, Bella Vista, San Miguel, Curuzú Cuatiá, Ituzaingó, Loreto, San Martín y Saladas. Por todo Corrientes contenida en la soledad de don Ramón.



[1] Antes Yaguareté Corá por ser la tierra del gran carnívoro.

[2] Emilio White. Fotógrafo de la naturaleza. 

                                                                                    © Diana Durán. 21 de febrero de 2022

1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


La isla de los Robinsones. Club de Niños en Gas del Estado, Tigre. Blog.


 1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


Daniel y Oscar cruzaron el arroyuelo camino a la casona de los más pequeños del Club de Niños. Eran compañeros de la colonia y disfrutaban el campamento nocturno que se realizaba todos los sábados en el predio de Tigre. La segunda guardia transcurría durante la “hora de las brujas”, entre las dos y cuatro de la mañana. Su función era registrar en unas planillas si todos dormían bien, si las luces estaban apagadas, si tenían espirales y otros temas semejantes. Debían indicar el estado de las aguas del arroyo, si habían bajado, su temperatura, si el caudal escurría tranquilo o, por el contrario, turbulento. Luces y sombras, oscuros y claros, lejanas estrellas titilantes y planetas luminosos. La luna creciente todavía iluminaba el puentecito y el predio, pero pronto se iba a ocultar. No veo nada, dijo Oscar, mi linterna no funciona. La mía tampoco, contestó Daniel. ¿Y si usamos los frascos que trajimos y los llenamos de luciérnagas? Tendríamos las linternas más geniales del mundo, propuso Oscar. Así lo hicieron estos muchachitos que ya eran Robinsones. Tenían doce años y estaban acostumbrados a las guardias durante los campamentos. Habían pasado la etapa de Pulgarcitos y Pinochos que, según la edad, establecía el reglamento de la colonia. 

Mientras tanto, Liliana y Valentina caminaban a paso firme hacia las cabañas de la isla de los Robinsones en el extremo norte del predio del club. Tenían que bordear un bosque de sauces llorones bastante oscuro y luego cruzar en diagonal la cancha de fútbol, campo abierto para llegar a la isla. No les gustaba mucho porque en el trayecto solían cruzarse con murciélagos en vuelo rasante. Espero que hoy no los veamos, dijo Liliana. ¡Ay, ya me pasó uno cerca!, reveló Valentina. Llevaban las mismas planillas que los varones solo que ellas debían revisar las cabañas que estaban en la ribera de la pequeña isla. Tenían que vigilar adentro de cada una abriendo un poco la puerta para controlar a los cuatro colonos durmientes en cada choza. Por suerte era la segunda guardia de manera que todos estarían bien dormidos. Si hubiera sido la primera encontrarían algunos chicos todavía despiertos y haciendo de las suyas. Los tendrían que anotar en las planillas lo que al día siguiente podría significar un reto para ellos. No querían que pasara.

Los cuatro cumplieron con sus tareas de registro. Habían decidido encontrarse antes de llegar al puentecito y desde allí regresar juntos al campamento. Los esperaba la recompensa, unos jarros de mate cocido y unas tostadas calientes sentados junto al fogón del campamento y luego, a dormir previo cambio de guardia.

Pero no fue tan fácil. Los chicos escucharon de lejos a Liliana gritar en busca de auxilio y viraron el rumbo para ver qué pasaba. Cuando llegaron al sauzal encontraron una situación extrañísima, digna de una película de terror. Valentina estaba enredada por un conjunto de ramas que no la dejaba salir. Ni siquiera podía moverse y hacía el gesto de que tampoco podía hablar. Liliana les contó angustiada que estaban cruzando el borde del bosquecillo cuando Valentina se adentró un poco para cortar alguna rama que usaría para espantar murciélagos. Entonces empezó a entramparse en uno de los árboles más grandes. A medida que intentaba desenredarse era peor. Oscar se acercó para ayudarla, pero cuando estuvo al lado del sauce largas ramas del árbol contiguo al de Valentina lo liaron fuertemente. Quedaban Liliana y Daniel libres que, sin embargo, se daban cuenta de que cualquier acercamiento a los árboles podía ser fatal. Permanecieron algo alejados de los sauces llorones. Liliana le dijo a Daniel que había que ir a pedir auxilio al campamento o al sereno del club. Uno tenía que quedarse para acompañar a los chicos. Mientras tanto, cada minuto que pasaba Valentina y Oscar se notaban más enredados y por alguna razón habían rotado de manera que yacían cabeza abajo. La escena se tornaba espeluznante. Las ramas parecían tener vida como si fueran brazos. Ambos permanecían a pocos metros uno del otro y no podían moverse por el apretón que significaba estar atrapados de esa manera.

Aunque temerosa, Liliana salió corriendo. Entonces Daniel quiso ver mejor la escena y utilizó los dos frascos llenos de luciérnagas que habían dejado en el suelo. Apenas enfocó a los chicos apresados, los bichos salieron de los tarros y comenzaron a volar en forma de un baile mágico que se mezcló con ramas, hojas, tallos y cuerpos en un extraordinario conjunto de haces de colores. Un verdadero arco iris danzante acompañó el zumbido de los insectos mientras todo se movía al compás. Valentina y Oscar pudieron primero enderezarse y luego desprenderse poco a poco de sus cepos al ritmo del baile de las luciérnagas. Escaparon abrazados ante la cara boquiabierta de Daniel, estupefacto por la escena. Los chicos no tenían ni un rasguño. Se estrecharon en un abrazo con el amigo hipnotizados por el fantástico espectáculo de la danza de las luciérnagas que, por último, se elevaron por encima del bosquecillo hasta desaparecer en la noche oscura.


