UNA MAESTRA EN LA PUNA

 


Escuela en Mina Pirquitas

Una maestra en la Puna

 

    Vivir en la Puna es difícil, pero ser maestra aquí lo es mucho más. Todavía no sé cómo me animé. Esta fue tierra de aventureros, de buscadores de oro y crianceros de llamas, vicuñas y alpacas; luego de mineros, rudos y aguantadores. Hasta que llagaron las empresas extranjeras para explotar el estaño, la plata y el zinc. Historia de aperturas y cierres. De gente contra la gente.

    Yo nací en San Salvador de Jujuy donde viví hasta los veinte, me vine buscando mejorar mi sueldo por trabajar en una escuela rural. Total, más vacía no podía estar en la capital jujeña. Me quería alejar de mi familia, pero sobre todo de mi historia con Amaru. Éramos novios desde el colegio primario. Yo quería más libertad. Él me limitaba, me oprimía. El agobio de tener que casarme con él sin otro destino. Ahora estoy apartada a cuatrocientos kilómetros de la ciudad por caminos de montaña, lejos del colorido de la quebrada de Humahuaca y del verdor de las yungas. Me costó decidirme, pero un buen día logré el traslado.

    En Mina Pirquitas somos pocos, no más de seiscientos, y resistimos todo tipo de inclemencias. Pura roca rojiza y amarillenta rodea el pueblo cuyas casas espejan esos colores con la ardiente intensidad del sol que se refleja en los ladrillos resecos. Nos rodea una meseta que parece baja pero no lo es. La mina está pocos kilómetros. Es un conjunto yermo de oquedades de tono grisáceo en el suelo horadado a orillas del barranco. Una especie de embudo gigante de tierra arrancada a la Pacha. Hay que extraer inmensas cantidades de roca para alcanzar el mineral. A cielo abierto le dicen, yo le diría un tajo, una gran lastimadura en el suelo pétreo. Aquí suelen cambiar los dueños de la mina, pero la pobreza es la misma de siempre.

    Respiramos un aire enrarecido a cuatro mil metros de altura. Hay que aguantarlo y yo aprendí a hacerlo a fuerza de apunarme y mascar coca. Frío, mucho frío padecemos y hasta nevadas extremas en el invierno. Tanto que lastima la piel y no deja que nos calentemos ni siquiera al lado de la leña encendida. Por eso suelo irme al valle en las vacaciones.

    Esta es tierra de estaño y soledad[1] cantaba Mercedes Sosa, sin embargo, aquí no se libera la esperanza de los pueblos. Aquí todos saben de la contaminación del río Pirquitas, aguas abajo de la mina; del frío que tienen los chicos en la escuela. Ese que no los deja estudiar. La gente piensa que si se va la empresa perderán los trabajos. Volverán a pastorear o migrarán. En la mina se gana mucho más. Por eso aguantan, como sufro yo el aislamiento y la orfandad. Todo por unos pesos más.

    Siempre se habla del cierre de la mina y los hombres y unas pocas mujeres que allí trabajan están muy inquietos. Tienen conciencia de lo que vivimos con el agua. Pocos se deciden por los emprendimientos del cultivo de quinoa o el turismo como alternativa. Los mineros cortan la ruta 40 cuando se habla de clausurar la mina. No les importa la contaminación con metales pesados ni los desechos aguas abajo del río.

    Yo trabajo en la Escuela 83, la primaria. Me gusta mi labor, pero a veces me siento inútil como cuando no hay agua en el baño y no puedo dar clases. El termotanque no funciona y las temperaturas descienden hasta los 20° bajo cero. Ni pensar en agua caliente. Si hasta los arroyos se congelan y los cabellos de los chicos se escarchan si se mojan. En cambio, en las instalaciones de la mina tienen luz, agua y calefacción.

    Yo solo soy maestra de la escuela, pero tengo el deber de despertar las conciencias de lo que pasa a mis alumnos. Tienen que entender que es imposible rellenar esos profundos agujeros que destruyen la altiplanicie puneña. Entonces me siento inútil y me dan ganas de irme. De noche sueño con volver a mi casa.

    Llegué con todas mis ilusiones y mi fortaleza juvenil, pero me voy, me voy yendo, me vuelvo a los suburbios de Jujuy. A lo mejor todavía me espera Amaru.

© Diana Durán, 26 de junio de 2023



[1]Canción con todos” de Tejada Gómez (letra) y César Isella (música).



