GAVIOTA DEL HUMEDAL
CONFLUENCIAS EN MALVINAS
Foto: Héctor Correa
LA GRAN REGADERA. Un cuento para enseñar
© Diana Durán
22 de octubre de 2021
FEMINISMO ADOLESCENTE
CAJITA DE FÓSFOROS
UN NO LUGAR
ALTO VALLE
BARRIOS INOLVIDABLES
EL BASTÓN FAMOSO
ESTACIONES
ESTACIONES
Voy a cumplir mi sueño.
Viviré en el barrio Latino. Pude alquilar un pequeño estudio en la Rue de
Lyonnais a pocas cuadras de la Universidad de París, la antigua Sorbonne.
Investigué cada detalle del lugar de donde voy a residir. Cada café, cada
estación de subte, cada calle. Dos años de preparativos para lograr la beca. Mi vida tiene que
cambiar de rumbo. En Buenos Aires me siento sola con mis treinta años, sin
pareja ni hijos.
Parto feliz al imaginar mi
futuro como estudiante de literatura multen la ciudad de la luz y el amor. A
mitad de camino rumbo a Ezeiza me doy cuenta de que me falta el pasaporte.
Seguro lo dejé en casa de tanto mostrarlo ayer en la reunión de
despedida. Distraída de mí, le confieso al remisero, indicándole
que regrese. El día está lluvioso y la neblina típica de la autopista disminuye
la visibilidad. Bajo a los apurones con un aguacero tan grande que tengo que
sacar de mi mochila el colorido paraguas que me regalaron para el viaje. Al
abrirlo lo engancho en la puerta del auto y patino torpemente.
Me siento fatigada por el largo viaje en
avión. Del aeropuerto Charles De Gaulle hasta los Jardines de Luxemburgo en el
barrio Latino solo median cincuenta minutos en tren para mi destino final. Leo
los carteles. Agüero, Pueyrredón, Pasteur, Callao. Me detengo en Callao a una
cuadra del colegio. Son las siete menos diez de la mañana. Tengo que entrar
puntualmente para la prueba de matemáticas. En cambio, retrocedo y tomo
nuevamente el tren. Me encuentro que se suceden Drancy, Le Bouget, Gare du
Nord. Finalmente, Luxemburgo, a pocas cuadras de mi departamento. Voy a la
feria y cargo mis vituallas y me arrastro como puedo hasta llegar. Qué dolor de
cabeza y zumbido de oídos. Dormir será lo mejor.
Después de desarmar las
valijas decido pasear por Le Village Royal, la calle techada con paraguas
multicolores. Vago entre esculturas gigantes y parasoles verdes amarillos,
rojos y celestes. Deambulo por este mundo casi surrealista hasta que decido anotarme
en las materias. Ese es mi propósito. No debería olvidarme,
pienso nuevamente. Me detengo en la esquina de Callao y Corrientes y veo
pasar alumnos con delantales blancos y otros con uniformes azules. Levanto la
mirada del itinerario marcado en la guía parisina y se me acerca el mozo del
café Saint Médard con un “laite” y un
“croissant” caliente. Me gusta esta mesita redonda en plena calle. Cruzando la fuente central
veo la frutería, la panadería, la quesería. Sus dueños están abriendo
tranquilos. De a poco se van abriendo
los negocios y se anima el espíritu del barrio multicultural. Musulmanes, latinos,
franceses, turistas de distintas nacionalidades. El bullicio de esta Torre de
Babel me confunde. Vuelvo a sentirme fatigada y no recuerdo muy bien los
sucesos del día. Siento una laguna mental.
Me despierto en una cama de terapia intermedia rodeada de mi familia. Me cuentan que el golpe contra el suelo fue tremendo. Todavía tengo síntomas alternados de somnolencia, confusión, pérdida de memoria y un intenso dolor de cabeza. Mamá me explica que tuve diez días con conmoción cerebral. También que en estado de confusión repetí una y otra vez como en una letanía, Sorbonne, libros, Callao, colegio, Le Village, paraguas, Saint Médard, café. Evoco esas palabras, pero no logro relacionarlas con mis recuerdos.