                                                                           © Diana Durán. 14 de febrero de 2022

 

 

DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS

 




Estación Retiro

DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS

 

Beatriz y yo dábamos cursos en Vicente López y San Isidro. No era nuestra vocación, pero faltaba trabajo luego de la crisis del 2001. Habíamos creado una capacitación sobre microemprendimientos para las mujeres que tomaban clases de cerámica, tejido, bordado y otras artesanías. Eran unos pesos más para nuestras débiles economías de docentes jóvenes y solteras. Íbamos tres veces por semana a distintas localidades. 

 

Bea debía llegar a la zona norte del Gran Buenos Aires desde su casa en Moreno. Tenía que tomar el tren Sarmiento hasta Once y desde allí combinar con el subte a Retiro para abordar la línea Mitre hasta la estación acordada. Por último, ir en colectivo o caminando hasta las casas de cultura para iniciar el circuito de los talleres del día. Yo vivía en Congreso por lo que mi derrotero era menor. Tomaba un solo colectivo hasta Retiro y desde allí el mismo tren. No coincidíamos a la ida, pero hacíamos juntas los tortuosos recorridos en colectivo y, además, el viaje de vuelta a Retiro a última hora de la tarde. Para mantenernos en pie comíamos un sándwich y un café en algún barsucho de las estaciones ferroviarias. El cobro mensual que nos pagaban en las oficinas municipales era de acuerdo a la cantidad de horas dictadas. Miserable resultado frente al gran esfuerzo que significaba el traslado.

 

Un viernes de agosto acordamos encontrarnos en la estación de Olivos para tomar un café antes de empezar el largo día. Hacía frío, mucho frío. La esperé media hora. No llegaba. Habíamos hablado antes de salir de nuestros hogares. Decidí hacer tiempo en el bar de siempre y miré el reloj cientos de veces. Teníamos unos celulares gigantes y poco funcionales. No lograba que me contestara. Beatriz era tan cumplidora como yo. Me extrañaba muchísimo su ausencia. Pensé en un retraso del tren. Al cabo de media hora fui a dar clase. No quedaba otro remedio porque comenzaba el horario del primer curso. Cuando terminé estaba más preocupada que cansada. A la salida volví a llamarla sin suerte. Caminaba para tomar el colectivo a Carapachay cuando vi llegar a Beatriz alterada y con una profunda cara de susto. Me dijo que tomáramos un café y me contó. 

 

El asunto había ocurrido en la estación del ferrocarril en Retiro. Mi amiga iba comiendo un huevo duro porque se le hacía tarde y no había almorzado. Era fin de mes y casi no le quedaba un mísero peso, solo tenía para viajar y llevar un tentempié de la casa. Mientras se acercaba presurosa a la entrada del andén vio a una mujer de mediana edad que parecía descompuesta. Estaba apoyada en una de las marmóreas columnas de la oscura terminal cerca de los molinetes. Se deslizaba lentamente hacia abajo, parecía que se iba a caer. El gentío cruzaba presuroso y ausente sin mirarla. Beatriz aminoró la marcha y la mujer le rogó ayuda. No pudo resistirse. Le preguntó qué le ocurría y respondió gimiendo que se sentía muy mal. No vio a nadie que la pudiera auxiliar. Sonó el silbato del tren y la muchedumbre se desplazó como una marea ante la salida del próximo tren. Entonces aferró a la pobre mujer del brazo, la enderezó y sujetándola cruzó el anchuroso vestíbulo de la estación hasta llegar al baño. Beatriz sabía que se le hacía tarde, pero su compasión superó al retraso. Apenas entraron sintió un olor a orín horrible. La enferma imaginaria se enderezó rápidamente. No dijo nada y de pronto dos hombres jóvenes abordaban a mi amiga con armas blancas acarreándola sin piedad hasta un cajero muy cercano para robarle. Ella no tenía un solo peso ahorrado. Lo poco que ganaba se iba en gastos diarios o en pagar cuentas. Era ostensible que la habían fichado por estar bien vestida, como docente de zona norte. Beatriz demostró que su caja de ahorro estaba vacía y suplicó que la liberaran. Los malhechores la insultaron al robarle el viejo celular y le arrancaron una medallita de oro, atemorizándola con sombrías venganzas si los denunciaba. Beatriz se acomodó como pudo, enjugó lágrimas y se encaminó hacia la plataforma. Sentía que los hierros y vidrios del techo curvo de la estación se le venían encima y la sofocaban. Tomó el tren como pudo con el abono que le había quedado en el bolsillo del tapado. Llegó a Vicente López con el corazón en la boca.

 

Quedé atónita ante semejante relato. No sabía cómo consolarla. Lo único que se me ocurrió fue invitarla a tomar dos cafés cada una en una confitería algo mejor que los bares acostumbrados para que se tranquilizara y enfrentar lo que restaba del día. Pensar en un viaje de vuelta era impracticable. Bea de a ratos temblaba como una hoja. Yo intentaba calmarla.