Así queda el terreno en la Mina Pirquitas

EN UN BANCO DE LA PLAZA

 


Plaza Belgrano. Punta Alta. Street View


EN UN BANCO DE LA PLAZA 

Se habían cruzado en la plaza del pueblo muchas veces durante la infancia. Jugaban a la mancha, subían a los altos toboganes y se mecían intrépidos en las hamacas como otros tantos chicos. Compartían caballos andantes en la calesita y se corrían unos a otros, saltando canteros floridos durante las tardes soleadas. No necesitaban saludarse, solo retozaban con otros niños en el mismo parque central. A veces intercambiaban miradas apresuradas mientras corrían.

Niñeces compartidas en esa manzana de arboledas añosas que surcaban las veredas de las que se desprendían diagonales hacia el punto central. Un monumento a la madre en una esquina, otro del bombero en la opuesta y uno en el centro de extraña forma piramidal dedicado a la bandera. A veces los niños recorrían juiciosos el camino central vestidos con sus delantales blancos y acompañados por los mayores. Lisa primorosa con zapatos relucientes y un gran moño azul que remataba su largo cabello azabache. Claudio algo descuidado como buen varón. Se miraban fugazmente y se reconocían aún sin hablar. Es la chica de la calesita y los juegos, pensaba él cuando la veía, sin agregar mayor descripción a sus pensamientos infantiles. La pequeña bajaba la cabeza y no lo saludaba porque era bastante vergonzosa.

Llegó la etapa adolescente durante la que coincidieron fugazmente en la plazoleta central. También en ferias artesanales y fiestas patrias. Como alumnos solían desfilar por la calle principal y se habían cruzado con regularidad en las desconcentraciones. En el quiosco de la esquina de Irigoyen y Brown se reunían los chicos y las chicas a la salida de la escuela. Sin embargo, no fueron compañeros de la secundaria. Lisa estudió en el Nacional, Claudio en un colegio parroquial. Tenían amigos en común, pero por alguna razón fortuita no frecuentaban los mismos asaltos y cumpleaños tan usuales en esa etapa.

Siguieron sus caminos. La juventud llegó para ambos. Él se fue a estudiar medicina a La Plata y se dedicó de lleno a recibirse. Ella siguió el profesorado en letras en su ciudad y se casó al terminar. Sus dos hijos no tardaron en llegar.

Una tarde templada y ventosa de primavera Lisa caminaba por la plaza. Estaba algo cansada de las tareas cotidianas y se sentó en un banco a reposar. Allí se sentía tranquila y podía recordar su infancia y adolescencia transcurridas en el mismo lugar. Sin embargo, estaba algo inquieta con su vida actual, en especial sobre la relación con su esposo. Sumida en sus pensamientos observó llegar a Claudio que según sabía se había recibido de médico y esporádicamente regresaba al pueblo. Él se sentó en el mismo banco. En un arranque de audacia ella le dijo, cómo estás, soy Lisa. Hace mucho que no te veía. Él la miró asombrado y reconoció en la bella joven a la niña y adolescente que había conocido. Hola, tanto tiempo, y como un eco respondió, sí, hace mucho que no nos veíamos. Iniciaron una conversación en la que narraron sus vidas sin demasiadas precisiones. En cambio, recordaron en detalle la calesita que todavía giraba desteñida y los juegos de madera algo deteriorados por el paso del tiempo. Juntos descubrieron las incontables veces que se habían encontrado sin reparar el uno en el otro. Se despidieron amigablemente con la esperanza tácita de volverse a ver. El sol se ocultó bañando de luces difusas el lugar. El viento había mermado.

Pasaron cinco años. Lisa transitaba una fuerte crisis matrimonial. Claudio continuaba soltero y se dedicaba a su profesión en La Plata. Regularmente volvía a su pueblo de visita familiar. Un cálido sábado estival enfiló hacia la plaza de siempre y otra vez descubrió a Lisa. Cuando ella lo divisó, un impulso urgente la llevó a sentarse en el “banco rojo”[1] recientemente inaugurado. Una situación muy dolorosa la había conducido al lugar. Él la miró extrañado y se acercó lento y tranquilo. Ella le relató con premura la terrible realidad que estaba viviendo como si fuera un amigo entrañable. Claudio la miró detenidamente y advirtió las marcas. Sin vacilar le habló suavemente y la convenció de acompañarla a la comisaría de la mujer. Aquella niña, adolescente y mujer presente en toda su vida lo necesitaba. Él podía ayudarla. Esta vez no fue indiferente. Lisa se dejó llevar.

 © Diana Durán, 12 de junio de 2023



[1] El banco rojo es un símbolo mundial de la lucha contra la violencia de género y los femicidios. Surgió como un proyecto cultural y pacífico de concientización, información y sensibilización que tiene el objetivo de visibilizar de una manera creativa y pacífica la problemática, además de informar a los vecinos sobre las líneas telefónicas a las cuales comunicarse, en caso de violencia de género.