© Diana Durán. 6 de octubre de 2021
MUJER MIGRANTE
MUJER MIGRANTE
Carmen partió en un micro desvencijado desde Caacupé, un pequeño pueblo de Paraguay, hasta Asunción. Era una joven de diecinueve años, corpulenta pero armónica en su fisonomía general. Cara redonda, ojos pequeños y piel cetrina. Llevaba un pequeño bolso con sus escasas pertenencias. Había guardado prolijamente sus zapatillas, dos sencillos vestidos, algunos pañuelos, un mantillón y unas pocas fotos familiares. Su único tesoro era una medallita de la virgen de los Milagros, regalo de su madrina Concepción. Hablaba mejor el guaraní que el español y sus saberes eran básicos, sumar y restar; leer y escribir. El micro surcó el camino rojo y ondulado entre los verdes de la llanura. Divisó con nostalgia el lago Ypacaraí y pensó que iba a extrañarlo con toda su alma. Estaba inquieta por un viaje tan largo y un destino incierto. Nunca había salido de Caacupé más que hasta la costa del lago acompañando a la familia cuyos niños cuidaba desde los quince años. En la capital paraguaya la esperaba su tía quien solo la trasladó al micro de larga distancia. Así emprendió el viaje a la Argentina donde la esperaría su madre quien había migrado hacía un año. No había otro remedio. Quedaban en la casa de Concepción muchas bocas que alimentar. De allí la decisión, común a tantas otras migrantes paraguayas cuyo destino es la Argentina. Carmen era la típica kuñaguapa (1), hacendosa y trabajadora, pero de carácter tímido y retraído.
Casi no pudo comer ni dormir en todo el trayecto. Solo algunas galletas y agua. En un principio la tranquilizó el paisaje conocido, tan llano y forestal, lindando el río Paraná. Poco a poco las sucesivas entradas a pueblos y ciudades comenzaron a hacerse interminables. El coche semicama no llegaba más a destino. Carmen comenzó a rezar apretando fuerte su medallita. Al cabo de veinte horas, apenas atardeciendo entró a una ciudad gigantesca, mucho más grande que Asunción. Llegó a la terminal de Retiro agotada y temerosa. La iba a esperar, según le había dicho su madrina, un vecino quien la llevaría a su destino en la Isla Maciel donde la esperaba su madre. Mba'éichapa, (2), Carmen, le indicó alguien al bajar. Sintió un poco de alivio al escuchar hablar en guaraní. Le respondió que era ella y el hombre le ordenó que la siguiera hasta el auto para llevarla a destino.
Así comenzó su martirio. Como tantos otros tacheros porteños andaba a los tumbos por la ciudad. Manejaba rápido, viboreaba para deslizarse entre los autos, se adelantaba a los camiones y micros para pasarlos justo antes de chocar. Carmen iba llorando en silencio. No podía gritar porque no le salía la voz. Viajaba abrazada a su bolso y seguía apretando la medallita e invocando a la Virgen. Se escuchaba una música estridente en la radio del taxi mezclada con órdenes de una voz de mujer gritona que indicaban próximos viajes. La pobre no entendía nada. Por alguna razón desconocida transpiraba frío a pesar del calor. El tránsito era infernal en la autopista y la velocidad que llevaba el taxi hacía que la muchacha pensara que en cualquier momento se iban a estrellar. Se sumaba el desconocimiento de ese hombre que le había hablado una sola vez en todo el viaje. La muchacha no sabía a dónde iban. Temía por su destino. No conocía ese mundo de edificios altísimos, mezclados con depósitos, fábricas y extrañas grúas metálicas. Cuando casi no podía ni mirar comenzó a sentir un fuerte olor a podredumbre. Cruzaron un río color negro totalmente diferente al de las aguas azules del Paraguay. Bajaron súbitamente por un puente. Carmen apenas espió con sus últimas fuerzas una mezcolanza de casas modestas, rústicas, de chapa y madera, de distintos colores, de dos y hasta tres pisos. Estaba anocheciendo, la muchacha no sabía qué pensar, si estaban cerca o lejos del destino, si alguna vez iba a llegar a algún lado, si como en una pesadilla ese viaje no terminaría jamás.