 

Transcurrió la jornada. Dimos los cursos como siempre. Ella insistía en exponer para apaciguarse y olvidar lo ocurrido. Por fin llegó el momento de volver. Subimos al tren y comentamos más calmadas los sucesos dramáticos del día. Al parar en Lisandro de la Torre, última estación antes de Retiro, Bea apretó mi brazo a más no poder. Habían subido los tres delincuentes de la mañana. Me balbució espantada lo que ocurría y rogó que fuéramos al vagón contiguo. Con frialdad le contesté que no. El tren estaba lleno y convenía quedarnos en los asientos mirando con disimulo hacia la ventana. Los hombres extrajeron de sus estuches unas guitarras y la mujer comenzó a cantar un tema melodioso y sereno. El contraste con su actitud en Retiro era sorprendente e insólita. Minutos antes de que pasaran la gorra nos levantamos y caminamos presurosas al siguiente coche a sabiendas de que ya llegábamos a Retiro. Cuando se abrieron las puertas corrimos como si hubiéramos visto al diablo hasta salir de la estación y subir al colectivo donde nos abrazamos, lloramos y reímos a la vez. Nos sentíamos a salvo. Esa noche Bea durmió en casa. No podía desandar sola la vuelta a Moreno

 

Decidimos abandonar los talleres. Ninguna deseaba arriesgarse más en periplos desapacibles y lejanos. A mediados de 2002 concursamos en la universidad con la propuesta de capacitación “Microemprendimientos productivos, del desempleo a la ocupación”. Nunca más volvimos a dar clase en zona norte.


                                                                          © Diana Durán. 7 de febrero de 2022


 

 

UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE




Paisaje del Impenetrable en las cercanías de Ingeniero Juárez. Street View


UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE 

    Poyahen era un niño wichi de doce años. Vivía en un rancho a diez kilómetros de Ingeniero Juárez en el Impenetrable de Formosa. Ese territorio polvoriento de bosque chaqueño espinoso marcado por la inundación o la sequía y diezmado por la deforestación. Desde muy pequeño ayudaba a su papá a recoger leña, arrear cabras, pescar y cazar. Era el mayor de seis hermanos. A veces se alimentaban de quirquincho, yacaré, palomas y culebras. Su papá hacía changas en el pueblo. La mamá preparaba dulce de algarroba y tejidos en chaguar. Hablaban una mezcla de español y wichi, si bien en su hogar lo hacían en su idioma. Poyahen, bajito y delgado, estaba mal nutrido, pero era muy inteligente y nada silencioso como otros niños wichi. Los surcos de su carita redonda semejaban el suelo de su tierra. La profundidad de sus ojos negros ocultaba sus tristezas. Amaba la naturaleza del Impenetrable que era su tayhi (1). El agua faltaba cada vez más. Había que buscarla lejos en algún riacho o juntar la de lluvia. Cuando llovía… Su casa tenía paredes de rama y adobe y un techo cubierto de pastos crecidos. El cerco de palos limitaba la tierra, heredad de los abuelos. Baldes, sogas, redes y demás enseres colgaban en desordenada geometría. Dos perros flacos andaban por allí. 

    Como todos los años la maestra cumplió con el diagnóstico inicial en la escuela que no era de educación bilingüe como otras de la zona. Poyahen contestó cada pregunta con esa voz suave tan peculiar de los wichis. Explicó que le gustaba  escuela porque leían cuentos, escribían en hojas blancas y dibujaban con lápices de colores. Contó que iba con su mamá y hermanos cuando podían. Ella limpiaba en el hotel “Parador” a la entrada del pueblo. Caminaban más de una hora por el borde de la ruta. Sobre qué quería ser cuando fuera grande aclaró, sabe, yo quiero aprender a leer “de corrido”. Quiero ser médico para curar a mis hermanos, mi mamá y mi papá. Los chicos andan siempre con mocos o les duele la panza. Los remedios de mamá no los curan. Sanan los de la farmacia. El informe de la maestra quedó archivado y no produjo ningún aporte para el niño. 

    El viento caliente silbaba como siempre y se colaba entre las ramas del rancho. El verano hacía crujir el suelo yermo. El polvo volaba y lo invadía todo. A pesar del calor crepitaba el fuego en el horno de barro. Los pájaros cantaban de día y las bestias gruñían de noche. 

    La asistente social de la intendencia de Ingeniero Juárez fue a hacerle una entrevista a la familia. Poyahen respondió cómo se alimentaban mientras la funcionaria escribía en sus fichas sin mirarlo. Mamá planta zapallo y maíz, hay poca “waj” (2) pa regar. Los zapallos mueren y los choclos no crecen. La ayudo a carpir, pero la tierra es dura, susurró. Dijo que la mamá cocinaba unas tortillas que vendía en la ruta. A veces la panza duele de noche. Mamá y papá no comen pa darnos a nosotros, agregó triste Poyahen. Para cambiar de tema expresó orgulloso, hace poco mi kalayi (3) Aarón me invitó a su cumple. No sabía si iba a ir. Comprar el regalo sería muy difícil. La asistente social partió sin decir nada. 

    El viento helado silbaba y atravesaba como siempre las ramas del rancho. El invierno frío penetraba en los huesos sin más protección que unas pocas mantas. A pesar del fuego en el horno de barro. Se escuchaban menos pájaros cantar de día y los gruñidos de noche. 

    Un etnobotánico y un antropólogo visitaron a la familia para investigar su cultura y modo de vida. Los padres se rehusaron a hablar, pero el niño sí lo hizo. Ando en el monte y el río. Cerca de las casas un “fwa’ayukw” (4) me da sombra si hace mucho calor. Poyahen les relató que conocía el quebracho, las tunas y el palo santo y que cuando salían con el padre a cazar vizcachas veían zorros y garzas. Agregó que le gustaba buscar nidos de pájaros y mojarritas en la laguna. Su carita se entristeció al describir que cada vez había menos animales en su tierra. Los tshowet (5) se van muy lejos de tanto que los ahatay (6) cortan los árboles para plantar ese pataj (7) que se llama soja. Los investigadores no volvieron más. 
     El viento de la primavera silbaba y se colaba como siempre a través de las paredes entrelazadas del rancho. El frío se atemperaba. Los árboles brotaban y las yucas florecían. El polvo volaba como siempre. Crepitaba el fuego en el horno de barro. Se escuchaban más pájaros cantar de día y más gruñidos de noche. 