El banco rojo de la Plaza Belgrano en Punta Alta, provincia de Buenos Aires.

LA LLANURA EN LOS SENTIMIENTOS

 


La llanura. Foto: Héctor O. Correa

La llanura en los sentimientos

He recorrido todas las sendas, he buscado sin cesar, en el cielo y la tierra un refugio, mi lugar. Entre peñascos olvidados, bajo achaparradas encinas, entre caminos truncados y pequeñas colinas. Un lugar donde encontrarte, un lugar donde vivir.

Lo descubrí en la llanura que se extiende interminable hasta un horizonte lineal y perfecto. Ese surco absoluto que amansa mis sentidos. He admirado siempre la inmensidad del llano, observándolo en detalle, desde su interior profundo. Recorriéndolo paso a paso, entre gramíneas y pastizales. Me ha sorprendido la fauna escondida que con mis ojos adiestrados aprendí a descubrir. Una martineta elegante, una liebre asustadiza corriendo inalcanzable, las bellas aves que se dejan ver entre las mieses y otean hambrientas y vigilantes desde los alambrados a sus pequeñas presas.

Amo esas planicies que algunos tildan de monótonas, pero que para mí fueron objeto de estudio y también de disfrute y trasiego. Reconocer las cubetas excavadas por el viento y luego colmadas por las lluvias para formar lagunas. Ellas tienen un reborde más alto al este adonde se acumularon las lomas y el hombre sembró arboledas.

Me he internado en la llanura y he sentido la energía de las ventiscas arrachadas en su amplia heredad. He admirado esos días en que el cielo se impone celeste, límpido y todo lo ilumina. Otros, en cambio, he contemplado los frentes que se encuentran en bravías tormentas.

La pampa anima a seguir vagando por senderos interminables. A transitar itinerarios terrosos sin rumbo fijo. Sin duda, ha sido la disparadora de mi pasión por andar, a todas partes y a ningún lugar.

Allí fue donde te encontré, hombre de la llanura, de la planicie surera. Allí pasó que sin saber lo que iba a suceder, sin pensar en que nos íbamos a descubrir, aconteció. Desde entonces te amé por siempre.

© Diana Durán, 5 de junio de 2023

SOLO COMO UN PERRO

 

Solo como un perro

 

Me dejaron solo. Mi mente está en blanco, no logro recordar. ¿Se habrán ido? Ni mi madre, ni mi padre, ni mis hermanos me acompañan. ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? ¿Cuánto hace que estoy encerrado en este cuarto frío, oscuro, tenebroso y sucio?

Hay telarañas en las esquinas. Mi sombra se prolonga hacia atrás. Solo una ventana me permite ver el exterior, pero no logro reconocer el paisaje que observo. Es un lugar raro, parece un jardín, pero sin flores ni césped, solo hiedras y lianas que se entretejen en un único árbol muy alto y seco que desconozco. Ese monstruoso ejemplar, tiene ramas que parecen brazos. Detrás de él hay rejas, un cerco alto pareciera enclaustrarme en este predio desconocido. Me siento recluido y solo. Solo como un perro.

¿Cuándo llegué aquí? ¿Quién me trajo? ¿Me habrán abandonado? Tengo que pensar. No quiero que el miedo me detenga. Sin embargo, ya me atrapó esa sensación horrible de angustia. Primero debo recorrer la casa. Quizás haya alguna otra habitación en mejor estado, o una cocina, o un baño. En alguno de esos ambientes podría encontrar la salida antes de que me hallen aquellos a quienes escucho susurrar.

No tengo fuerzas para partir, la puerta tiene un candado y no poseo las llaves. La única manera sería saltar por esta ventana lúgubre que me aísla, pero para lograrlo debería romper los barrotes. Imposible. ¿Con qué herramientas? No lo sé.

Ahora estoy afuera y escucho las voces adentro de la casa. No me nombran, solo emiten sonidos como si fueran ecos que no reconozco. El árbol ha desaparecido, pero el enrejado no.

Escucho voces cercanas. Hay personas trepadas en el árbol, o pájaros, o animales. Me confunde el mal olor que proviene de alguna otra parte de la pocilga. No hay escaleras. Es una sola planta. Decido explorar la casa, aunque mis piernas casi no me responden. El espanto agobia. Siento que no me puedo mover. En estas condiciones no puedo ni revisar el lugar. Continúo cada vez más confuso y desorientado, pero seguro de que tendré fuerzas para enfrentar lo que pase. Soy poderoso. Tengo que descubrir de quiénes son esos gritos porque ahora son más salvajes. Me acerco a la ventana para intentar oírlos mejor, pero de golpe los escucho de nuevo en el exterior.