El hombre frenó de golpe el taxi. Desde la bajada a la Isla Maciel, Carmen no se había asomado a la ventana. No me puedo enderezar, creo que me voy a desmayar, pensó. Yacía en posición casi fetal. No sabía qué hacer. Tenía miedo de ver donde estaba. Abruptamente el taxista le ordenó que se bajara. ¿Su viaje había terminado? Miles de imágenes pasaron por su mente, Caacupé, el lago Ypacaraí, su trabajo y su vida sencilla, además de las postales confusas de los lugares que había atravesado. Quién sabe ahora qué iba a ser de ella. Levantó la cabeza con el resto de las fuerzas que le quedaban y entonces vio a su madre con su sonrisa de siempre. Se fundieron en un abrazo interminable. Angá m’hija (3), le dijo, venga que le preparé unos chipás calentitos, debe tener hambre.
(1) Mujer que no se
rinde, en guaraní
(2) ¿Cómo estás?, en guaraní
(3) Pobrecita mi hija, en guaraní
TIJERAS
TIJERAS
Caminaba por un
sendero que bordea el lago Gutiérrez. Todavía había cenizas en el ambiente, restos
de la erupción de un volcán en Chile. Era hermoso contemplar el estrecho lago con
sus aguas quietas. No había viento, pero sí una bruma formada por el polvo en
suspensión que aún cubría el paisaje. El azul del lago se había transformado en
un celeste grisáceo.
El sendero, de camino a la cascada de
los Duendes, serpenteaba entre rocas antiguas, troncos derribados, raíces
aflorantes, cañas coligües, cónicos cipreses, enhiestos coihues y milenarios
alerces. Mis huellas se estampaban en un suelo polvoriento cubierto de ceniza. A
medida que ascendía, los árboles se tornaban más achaparrados lo que me permitía
ver la fusión del cielo, el bosque y el lago. Era el equilibrio de la
naturaleza.
Después de media hora de camino
zigzagueante llegué a la pequeña cascada donde paré a descansar. Algo me
distrajo. Brillaba semienterrado un objeto plateado. Me acerqué lentamente.
Primero lo toqué con una rama con cierto temor.
Estaba sola. Al desenterrarlo vi que era una simple tijera de acero. Sin
saber por qué, la guardé en mi mochila.
Pocos
minutos después continué la travesía. Restaban ochocientos metros de ascenso para
alcanzar mi destino en el Mirador, desde donde divisaría las encumbradas agujas
del cerro Catedral. Allí esperaba encontrar a otros mochileros. Transcurridos
trescientos metros el cielo se tornó irreal, totalmente plateado. No había una
nube baja, ni restos de bruma volcánica. Era otra cosa, extraña e inexplicable.
Los árboles también se habían transformado. Los anillos de tijeras gigantescas rodeaban
los troncos metálicos. Las cuchillas eran las ramas que se elevaban como
flechas a una atmósfera color plata. Formaban un bosque artificial en el que
cada árbol tenía una silueta semejante a la natural, pero de acero. No podía
caminar porque el suelo se entremezclaba con un sotobosque de agujas de metal.
Se escuchaba el tintinear de las ramas en un golpeteo rítmico. Veía cuchillas que se rozaban unas con las otras como
en un extraño juego de esgrima. No lograba
atravesar ese sendero. Era una especie de yacimiento de tijeras en el páramo de
altura.
Perpleja
busqué la tijera en la mochila. No la encontraba en la mezcla de trastos. El
mundo de acero continuaba acechándome. Seguí intentándolo hasta que extraje del
bolsillo de mi morral algo que no era una tijera. Era un brote, un pequeño
renoval de ciprés. Decidí acercarlo con cuidado al suelo y taparlo ligeramente.
De improviso el bosque volvió a ser de madera; el cielo, otra vez brumoso y el
lago se tornó azul.
© Diana Durán. 3 de octubre de 2021.
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