    Un año de mucha sequía se bajaron de una camioneta unos jóvenes. Les llevaron agua y comida. Poyahen les agradeció y conversó con ellos. Contó que le gustaba cuando llovía, pero no cuando se inundaba porque perdían todas sus posesiones. No sabía qué era peor, si la arroyada o cuando no había agua como en ese momento. Durante las siguientes sequías los miembros de la organización no regresaron. 

   Una mañana dos fotógrafos quisieron que él y sus hermanos fueran retratados para formar parte de un proyecto sobre la niñez en el Impenetrable. Los padres se negaron rotundamente. No querían que sus hijos hicieran de modelos para los blancos. El niño también los escuchó renegar con los ingenieros del INTA porque rechazaron las técnicas de agricultura familiar. No es lo que querían hacer. 

    Todo esto explicó Poyahen a la maestra, a la asistente social, a los estudiosos de la cultura wichi, a los miembros de la ONG. También los padres a los fotógrafos y a los ingenieros que pasaron por su casa. Todos ellos centrados en sus propios intereses y ocupaciones. La familia no necesitaba ser objeto de estudio. Querían el reconocimiento de sus costumbres. Pretendían trabajo y educación. 

    El choque fue la consecuencia. Uno invisible y artero a la vida y al corazón wichi. El del anonimato y la indiferencia. 

    Con los años Poyahen no se recibió de médico. En cambio, se convirtió en el líder de la resistencia por los derechos ancestrales de las comunidades sobre las tierras que habitaban en el oeste de Formosa. 

(1) Tayhi: monte en wichi. 
(2) Way: agua en wichi. 
(3) Kalayi: amigo en wichi. 
(4) Fwa’ayukw: algarrobo en wichi. 
(5) Tshowet: animal en wichi. 
(6) Ahatay: hombre blanco en wichi. 
(7) Pataj: pasto en wichi.

© Diana Durán. 31 de enero de 2022

CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III





Viaje en tren de alta velocidad (foto Héctor Correa)


CUIDADO CON LAS ETIQUETAS. Aventuras de Macarena III. 

    Macarena volvió de su periplo por Medio Oriente cansada pero feliz por las experiencias vividas. Únicas, irrepetibles. Debía recomenzar el trabajo docente en pocos días en los colegios secundarios “El Carmelo” y “Regina Mundi” de Granada, su ciudad. Otra vez la rutina, otra vez los horarios. Su cabeza bullía recordando todo lo que había vivido en el viaje. Las callejuelas míticas de Belén, los contrastes de El Cairo, los extraños acontecimientos de Alejandría. Peleaba con las planillas frente a la computadora intentando concentrarse en las planificaciones del Bachillerato. Finalmente decidió que la experiencia le serviría para enriquecer sus clases de lengua y literatura. Macarena era obsesiva, estudiosa, cumplidora. Comenzó a buscar libros, revisar cuentos e indagar historias. Sabía que a los adolescentes les atraían las aventuras. Combinaría las propias andanzas con los relatos del valiente Ulises en su viaje por el mar y las islas míticas. Propondría la lectura del regreso a su amada Ítaca. Quería que sus alumnos aprendieran como ella a interesarse por el mundo antiguo. Recordó “Sinuhé, el egipcio”, y sus viajes por Babilonia, la Creta Minoica y otros pueblos; “Las mil y una noches” y los relatos sobre Aladino, Alí Babá y los siete viajes de Simbad. 

    Macarena advirtió que conseguir bibliografía para enseñar era un buen argumento para viajar de nuevo. Pensó en salir durante la Semana Santa. Esta vez con un trayecto más corto. Recorrería pocas ciudades en camino a París con el tren de alta velocidad. Un día en Madrid para comprar los libros que le faltaban y dos en Barcelona. Amaba la movida juvenil de los catalanes. Aprovecharía para pasear por el distrito del Ensanche con sus bares y discotecas de las ramblas, paseos y avenidas. Y después, París, la ciudad de sus sueños. Había alquilado un estudio pequeño frente a los Jardines de Luxemburgo, en pleno distrito de La Sorbona donde se mezclaría con los estudiantes. Su idea era averiguar las condiciones de alguna beca en Historia del Arte y Arqueología para hacerla con tiempo. 

    En abril emprendió el viaje a Madrid y a Barcelona. Disfrutó al recorrer librerías, bares y tiendas de ropa. Luego partió hacia París en el tren. A pesar de los trescientos kilómetros por hora podía admirar los paisajes mediterráneos en transición a la cuenca parisina histórica, cerealera e industrial del corazón francés. Los cultivos aterrazados de vid, los bosquecillos, los asentamientos tan típicos de intensiva ruralidad. 