Súbitamente la casa desaparece, la habitación oscura también, no se escuchan más murmullos. El jardín seco y enrejado se desvanece junto a todo lo horrible que me rodeaba. Se acerca una mujer que me acaricia y dice suavemente, Sergio, tenés que tomar el Ariprazol. Aquí te lo traje. La miro y distingo, es mamá. No quiero explicarle lo sucedido. Tampoco contarle sobre las voces porque pueden volver. Siempre están. Mejor me preparo para la caminata de todos los días con ella. No estoy solo.

© Diana Durán, 24 de abril de 2023

 

NOTICIAS DEL NORTE. EN VIVO Y EN DIRECTO



Plaza Dorrego. Buenos Aires.


Noticias del Norte. En vivo y en directo

Subieron al tren en la estación Boulogne. Ella viajaba con la mirada fija en el paisaje suburbano. Ensimismada en pensamientos oscuros. Él escuchaba música con sus auriculares. Así se distraía y eludía verla. Prefería obviarla. No soportaba su estado de ánimo.

Tomaba demasiados remedios desde que había empezado a tener un cúmulo de síntomas indefinidos. Padecía mareos, baja presión, ataques de pánico. No dormía bien. Estaba inapetente y había abandonado casi todas sus actividades habituales. Tenía licencia psiquiátrica en el diario. Tan activa como había sido siempre en su profesión de periodista. Le costó mucho aceptar la consulta a un nuevo médico, esta vez a un clínico de renombre. Iba por ir.

Pasaron las estaciones Villa Adelina, Munro y llegaron a Retiro sin pronunciar palabra. Tomaron el colectivo hasta el policlínico de Luz y Fuerza en San Telmo. Largo viaje para ella en su estado. Una y otra vez le decía al marido que se sentía mal. La convivencia con una mujer en ese estado era un suplicio. Él tenía que cocinar, hacer las compras, dejarla custodiada cuando se iba a trabajar. La quería, pero ya estaba cansado de su eterna melancolía.  

Llegaron al sanatorio que quedaba frente a la Plaza Dorrego. Hermoso lugar para disfrutar de un café. Él recordó otras épocas en las que habían recorrido la Feria de Antigüedades. Eran felices en esos tiempos.

El consultorio estaba colmado de gente, pero por suerte había dos asientos que ocuparon enseguida. Ella callada y ausente. Él esperaba terminar pronto para acompañarla a la casa e ir a trabajar.

Había un televisor en una esquina de la sala de espera que apenas se escuchaba por el bullicio de los pacientes. Él seguía abstraído en su música mientras miraba su reloj a cada rato. Ella tenía la mirada fija en la TV. Debía ser lo único que podía distraerla, tanto en su casa como en cualquier otro lugar. Allí se sumergía para intentar olvidar esa sensación de angustia y otros síntomas que la aquejaban.

Un acontecimiento le arrebató su quietud. Vio en la pantalla cómo un avión comercial se estrellaba en un edificio altísimo. Al principio no sabía de qué se trataba. Pensó que era una película, pero reparó en el panorama conocido. Hacía dos años habían viajado a New York y visitado el Bajo Manhattan. Entonces advirtió que se trataba de una de las Torres Gemelas. Se había interrumpido la transmisión normal. Algunas personas que esperaban el turno se sobresaltaron, otros se agarraban la cabeza. No era un film, se trataba de algo real. ¿Un accidente, un atentado terrorista? Pasados unos minutos se vio a otro avión estrellarse en la segunda torre. El personal del consultorio dejó sus actividades para ver qué ocurría. Estaban a miles de kilómetros, pero las escenas eran tan dantescas que impresionaban como si fueran un hecho cercano. Estaba sucediendo algo único e imprevisible.

El mundo había cambiado ese 11 de setiembre de 2001. El desastre era demasiado cruento como para no causar estupor. La televisión en vivo mostraba a las personas que se tiraban de las Torres desde gran altura en un espectáculo dantesco. El polvo lo rodeaba todo. No solo se trataba del World Trade Center, sino que podía continuar una escalada y otros blancos en cadena. Pronto se supo que el Pentágono también había sido atacado y se temía por objetivos como la Casa Blanca y el Capitolio.

Ella pensó en escribir una crónica sobre la terrible noticia. Algo insólito para su estado abatimiento de los últimos tiempos. Una hora después la pareja salió del consultorio tan impactada que ella le pidió parar en un café frente a la Plaza Dorrego. Allí comenzó a llorar. Lloró como hacía tiempo no lo hacía. Como nunca. Él la abrazó fuerte. Ella habló a borbotones. Había salido de manera repentina de su ensimismamiento. Conversaron durante horas del suceso mundial, pero también de su enfermedad y de su relación. Ese día él quiso acompañarla de regreso y se quedó deseoso con ella sin ir a trabajar.