    Enfrente a su asiento se instalaron dos muchachos. Lindos chicos, pensó Macarena. Rubios, altos. Hablaban en alemán. Tendrían la misma edad de ella. A poco de acomodarse entablaron conversación en inglés con ella. Otis y Derek le contaron que habían estado en Zagreb y Liubliana, las históricas capitales de Eslovenia y Croacia, países de la ex Yugoslavia que valía la pena conocer, según dijeron. A Macarena le atrajo la figura de Derek con el que intercambió miradas y sonrisas especiales. Les relató sus viajes mientras ellos referían sus aventuras en un diálogo muy animado. Durante abril habían estado en el oriente europeo, Grecia, Eslovenia, Croacia y Hungría. Macarena describió sus andanzas en Belén, la experiencia de bañarse en el Mar Muerto y remató con sus aventuras en el Bajo Egipto. Les comentó entusiasmada que había comprado libros en Madrid que le hubiera gustado mostrarles, pero estaban en su valija cubierta de etiquetas de Medio Oriente. Se ufanó señalándola. El diálogo continuó con muchas otras referencias a experiencias vividas por los tres. Hasta intercambiaron turrones y bebidas. Macarena estaba feliz de practicar su inglés con alemanes. No era algo tan común. Llegando a Lyon, en el corazón de la región del Ródano, los jóvenes anunciaron sorpresivamente que se bajaban para continuar su viaje. Enseguida intercambiaron saludos y contactos con Macarena. Ella, algo sorprendida por lo abrupto de la despedida, volvió a pensar en su recorrido. Pronto estaría en París. El tren no había partido cuando la joven pensó en su valija que estaba en los estantes de metal cerca de la puerta del vagón. Miró desde su asiento y no la vio. Debería estar mezclada con otros equipajes. Se levantó para buscarla. No la encontró por ningún lado. Consultó a un guardián y a los pasajeros cercanos. Nada. El corazón le latía. Por alguna razón sospechó de los jóvenes que había tratado. Cuando el tren arrancaba los vio caminando muy tranquilos en el final del andén. Iban charlando animados. Llevaban sus dos mochilas y Derek, la valija de Macarena. Ella se sorprendió por una acción de semejante audacia y calaña. Ningún pasajero había visto a los chicos cuando se bajaron. Pensó que era un chiste. Recordó que tenía los teléfonos y llamó a Derek. El abonado no está disponible, dijo la operadora. Con Otis pasó lo mismo. La habían engañado. ¿Con qué propósito absurdo? ¿Llevarse su ropa, sus libros, sus enseres básicos? Se dio cuenta de que había mencionado las etiquetas de su valija por lo que era fácil de reconocer. Seguramente esos dos farsantes venderían su ropa y sus libros en alguna feria para hacerse de unos euros que no le servirían de mucho. Se sintió muy humillada. 

    A pesar de que Macarena llevaba con ella dinero y documentos en su mochila, se había quedado sin su equipaje y, principalmente, sin sus compras. Tendría que volver a Granada o adquirir alguna ropa básica en París para seguir su viaje. Lamentó especialmente la pérdida de los libros. Quedó abatida, se tendió en el asiento y descubrió que la confianza y la apertura no la habían llevado por buen camino. Los simpáticos “turistas” le había jugado una muy mala pasada.

© Diana Durán. 24 de enero de 2022

  

INFANCIA COMPARTIDA

 




INFANCIA COMPARTIDA

    Anoche soñé con vos, Santiago, y surgieron muchos recuerdos de la infancia compartida.

    Caminamos las dos cuadras desde nuestra casa hasta la plaza de Devoto, tomados de la mano o corriendo a distintos ritmos. Como si fuera una hazaña nos balanceamos parados en las hamacas; en la calesita competimos por la sortija con caballos andantes y leones rígidos; nos deslizamos como flechas por el tobogán y quedamos cristalizados para siempre en el sube y baja de un solo lado, en aquella fotografía sepia, abrazados uno contra el otro como koalas.

    Íbamos a la escuela solos, con ocho añitos yo y siete vos, desde la estación de tren Villa Urquiza, para luego combinar en Federico Lacroze con el troley hasta llegar al centro de la ciudad, qué proeza. A la vuelta, casi todos los días, nos divertíamos en la vereda, la cortada y la terraza. Desde la mancha, la escondida y la farolera hasta el fútbol de los varones, en el que sólo me aceptaban por ser tu hermana. Inventábamos todo tipo de aventuras en las escaleras del departamento de Nazca o desde balcón a balcón; nos escondíamos en la cortada de la otra cuadra para que nadie supiera dónde estábamos. En la terraza, nos reuníamos con los chicos del edificio, con Marcelito, Horacio, Emilio y Patricia, para hacer kermeses sencillas pero muy bien organizadas. Nos reíamos viendo a los vecinos mojarse al intentar morder y extraer una manzana que flotaba en el tacho de chapa con agua; voltear los muñecos de madera con pelotas fabricadas con medias; tirar al blanco con flechas caprichosas a los cartones dibujados con crayones y demás juegos caseros parecidos. Después, con las monedas que recaudaba la “banda de Nazca” comprábamos chocolatines como premio para las futuras kermeses, o alguna pelota de goma que reemplazara a las perdidas en las alcantarillas o pinchadas de tanto jugar y jugar.

    Te veo tan único y divertido, tan pícaro. Tus pecas salpicando el rostro redondo con hoyuelos en los cachetes siempre sonrosados; la pancita sobresaliente, a pesar de tu inquietud constante; las rodillas eternamente sucias de tanto correr, saltar, caerte y volver a empezar; tus bellos ojos color caramelo de mirada cómplice pensando en la próxima travesura.

    Eras la fuente permanente de risas para todos. Metiste la cabeza en los barrotes de la cama y desesperaste a toda la familia hasta que pudieron serrucharlos para salvarte. Era un clásico perderte y volverte a encontrar en cuanto lugar visitáramos. En San Clemente del Tuyú cuando te escapaste el mismo día en que llegamos y como a las tres horas, unos vecinos te trajeron al rojo vivo por el sol de la caminata. Les habías dicho “estoy en una casa donde vive un gato”. Ignoré la manera en que los pudiste guiar, pero esa explicación tan curiosa como poco precisa, era digna de tu originalidad.

Surgen las anécdotas de los animalitos y vos. El pato de la casa de los Sarmiento, al que te acercaste apenas llegamos al cumpleaños de la dueña de casa. Lo agarraste del cuello y lo hiciste girar como una matraca. Pobre animal, quisimos salvarlo, pero yacía ajusticiado en el piso del patio, para conmoción de los invitados, risas de los varones y espanto de las nenas. Sonrío al pensar en los perros, gatos y pajaritos que fueron el blanco de tus salvajadas. Por eso nuestros padres nunca te compraron una mascota, cuestión que quedó grabada en tu mente como un desafío futuro y provocó que de grande tuvieras tus entrañables perros y gatos; calafates, urracas y hasta un mirlo azul.

    Vuelvo a nuestros juegos. Recuerdo que hasta con una puerta nos divertíamos. Me causaba mucha risa el “juego del marciano” que era la puerta de entrada al departamento con muchos herrajes. No nos teníamos que chocar con ella, sí dar un paso y luego otro paso, según se apretara cualquiera de las cerraduras, candados y mirillas hasta estrellarnos fingidamente, una y otra vez, contra la puerta. Y en lo de los abuelos, se repetían otras historias: la de los hermanos pobres que guardaban detrás de los cuadros del dormitorio más grande los billetes ganados para comprar comida, vos trabajando de peón y yo planchando; la de la casita fabricada alrededor de una destartalada cocina, donde bullía imaginariamente una sopa de verduras elaborada con hojas del árbol de la terraza; y el juego de las visitas con la abuela como personaje principal que daba la palabra: a vos, el sacerdote vestido con el largo sobretodo negro del abuelo John; y a mí, la dama que se iba a casar con un estanciero y lucía sombrero y cartera muy antiguos.

    Ya en la adolescencia, la relación fue un poco más distante, como es lógico, aunque siempre fuiste el proveedor de chicos para los asaltos y fiestas de quince. Desde el Colegio del Salvador al que ibas, al Normal Nº 1, mi colegio; desde allí procedieron los novios que tuve y los de mis amigas. Vos siempre acompañándonos, siempre afable y contenedor de las chicas que “planchaban”. No me voy a olvidar que con tu franqueza adolescente le dijiste a Paola, “ya que nadie te saca, te saco yo”. Fue la anécdota del año. Cómo olvidar que me presentaste al novio de la adolescencia cuando con tu amigo Pino, también compañero de colegio, decidieron que no era posible verme tan triste por haber “cortado” con Franco, luego de dos años de gran enamoramiento.

    Si me veías melancólica, hacías algo para contentarme que seguro era una payasada. También peleábamos como cualquier par de hermanos, pero nos unieron vigorosamente el miedo a la zapatilla de papá, las noches solos con la portera, los adorables juegos infantiles, las amistades de la adolescencia, en definitiva, la convivencia de todos esos años.

    Todo eso te debo, Santiago.

    Anoche soñé con vos. Despierto sobresaltada en la cabaña de Sierra de la Ventana que alquilamos en estas vacaciones de invierno, y reflexiono a mis sesenta y seis años sobre nuestra infancia, adolescencia, juventud y madurez. Estoy sola porque mi marido decidió salir temprano a avistar unas aves del humedal. Entonces decido quedarme un rato más en la cama, remoloneando y pensando. Un rayo de sol entra por la ventana y me deja admirar el paisaje serrano. Me inunda una rara sensación y concluyo por fin y de una vez por todas, que fue mejor que partieras al sur a hacer tu vida, eligieras todas las veces que desearas a tus parejas, disfrutaras con tus amigos cuanto quisieras, jugaras al golf al tenis o a lo que anhelaras, y te fueras de viaje todas las veces que decidieras a Reikiavik, Gales o Boston.

    Y entonces, al fin valoro esa bendita forma de querernos. Amigo fiel, hermano mío.


© Diana Durán, 17 de enero de 2022


TIERRA INCÓGNITA


Paisaje de la Meseta de Somuncurá. Por Julpariente.



T
IERRA INCÓGNITA 

    Los unía el amor por la naturaleza, la necesidad de conocer nuevos horizontes, el hábito de explorar. No necesitaban mucho dinero. La camioneta les permitía hacer viajes por lugares lejanos e incógnitos. Ellos medían el tiempo en kilómetros surcados. Así habían conocido el interior salvaje de los esteros del Iberá y su biodiversidad; la riqueza de la Puna argentina y sus altiplanicies coloridas e historias prehispánicas; el empobrecido Chaco occidental y su impenetrable bosque seco. Habían atravesado los paisajes latitudinalmente dispares de la ruta cuarenta de norte a sur y de sur a norte. Elegían los caminos más apartados y allí iban con sus enseres de camping y mochilas. En caso de no poder acampar paraban en hostales. El asunto era seguir y seguir por los caminos planificados. Su amor estaba basado en el común apego a descubrir lugares y se afianzaba en los recorridos. 

    Francisco y Malena eran una joven pareja. Veinticuatro años él, veintidós ella. La cuatro por cuatro, un aporte del padre de él, rico comerciante de maquinaria agrícola, que le daba los gustos a su hijo por su exitosa trayectoria educativa y profesional. Él era geólogo, ella licenciada en turismo, por lo que explorar el país era un plus en su formación, además de una pasión compartida. 

    Esta vez habían decidido ir a la Meseta de Somuncurá en el sur de Río Negro que era el corazón del desierto de la Patagonia. Sabían que ese nombre significaba “piedra que suena” por el ruido de las rocas al quebrarse y chocar entre ellas, sumado al irascible viento del sur. Una zona inmensa, escarpada, rocosa y volcánica. Los jóvenes dudaban que la meseta fuera tan inaccesible e intransitable. Sobre todo, Malena insistía en recorrerla, aunque hubiera escasos servicios turísticos y los caminos fueran aptos solo para vehículos especiales. ¿Por qué elegir una de las topografías más inhóspitas de la Argentina? Justamente por eso. La habían estudiado, pero también habían visto documentales donde se apreciaba una síntesis compleja de conos volcánicos, sierras, lagunas temporarias, cañadones, arenales y estratos de sedimentos multicolores. Podrían haberlo hecho con guía, pero querían descubrirla solos. Eran muy apasionados en la toma de decisiones para viajar. 