© Diana Durán, 17 de abril de 2023

DOS VIDAS, DOS RUMBOS

 


Barrio periférico. Street view


Dos vidas, dos rumbos

 

Ignacio nació el 4 de mayo de 1999 en un sanatorio privado y vivió siempre en un club de campo cerca de Berazategui. Infancia pródiga en lo material, padres ausentes y el destino del encierro a pesar de vivir en espacios abiertos colmados de árboles y jardines. Como niño y adolescente concurrió al colegio del country. Durante los primeros años cuando se levantaba su madre lo llevaba en el carrito de golf. Si se quedaba dormida iba con la mucama caminando. El colegio era para la selecta clase que vivía en el interior del country. Allí transcurrían largas horas de encierro a pocas cuadras de su casa. Almorzaba lejos de su familia. Sus ojitos melancólicos miraban por la ventana del aula con tristeza, la de los niños ricos. Sus traslados fuera del hábitat de encierro eran a la casa de la abuela en Vicente López durante la Navidad; a Punta del Este en los veranos y, más tarde, cuando hizo sus estudios de agronomía, como su padre, a una universidad privada de Belgrano. Todos sus desplazamientos vitales transcurrieron limitados a un eje del cual no quería o no se podía salir. Viajó al exterior a esquiar en Aspen, Colorado (nunca a Bariloche o Mendoza). El país no era su país. Le quedaba lejos de sus experiencias vitales. Hizo viajes de intercambio a un colegio en las cercanías de Londres. Ignacio pocas veces interactuó con amigos que no fueran del barrio cerrado. El country fue una verdadera cárcel que le impedía conocer el “afuera”, exceptuando algunos pocos lugares en los que no era feliz.

Eusebio nació en Concordia, Entre Ríos, el mismo día y año que Ignacio, pero no en un sanatorio privado sino en la salita médica más cercana a su vivienda, una casilla de madera del Barrio Nueva Esperanza, en la entrada a la ciudad. Una gran pobreza reinaba allí. Calles de tierra, sin cloacas, basura por todos lados, hacinamiento. Caballos flacos comiendo hierbas secas en los bordes de los caminos. La extrema falta de recursos. La indolencia provocada por el desempleo en una familia numerosa. Solo el cariño de la madre cuando estaba lo resarcía de tantas carencias. La escuela pública deteriorada fue el camino que condujo al fracaso en primer año y en poco tiempo a la deserción. La intensidad del desamparo en la adolescencia lo alentó a la violencia y a la droga. Así fue como Eusebio fue reclutado por un díler y terminó en el Gran Rosario. Allí vivió sus peores años. Sin embargo, resistió y logró salir de esa vida horrible tras huir a la ciudad de Buenos Aires. Luego de vagar durante unos meses consiguió ser mantero en Plaza Italia y, además, trapito. Se la rebuscaba como podía, pero se sentía libre del cautiverio que había soportado años atrás.

Un 4 de mayo de 2018, a desgano por ser su cumpleaños, Ignacio concurrió a la Exposición Rural obligado por la cátedra de Maquinarias Agrícolas. De otro modo no lo hubiera hecho. Allí se encontró con Eusebio quien lo vio estacionar su auto de alta gama. Intercambiaron dos palabras y por un rapto de incomprensión, otro poco de envidia y mucho de azar Eusebio terminó con la vida de Ignacio al usar un arma blanca para amenazarlo. Solo quería su celular. Nunca había visto alguno tan flamante. Mientras se desplomaba Ignacio lo empujó a la avenida y un auto lo arrolló. Los dos cumplían años; ambos murieron el mismo día.

Como en el cuento de Jorge Luis Borges, “Caín y Abel”[i], los muchachos se reencontraron en otro mundo. No se sabe cuánto tiempo estuvieron hablando. Los días no tenían principio ni fin. Detallaron las historias de sus vidas terrenales y se compadecieron mutuamente.

Tras esos intensos intercambios, finalmente, uno no perdonó al otro. Allí estaban, sentados en el peldaño de una ancha escalera que no llevaba a ninguna parte, en una especie de purgatorio desierto. El de los que nacieron el mismo día, pero no pudieron ser felices. Uno envidiando al otro. El otro preguntándose por qué.

Ignacio no excusó a Eusebio, pero no a causa de su muerte. Le reprochó, en cambio, el haber podido dejar su casa, su familia, la escuela y elegir un trabajo. Decidir sobre su propia historia. A pesar de todos los males Eusebio había sido libre. Ignacio jamás lo logró.  