    Accedieron por la ruta cinco desde Maquinchao en el interior rionegrino. Pensaban llegar hasta El Caín, que significa “piedra para moler”, en un gran bajo que habían localizado en sus mapas satelitales. De allí seguir la ruta provincial cinco hasta la ocho arribando a Prahuaniyeu, pequeño oasis en el medio de la nada. Después verían cómo sumergirse en el interior ya que hasta el momento solo habían bordeado la mole de veinticinco mil kilómetros cuadrados. 

    Llegaron hasta donde se acababa el dibujo del camino de la infinita isla de roca. Iban atravesando arroyos secos y guijarrosos con recortes salinos. Se encontraron con otra camioneta en un paraje sin nombre cuyo único equipamiento era una casa de piedra aislada a la vera de un lagunajo pequeño de agua salada y unos solitarios flamencos. Allí se abastecieron de agua deseosos de continuar la aventura. Intercambiaron un breve diálogo con el puestero y siguieron por esa topografía casi lunar por los cráteres volcánicos, entre amarillos, ocres, marrones y verdes oscuros. Se internaban cada vez más en la vasta meseta. Luego de dos horas de trayecto el paisaje se tornó cada vez más desolado. Atesoraban el deseo de encontrar en alguna parada la ranita de Somuncurá que era endémica del lugar o, excepcionalmente, puntas de flechas en un ámbito muy rico en restos arqueológicos de cazadores y recolectores prístinos. Habían cruzado zorros, guanacos, ñandúes y maras en las partes más bajas de la estepa, pero en las partes altas era otra cosa. El mismísimo desierto a más de mil metros de altura.

    Francisco dudaba en seguir, pero Malena insistió en internarse en un terreno desconocido por el común de los viajeros. Siguieron. Él manejaba por una parte especialmente escarpada y estrecha en el borde de un acantilado cuando sintieron una fuerte explosión. La pared rocosa que atravesaban se desmoronó y golpeó el costado de la camioneta del lado de Francisco. Lo último que hubieran esperado era ser aplastados por una gigantesca roca despeñada en el medio de la nada. Estaban a tres horas de donde habían iniciado el recorrido y hacia adelante quedaban aún dos más hasta llegar a los Menucos. 

    Francisco salió arrastrándose del vehículo e intentó atravesar los escombros para mover la roca más grande que había aplastado la parte delantera. Su cabeza estaba ensangrentada. Se desmayó. Malena, que había salido ilesa, no podía creer lo que veía; buscó el botiquín de primeros auxilios para socorrerlo. Al darse cuenta de que no reaccionaba trepó a un lugar alto para pedir ayuda. La ganó la desesperación. Ascendió como pudo y advirtió que en el entorno no había rastros de humanidad. Nada, solo la estepa; ni siquiera un árbol o un mallín verde que indicara presencias. Como única señal vio el chenque de un indio de tiempos pretéritos. Mal presagio. Tenía que encontrar alguna forma de comunicarse. Volvió sobre sus pasos para estar al lado de Francisco que yacía inconsciente. Lo acomodó en la carpa que armó como pudo al resguardo de la intemperie y lo tapó con una manta. Trató de frenar la hemorragia. Se sentía culpable de lo sucedido. Malena percibía cada vez más el retumbar de los basaltos por el enfriamiento del atardecer y el ulular del viento que se iba tornando más fuerte hasta crispar sus sentidos. Estaban desaparecidos. Su suerte dependía de que los encontrara algún viajero o un ovejero. Rogaba entre sollozos que así sucediera. 

    La meseta permaneció intangible y distante. Solo habían podido bordearla. Ni visas de internarse en ella. Por mucho tiempo Malena tuvo pesadillas sobre ese lugar sagrado que los ancestros de los pueblos originarios no les habían permitido conocer, por ser irreverentes frente a su memoria. En su tristeza y desesperanza le había otorgado a la mole el carácter de deidad. Habían quedado en el lugar hasta que un pastor solitario los socorrió al día siguiente cuando Francisco ya no pudo ser reanimado.


Chenque: tumba indígena precolombina compuesta por rocas dispuestas en forma de cúmulo.

© Diana Durán, 17 de enero de 2022

TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO. Aventuras de Macarena II



Alejandría. Egipto.net


TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO

    Antes de su affaire con el palestino Jalil, a quien había plantado sin reparos en Belén, Macarena había visitado Egipto. La joven granadina era especial. Treinta años, soltera, profesora de letras en su ciudad natal. No tenía grandes compromisos. Le gustaba gastar sus ahorros en recorrer el mundo sola. Así lo había hecho desde los veinte años. Después de Israel quiso volver al lugar que la había conquistado. El Cairo, encrucijada cultural de oriente y occidente. Una historia milenaria condensada en dinastías, pirámides, templos, dioses, imperios, faraones, invasiones y guerras santas. Inagotable fuente de estudios culturales. Pero también soñaba con ver el Mediterráneo desde África en vez de su tradicional panorama europeo. Apreciar el “ponto” homérico como lo hicieran los egipcios, fenicios, griegos y romanos. Ya había recorrido las pirámides de Guiza, la Ciudadela de El Cairo, el cosmopolita barrio de Zamalek, la iglesia Colgante ortodoxa, el Museo de arte islámico. Deseaba completar su aventura en Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno trescientos años antes de Cristo bajo el dominio persa. Sus conocimientos de literatura griega y musulmana la animaban. 