© Diana Durán, 10 de abril de 2023



[i] Abel y Caín

[Minicuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

 


 


PENSAMIENTOS EN VUELO

 


Foto: Diana Durán

Pensamientos en vuelo

Nubes y más nubes. Un mar de blancos y grises. Un colchón espumoso que lo cubre todo. Inabarcable, infinito. Algunos espacios en el blanquecino manto dejan entrever el verde, el amarillo, el marrón del campo, las estancias y la mínima naturaleza virgen. Los arroyos plateados y finos, apenas unas hendeduras que declinan al mar bordeados por los intensos colores esmeraldas de los bosques en galería. Las brillantes lagunas que reflejan la luz como efímeros e irregulares espejos. El brillo rojo del sol vespertino provee el destello que todo lo ilumina. El perfil de las sierras en el horizonte donde sus picos y laderas incipientes delinean una grisácea sombra. Espaciados y pequeños cuadriláteros de calles y manzanas en la inmensidad del territorio apenas urbanizado. Como rectilíneas ranuras los caminos conectan los pueblos.

Dejo de mirar por la ventanilla y mis pensamientos se alejan de la observación del atardecer. Estoy por llegar. Vamos a descender. Mi vida puede cambiar. Será el momento del deseado primer encuentro con Martín. Falta poco. ¿Cómo será él en realidad? ¿Tan interesante como en nuestros diálogos? Pronto lo sabré. Me invade una gran excitación.

Una azafata anuncia el próximo aterrizaje. Pocos minutos después se ejecuta una maniobra y el avión vuelve a ascender en una operación poco común. Me pregunto si habrá prioridad de paso para otra aeronave. El capitán indica a la tripulación que se mantenga en sus lugares y explica a los pasajeros con voz tranquila que habrá algunas turbulencias. Nada raro. Sin embargo, comienzan los vientos cruzados y el paisaje que antes me parecía maravilloso se torna amenazante. Aparecen unos yunques enormes de los temidos cumulunimbus. No me gustan, el piloto debería haberlos sorteado, pienso, pero quién soy yo para discernir sobre las maniobras de un avión. Tengo confianza en el comandante. Seguro estamos atravesando un frente y él ha decidido subir a mayor altura. No veo nada por la ventanilla. Solo nubes y más nubes, oscuras y tenebrosas.

Por primera vez observo a mis acompañantes, dos jóvenes que juegan con sus celulares. No parecen nerviosos. Pienso en la espera de Martín. ¿Estará preocupado con la tardanza? Seguro que sí.

Descendemos bruscamente. No sé calcular cuánto. ¿Un pozo de aire? Los pasajeros gritan. Es para hacerlo, esos agujeros demuestran la fragilidad del avión, aunque bien sé que no es así. No hay medio de transporte más seguro que el aéreo, dicen. Maldigo el estar sola entre tantos desconocidos. Si estuviera con él seguro me hubiera abrazado muy fuerte. Atravesamos nubes y más nubes. El panorama ya no me gusta nada.

Una voz tranquilizadora anuncia nuevamente que estamos por aterrizar. No la escucho bien. Pregunto a uno de mis compañeros de asiento. Me dice que descenderemos en el aeropuerto de Santa Rosa y no en Comandante Espora. La azafata explica que allí aguardaremos hasta que mejoren las condiciones meteorológicas para volver a destino.

El avión carretea y aterrizamos en un lugar inesperado. Los pasajeros aplauden. Nos hacen bajar por lo que supongo que el tiempo no va a mejorar pronto. Evalúo, debemos estar a más de una hora de vuelo de Bahía Blanca adonde tendríamos que haber arribado.

De algo estoy segura, no volveré a subir a este avión. Bajo con mi carry on y mi mochila. Decido tomar un micro en Santa Rosa de regreso a Buenos Aires. Tarde lo que tarde iré por tierra. Ya no pienso en la belleza del cielo ni en el disfrute del paisaje.

Súbitamente me doy cuenta de mi olvido. Martín me estará esperando en el aeropuerto de Bahía. Nuestro primer encuentro tan deseado... Reflexiono, en el camino me comunicaré con él.

 

© Diana Durán, 6 de abril de 2023

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

 


Embotellamiento en la ruta 22. La Super Digital

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

Ambos queríamos un cambio. Otra gente, otros ambientes, otros lugares. Nuevos rumbos.


Mi situación laboral era pésima. Había perdido el trabajo en la Secretaría de Cultura del municipio durante 2002 y no había visos de nuevos puestos. Tiempos difíciles para todos. La política, la sociedad y la economía no daban tregua. Yo sólo tenía unos pocos alumnos particulares de inglés. Escasos y pagaban unos pesos. Nico conservaba su lugar a costa de permanentes conflictos que lo sometían a un gran estrés.

 

Lo conversamos mucho. Éramos jóvenes, no teníamos hijos y comenzamos a pensar en irnos al sur, hacia alguna localidad patagónica cordillerana. Para ello, la única posibilidad concreta era que él consiguiera el traslado de su puesto administrativo a una sucursal de la empresa pública a una local. Nada fácil porque había que viajar a General Roca, cabecera provincial del ente donde trabajaba. Una vez que él estuviera acomodado, yo estaría en condiciones de salir a buscar un trabajo más rentable. Hasta podía ser un microemprendimiento. Decidimos jugarnos...

 

Le pedimos el auto al padre de Nico que era a gas y por lo tanto más económico y salimos de casa una madrugada, previa solicitud del día. Así comenzó nuestro trasiego de 500 km desde Bahía Blanca a General Roca y otros tantos de vuelta, sumado al tiempo que durara la entrevista pautada. Pasamos por Médanos, Algarrobo y Río Colorado, pequeñas localidades en las que se advertía la atmósfera patagónica, su aridez y despoblamiento. Luego de la interminable recta que se extiende hacia el cruce del río Colorado que nos refrescó con sus anchurosas aguas llegamos a Choele Choel. Parecía la capital del desierto. Allí vimos esas matas redondas y espinosas de cardos rusos que cruzaban la ruta como fantasmales ovillos arrastrados por el viento que arreciaba. Habíamos ingresado a la Patagonia.

 

Comenzaron los problemas. Para cargar gas -decidimos usarlo para mantener nuestros magros recursos-, había que presentar unos papeles que no teníamos por lo cual casi se frustra el viaje. Tras muchas idas y vueltas, llamadas y mensajes conseguimos que el padre enviara un fax con la documentación requerida. Enseguida caímos en cuenta de que nos veían como forasteros. Desconfiaban de nosotros. Cargamos el ansiado gas y continuamos el camino atravesando un rosario de pequeñas ciudades a la vera de la ruta 22. Se sucedieron Chimpay, Chelforó e Ingeniero Huergo alternando el pródigo valle con la arisca meseta. Comenzaron a aparecer las plantaciones frutales. Un espectáculo multicolor.

 

Estábamos muy esperanzados. A las doce y cuarto llegamos a General Roca a tiempo para que Nico se presentara ante la gerente luego de cambiarse en el auto la remera por camisa y corbata. Mientras tanto, yo me quedé en el Renault, estacionado junto a una plaza bien arbolada, aunque el calor arreciaba. Luego de dos horas apareció con una gran sonrisa y me abrazó, seguro del éxito obtenido. Solo faltaba el acto administrativo de traslado para concretar nuestra ida al sur. Había que planear lo que significaría vivir en tierras frías: vestimenta apropiada, alquiler de una casita o departamento, cadenas para el auto y demás pertrechos. Éramos un cúmulo de felicidad sentados en la plaza hablando de nuestra buena suerte mientras comíamos unos sándwiches caseros. Pero había que emprender la vuelta hacia Bahía para que no se hiciera de noche.

 

En las cercanías de Villa Regina el tránsito comenzó a congestionarse. Era una fila interminable de autos, camiones y micros varados por un corte de ruta de los quinteros, según la radio local, apremiados por el bajo precio de las peras y manzanas. Parecía que estábamos viviendo el cuento de Cortázar[1], si bien todavía nos duraba el buen humor por el éxito obtenido en Roca. Al cabo de una hora y media la fila se empezó a mover al principio muy lentamente, luego con la rapidez y locura de las rutas argentinas. Polvo que impedía ver, autos zigzagueantes, camiones a velocidades prohibidas, riesgosas maniobras.

 

En Chelforó se nos pinchó una goma. Ya atardecía. Nuestro ánimo sumado al cansancio comenzó a irritarse. Restaban más de cuatrocientos kilómetros para llegar a destino. Nico, cansado de las peripecias la cambió, pero decidió continuar sin buscar gomería. Estábamos sin auxilio para el resto del camino. Faltaban las rectas interminables entre Choele Choel y Río Colorado y la otra hasta Médanos. El cansancio hacía que Nico disminuyera la velocidad a niveles de que el camino se hacía interminable. Seguimos. Nada ni nadie debería tronchar nuestro viaje.

 

Apenas pasamos Médanos se sumaron al trasiego, desde la ruta 3, los camiones que iban a Bahía desde el sur. Nunca vimos tantos vehículos, un verdadero cuello de botella imposible de evitar. El tránsito se tornó otra vez lento y, a su vez, peligroso. Pasar cada camión era una suerte de ruleta rusa. El auto recalentaba. Nosotros, agotados.