    Mientras paseaba por las amplias avenidas de El Cairo contrastó las zonas de refinados hoteles cinco estrellas, desde cuyas terrazas se podían admirar las pirámides, con los barrios pobres de asentamientos precarios, bazares y callejuelas. Intentó comprender la decadencia de una civilización que se remontaba a dinastías de más de tres mil años antes de Cristo. No entendía el subdesarrollo contemporáneo. Había pensado en hacer un crucero por el Nilo, pero le llevaría casi una semana, por lo que se decidió por Alejandría a orillas del Mediterráneo. 

    Después de un intenso día cenó un plato típico de arroz y verduras. No deseaba hacer sociales así que a pesar del bullicio turístico se fue a su habitación y durmió a gusto esperando recuperar las fuerzas para emprender el viaje a Alejandría. Tenía varias opciones. Ir por la carretera más rápida del desierto o atravesar el delta del Nilo por tren o en avión. Eligió, con su consabido espíritu aventurero, alquilar un auto para viajar por el oasis y apreciar el paisaje agrícola milenario del bajo Egipto. Mientras transitaba se sumergió en lo que había leído sobre los modos de vida ligados al cultivo de cereales, legumbres, forrajes y el papiro. Recordó el calendario que seguía el régimen anual del río para la siembra y la cosecha. Una vida no tan idílica como se solía enseñar en el colegio, por la lucha sin fin en los turbios pantanos, las yermas sequías y las catastróficas inundaciones. 

    Los paisajes se sucedían como en una película a medida que atravesaba el delta. Su mente comenzó a trastocar pasado y presente. Experimentó una rara sensación, una especie de retorno en el tiempo, pero no cercano sino muy antiguo, como en un túnel. Algo así como un corredor de ensueño. Notaba que mientras recorría el paisaje deltaico, las escenas iban mutando. El presente se transformaba en un pasado impreciso. No había rastros de modernidad. Ni rutas, ni autos, ni postes de luz, ni estaciones de servicio. Atravesaba un área agrícola pero el espectáculo era pretérito. Divisaba a los agricultores con el torso desnudo, falda y pañuelos blancos, cántaros en sus manos o el antiguo “chaduf” con una palanca que sostenía el recipiente con el contrapeso del otro lado. Las casas eran de barro con techos de troncos cubiertos por hojas de palmera. Se preguntó si así sería el interior del Delta del Nilo durante el período grecorromano. Recordó que en esos tiempos Alejandría había sido un centro literario, científico y cultural. Pero estaba en el ámbito rural, quizás por eso la confusión. Debía continuar. 

   Cuando se acercó a Alejandría, todavía pensando en el desconcierto del pasado y el presente vio una columna altísima de humo en el horizonte. No sabía qué pensar. ¿Incendios de pastos o de algún edificio? Entró a la ciudad. El fuego se había extendido a las zonas más próximas a los muelles. Concluyó que se encontraba en tiempos romanos, cuarenta y ocho años antes de Cristo. Se dio cuenta porque se quemaba la Biblioteca más grande de la antigüedad. Ella conocía la historia, sabía de Julio César y el sitio de Alejandría. Al acercarse a la ribera del Mediterráneo vio a soldados con vestimenta romana incendiando sus propias naves. Macarena no sabía qué pensar. En el Museio, en las nueve musas de las artes, en los eruditos, en los manuscritos de papiro. Deliberó que Cleopatra recibiría el obsequio de Marco Antonio para reponer la destrucción parcial de la biblioteca. 

     Sus estudios de literatura comparada en la Universidad de Granada fluían como una catarata. Se acordó de Zenódoto de Efeso y los poemas homéricos en orden alfabético; de Calímaco y el primer catálogo de biblioteca; de Apolonio de Rodas y el poema épico los Argonáuticas; de Aristófanes y la pronunciación del griego. 

    Entonces volvió en sí. Pensó con jactancia que era la única persona que había conocido la localización de la Biblioteca de Alejandría a orillas del Mediterráneo. Tomó la avenida costanera y visitó la Gran Biblioteca Modernista de fachada curva con ocho millones de libros, cuatro museos y un planetario. La ubicación exacta de la antigua biblioteca todavía no se conoce aunque se especula que está bajo el mar. 



 Declaran los infieles que, 
si ardiera, ardería la historia. 
Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron los infinitos libros. 
Si de todos no quedara uno solo, 
volverían a engendrar 
cada hoja y cada línea. 
Cada trabajo y cada amor de Hércules 
Cada lección de cada manuscrito.

La biblioteca, En Historia de la noche. Jorge Luis Borges, 1977

Museion (en griego, templo de las musas), Museo de Alejandría. Fue un centro dedicado a las musas. Allí vivían y trabajaban los mejores poetas, escritores y científicos del Mundo Antiguo. Fue fundado por Ptolomeo I Soter y cerrado en el 391 por el patriarca Teófilo.


© Diana Durán. 13 de enero de 2022

VACACIONES EN SOLEDAD

 


Lago Perito Moreno y Parque Municipal Llao Llao. Street View.

VACACIONES EN SOLEDAD

    Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes. El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén hasta Bariloche.

    En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me reconforta.

    Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo frío.

    Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte. Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto. Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la naturaleza. 

    Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar, pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y muera de frío.

 

El Cordillerano. 10 de febrero de 2021

Cuando los turistas no cumplen las indicaciones

Se informó la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.

La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.  

    Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.


                                            © Diana Durán. 3 de enero de 2022 

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...