 

Cuando llegamos a Bahía Blanca, cerca de las tres de la mañana, sabiendo que él tenía que ir a trabajar en pocas horas, había terminado con nuestra paciencia. Ni nos hablamos y creo que olvidamos el logro obtenido.

 

Así fue como la idea de vivir en el sur quedó archivada hasta que superáramos ese viaje infernal. En realidad, no volvimos a hablar del tema y Nico pausó su trámite de traslado. Finalmente, la partida quedó guardada en el cajón de los recuerdos.



[1]La autopista del sur” es cuento del escritor argentino Julio Cortázar, publicado junto a otros en el libro “Todos los fuegos el fuego”. En este relato reaparece el viaje como tema al igual que en otras obras de Cortázar como Rayuela y Los premios.


© Diana Durán, 31 de marzo de 2023

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CATRIEL, EL ARRIERO

 


Foto: INTA informa. 2013

Catriel, el arriero

Mis chivos están todos, ciento noventa y seis, los conté muy bien. Cola Larga y Manchado, los mantuvieron juntos cuando alguno se separaba del resto o subía al cerro. Quiero llegar al mallín antes de que anochezca para hacer el fuego y poder descansar hasta que salga el sol. La ruta 43 se pone fea cuando los autos no respetan al hombre de a caballo. Antes no pasaba nadie, pero ahora hay muchos turistas que no consideran nuestro trabajo. Estoy cansado, vengo de arrear cerca de Chile, en Pichi Neuquén. Fue un año duro. Mucha seca. Costó encontrar pastos tiernos. Todavía tengo que pasar por Manzano Amargo, Varvarco, y las Ovejas para llegar a Andacollo. Cien kilómetros de montaña a caballo y arreando. Me acompaña solo el Mario a quien le pago bien. No puedo protestar porque es lo que me gusta hacer. El ganado es mío y los dos ranchos también. No me quejo. Más no puedo pedir. Así cavilaba el arriero.

Catriel había nacido en las tierras más desoladas del Neuquén. Si bien los paisajes son únicos, mezcla de roca volcánica, amarillos de la estepa y cielos pintados, están alejados de lugares turísticos como San Martín de los Andes o Villa La Angostura. Su cuna era Andacollo, a orillas del río Neuquén que aguas abajo se une con el Limay para formar los solares pródigos y pujantes del Alto Valle del Río Negro. Se trata de un pueblo donde viven solo tres mil habitantes. Tierra de crianceros, de hombres rudos y solitarios que llevaban sus cabras a la veranada, montaña arriba, en la búsqueda de pastos tiernos. Interminables trasiegos. Durante el invierno, en cambio, bajaban de los cerros a los campos de invernada donde pastaban en los bajos y se engordaban para la venta.

Catriel tenía cuarenta años, pero su aspecto era el de un hombre mayor. El cabello reseco, el rostro ajado y los ojos hundidos. La rudeza de su vida y el clima seco y ventoso lo habían envejecido antes de tiempo. Sin embargo, su vitalidad estaba intacta. Este criancero de ley podría haber sido minero de pirca a pico y pala, pero en cambio siempre quiso estar libre, solo, sin ninguna atadura y en contacto con la naturaleza. No necesitaba ni de su propia mujer. Ella sabía esperarlo y criaba bien a sus dos hijos. Ese era el trabajo de una compañera. Catriel conocía como la palma de su mano el camino a sus dos ranchos. Uno en la veranada, arriba, a 1400 metros de altura; el otro de invernada en las afueras de Andacollo. Allí vivía la Silvia, su mujer, con Pedrito y Juani. Él era el único dueño de “las casas” y de su ganado. Orgulloso de sus posesiones.

Aprendió el oficio del padre quien murió joven bajo un alud, por lo que Catriel aprendió el trabajo a la fuerza. Recién había terminado la primaria, pero no pudo seguir. Con sus quince años había aprendido a arrear en reemplazo de su papá. Tal fue su destino.

Ese anochecer el cielo estaba más diáfano que nunca, el sol recién se había puesto tras la montaña. Bajó tranquilo del caballo. Se sentó cómodo en la pirca luego de hacer la fogata y se disponía a calentar unas tortas fritas. Escuchó entonces un ruido ensordecedor de rocas chocando entre sí. Conocía bien ese sonido, el tronar de la tierra. De su tierra. Quiso primero salvar a los animales. Ahuyentó a los perros para que se los llevaran. Las primeras piedras del derrumbe cayeron sobre él. No podía moverse, estaba atrapado. Pensó en sus cabras, en sus perros, en su compañero y en su familia. La historia se repetía. Moriría como su padre. Alguno de sus hijos lo iba a suceder.


© Diana Durán, 13 de marzo de 2023

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